El miedo, a Europa
Los franceses sienten v¨¦rtigo. Se han acostumbrado con dificultad a la idea de haber perdido su grandeza pasada. Y ya se les est¨¢ pidiendo que dejen de ser esta naci¨®n, una de las m¨¢s antiguas del mundo, sobre la que la historia y la geograf¨ªa han esculpido las tradiciones, los proyectos y las fronteras. Siempre que se trataba de un asunto de gobierno, venc¨ªa la humilde raz¨®n. Pero al tratarse de una consulta que tendr¨¢ que resolverse por refer¨¦ndum popular, las pasiones se desatan, los fantasmas asoman y los prejuicios afloran. Siempre ocurre lo mismo con todos los referendos: nunca se vota exclusivamente sobre las preguntas planteadas, sino tambi¨¦n sobre otras impl¨ªcitas.El gran polit¨®logo Andr¨¦ Siegfried dec¨ªa que exist¨ªa una equivocaci¨®n generalizada sobre el pueblo franc¨¦s. No se trata, dec¨ªa, de un pueblo revolucionario, aunque haya llevado a cabo la revoluci¨®n m¨¢s importante de todos los tiempos. Se trata de un pueblo de amotinados-conservadores. Durante dos siglos, despu¨¦s de la revoluci¨®n de 1789, ha conservado pr¨¢cticamente todo lo que constitu¨ªa el antiguo R¨¦gimen. Los vanguardistas de este pueblo alumbran las ideas universales, pero el propio pueblo retiene, reduce e inmoviliza estas ideas con un chovinismo fan¨¢tico. Actualmente, la incertidumbre se cierne sobre el resultado de la consulta electoral del 20 de septiembre. Son los franceses los que pueden hacer fracasar la idea m¨¢s francesa que jam¨¢s haya existido: la idea de Europa. En 1955, Winston Churchill, al recibir a Pierre Mend¨¨s France, cuyo Gobierno acababa de enterrar el proyecto de Comunidad Europea de Defensa (CED), le dec¨ªa: "Resulta curioso observar c¨®mo ustedes los franceses pueden oponerse a sus propias ideas".
La situaci¨®n no es en absoluto la misma. Por aquel entonces, EE UU, inquieto ante la d¨¦bil resistencia que opon¨ªan los europeos a los sovi¨¦ticos en el contexto de la guerra fr¨ªa, ejerc¨ªa toda la presi¨®n posible con el fin de lograr el rearme alem¨¢n a trav¨¦s de la CED. Hasta el punto de que no se sab¨ªa demasiado bien si hab¨ªa que construir unos Estados Unidos de Europa, o la Europa de Estados Unidos. Hoy, a pesar de los problemas financieros, la Administraci¨®n norteamericana aceptar¨ªa de buen grado un fracaso de Europa, lo que permitir¨ªa a EE UU proteger una zona de librecambio anglogermana. Pero aunque las palabras de Winston Churchill resultaban exageradas en el contexto de la CED, siguen siendo ciertas en t¨¦rminos generales.
Existen sin duda otras consideraciones m¨¢s relacionadas con el car¨¢cter o con la pol¨ªtica. Al pueblo franc¨¦s no le gusta aceptar lo que su Gobierno le propone. Sobre todo si este Gobierno ha pasado el fat¨ªdico l¨ªmite de los 10 a?os. Es, sin duda, una especie de umbral de tolerancia. Pasados los 10 a?os, los franceses desean cambiar de Gobierno, y sobre todo de presidente. No se trata solamente de un rechazo a los socialistas. Los franceses no han dudado en mandar a casa al m¨¢s ilustre de todos ellos, el general de Gaulle, tan pronto como ¨¦ste dio a conocer su intenci¨®n, considerada indecente, de querer seguir en el poder despu¨¦s de 10 a?os. Aprovechando la ocasi¨®n que brindaba un refer¨¦ndum sin la menor importancia, le obligaron a dimitir. Por otra parte, los l¨ªderes de la oposici¨®n al Tratado de Maastricht, como Philippe de Villier, Marie-France Garaud, Jean Marie Le Pen y Georges March¨¢is, no, dudan en decir: "Bendita sea la derrota de Europa si gracias a ella nos libramos de Mitterrand". En cuanto a Alain Minc, aunque defiende el tratado, tampoco se ha andado por las ramas. Recientemente ha escrito que el mayor favor que Mitterrand podr¨ªa hacer a Europa ser¨ªa anunciar que dimitir¨ªa en el caso de que el Tratado de Maastricht fuera aprobado...
