Leer los labios
En su campa?a como candidato en 1988, el presidente Bush pidi¨® que leyeran sus labios cuando afirmaba que no aumentar¨ªa los impuestos, y luego, como es sabido, no tuvo empacho en aumentarlos. Curiosamente, de todas sus promesas incumplidas se le reprocha s¨®lo ¨¦sta. La lecci¨®n que del episodio deber¨ªan extraer todos los pol¨ªticos del mundo es que jam¨¢s deben pedirle a sus electores que lean sus labios, ya digan ¨¦stos: "No habr¨¢ aumentos de impuestos", "OTAN, de entrada no", o "¨¦sta es la madre de todas las batallas".De cualquier manera, Bush no fue el inventor del recurso. Hace ya mucho tiempo que los instructores de sordomudos lo emplean con excelentes resultados, y es gracias a tal asimilada ense?anza que tampoco esos minusv¨¢lidos le perdonan a Bush su marruller¨ªa.
Esta vez, el presidente, mejor asesorado por su equipo de psic¨®logos sociales, no ha pedido que lean sus labios, aunque ¨¦stos se le tuerzan mal¨¦volamente cada vez que se refiere a Bill Clinton. Debido a esa precauci¨®n, nadie en el futuro le incriminar¨¢ por las promesas incumplidas, e incluso habr¨¢ quienes elevar¨¢n sus plegarias para que no cumpla algunas de ellas, verbigracia, el compromiso de fabricar m¨¢s y m¨¢s aviones de guerra y otros admin¨ªculos letales, con destino a Taiwan, Arabia Saud¨ª y dem¨¢s reg¨ªmenes vasallos. El analfabetismo labial ha pasado a ser, pues, requisito indispensable en las convenciones del Partido Republicano.
No obstante, tampoco hay que ensa?arse con las fallas labiogr¨¢ficas de Bush o las faltas ortogr¨¢ficas de Quayle. En realidad, no sabemos a qu¨¦ angustias podr¨ªamos exponernos los ciudadanos de a pie (o de a zapato o de a babucha) si nos dedic¨¢ramos a leerlos labios de la mayor¨ªa de los pol¨ªticos cuando modulan sus ofertorios preelectorales. En ese caso, y para no caer en la met¨¢stasis del des¨¢nimo, ser¨ªa aconsejable observar tan s¨®lo aquellos labios pol¨ªticos que silabean lenguas que no entendemos, o sea, que los hispanohablantes observemos las comisuras de Qian Qich¨¦n; los francoparlantes, los deletreos de Bor¨ªs Yeltsin; los magreb¨ªes, las finuras labiales de Collor de Mello, y los uzbequistanos, los belfos de Pinochet.
Otra jerigonza que no se entiende mucho, y que poco (en cualquiera de sus dos acepciones) nos desvela, es la que hablan los maastricht¨®logos, verdaderos expertos en esa flamante variedad ling¨¹¨ªstica paneuropea, al parecer s¨®lo cabalmente comprendida por los daneses. Los dem¨¢s europeos est¨¢n a la espera de que aparezcan los nuevos diccionarios Maastricht-Espa?ol y Espa?ol-Maastricht, Maastricht-Franc¨¦s, Maastricht-Italiano, Maastricht-Servocroata, etc¨¦tera, y sus respectivas viceversas. Hasta ahora, una de las pocas cosas que se les entiende a los maastricht¨®logos es que no les importa Somalia, cuyos ni?os escu¨¢lidos y agonizantes ni siquiera tienen el detalle de ser blanquitos como los bosnioherzegovinos, que tambi¨¦n pasan sus hambrunas y escaseces, pero al menos son mejor acogidos en pa¨ªses lim¨ªtrofes y no lim¨ªtrofes.
La verdad es que este mundo finisecular, con Maastricht o sin ¨¦l, no convoca aleluyas. Aun en la conspicua democracia que desde los primeros palotes se nos se?al¨® como paradigm¨¢tica, aun all¨ª, la roedora miseria desarticula los soportes del sistema. El total de desempleados en Estados Unidos ha llegado a la preocupante cifra de 9.700.000, y s¨®lo en el mes de agosto se han aniquilado, exclusivamente en el sector privado, 167.000 puestos de trabajo (EL PA?S, 6 de septiembre). La econom¨ªa norteamericana siempre ha sido programada para la guerra; de ah¨ª que ahora, en pleno idilio Yeltsin-Bush, la perspectiva de paz signifique un cataclismo para esa econom¨ªa, y en plena campa?a electoral Bush impulse las ventas arriba mencionadas de aviones de combate F-15 y F-16, s¨®lo para salvar del desastre financiero a las compa?¨ªas McDonnell Douglas y General Dynamics.
La paz nunca ha sido buen negocio para los decididores (el t¨¦rmino es de Lyotard) del capitalismo, y por eso buscan denodada e inescrupulosarnente las ocasiones de guerra. Dentro de esa ¨¦tica de baja intensidad, el Departamento de Estado (no importa quien lo lidere) ha asumido virtualmente, ante las transnacionales b¨¦licas, la obligaci¨®n de generar conflictos para que ellas puedan a su vez colocar nacional e internacionalmente su mort¨ªfero instrumental y generar as¨ª dividendos de consideraci¨®n. Por lo general, el Departamento de Estado cumple puntualmente con ese deber patri¨®tico-financiero, ya sea provocando a alg¨²n enemigo potencial o simplemente invent¨¢ndolo.
Por desgracia, la ¨¦tica de baja intensidad (que en la parcela del subdesarrollo suele llamarse corrupci¨®n) se ha ido convirtiendo en un mal end¨¦mico, tan incontrolable como el sida o el narcotr¨¢fico. Al presente, es raro hallar un Gobierno, en cualquiera de los tres mundos, que no afronte acusaciones de venalidad o de cohecho. En ciertas ocasiones las denuncias carecen de fundamento y s¨®lo obedecen a oscuras motivaciones pol¨ªticas, pero lo m¨¢s deplorable es que en la mayor parte de los casos tienen raz¨®n de ser. Est¨¢ demostrado que el dinero (con sus aditamentos de poder, privilegios y renombre) mantiene una capacidad de seducci¨®n capaz de aflojar aparentes convicciones, principios y confianzas.
No obstante, la ¨¦tica de baja intensidad incluye otro matiz y es el enga?o deliberado en los anuncios que hace un candidato acerca de sus planes de Gobierno. Dentro de ese cat¨¢logo publicitario, sabe que hay promesas que podr¨¢ cumplir y otras que no. De todas maneras, resulta extra?o que las figuras p¨²blicas pocas veces se arriesguen a jugar la carta de la honestidad, explic¨¢ndole por ejemplo a su electorado que lo justo ser¨ªa llevar a cabo tal o cual medida en beneficio de la sociedad, pero advirti¨¦ndole tambi¨¦n que probablemente no podr¨¢ cumplir con esa aspiraci¨®n debido a las presiones que ejercen los inexorables imperios econ¨®micos y arbitrios internacionales. Es claro que para ello se precisa un valor c¨ªvico que hay que reconocer no est¨¢ de moda.
El descreimiento generalizado que el protagonista social, o sea, el ciudadano, experimenta ante el quehacer de los pol¨ªticos no se debe por consiguiente a la lectura que hace de los labios de sus presuntos conductores, sino precisamente a que lee correctamente los hechos que ¨¦stos generan. Despu¨¦s de todo, no es tan grave que el vicepresidente Quayle escriba potate en lugar de potato (en Somalia comer¨ªan gustosamente esas patatas mal escritas). Mucho m¨¢s inquietante es que el presidente Bush, lo leamos o no en sus labios, revitalice de un plumazo las industrias de guerra a fin de que sus queridos capitalistas mantengan sus dividendos a trancas y barrancas y tambi¨¦n a costa de las muertes, las miserias y los p¨¢nicos del mundo desvalido, incluso el que, dentro de sus fronteras, ya ha empezado a dar aldabonazos en la mala conciencia de su bienestar.
es escritor uruguayo.
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