Ante el amenazador avance de los adversarios del tratado, los que lo defienden, tanto desde la izquierda como desde la derecha, se han movilizado, y a veces con ¨¦xito. En primer lugar se ha producido una verdadera ofensiva empresarial. La mayor¨ªa de los grandes empresarios (con la notable excepci¨®n de Calvet, director de Peugeot) ha entrado en la contienda para resaltar que sin la creaci¨®n de una moneda com¨²n todo lo construido a favor de la unidad europea durante los ¨²ltimos 40 a?os se vendr¨ªa abajo como un castillo de naipes. El m¨¢s elocuente de todos ellos, Antoine Riboud, due?o de la BSN, primera agencia publicitaria de Francia y segunda de Italia, ha alzado su voz para se?alar que si no se aprovechaba esta ocasi¨®n, los alemanes ya no tendr¨ªan ning¨²n motivo para renunciar al predominio del marco, y que los esfuerzos a favor de una nueva cooperaci¨®n europea se ver¨ªan reducidos a la nada. Su fundada afirmaci¨®n ha tenido una amplia repercusi¨®n y ha creado problemas entre los grupos de la clase dirigente que se oponen a Mitterrand. Val¨¦ry Giscard d'Estaing y Jacques Chirac, evitando en todo momento citar al autor, han repetido ¨ªntegramente los an¨¢lisis alarmistas de Antoine Riboud.
En t¨¦rminos generales, los intelectuales, artistas, creadores, gente del mundo de las artes, las letras y el espect¨¢culo, as¨ª como tambi¨¦n una buena parte del mundo de la ense?anza, se han colocado del lado de los que apoyan al Tratado de Maastricht y han aceptado que los defensores del s¨ª en el refer¨¦ndum usen su nombre y abusen de ellos en una campana a la americana. Pero no debemos enga?arnos. Hay algo de profundo en la oposici¨®n al Tratado de Maastricht. No cabe duda de que el pueblo franc¨¦s es caprichoso, voluble, inconformista y chovinista, pero no carece de sentido com¨²n. Percibe de forma confusa, sin que se le diga, y sin que tampoco ¨¦l mismo lo diga, que existe un serio debate oculto tras la ambig¨¹edad de determinadas disposiciones del tratado, tan laboriosamente negociado entre los Doce. Esta ambig¨¹edad ata?e a la l¨®gica doble y contradictoria de un tratado que puede conducir por encadenamiento a una federaci¨®n, o bien, por decisi¨®n, a una confederaci¨®n.
Aclaremos este problema esencial. Los pueblos de Europa se encuentran maduros para una confederaci¨®n de Estados, en la que su soberan¨ªa se ver¨ªa limitada. Esta confederaci¨®n, hecha posible por la cultura y la historia, constituye por a?adidura la salvaci¨®n de estos pueblos frente a las potencias japonesa, norteamericana y alemana. Pero estos mismos pueblos no est¨¢n preparados para una federaci¨®n, para una fusi¨®n pura y llana en un breve plazo. El idioma es una barrera muy importante, como lo son tambi¨¦n las diferentes tradiciones y maneras de entender la vida. Pero existen algunas disposiciones en el Tratado de Maastricht que implican como meta una Europa Federal de las Regiones. Esta es una cuesti¨®n de la que no se habla en ninguna parte, salvo quiz¨¢ en Italia y Espa?a, porque Lombard¨ªa y Catalu?a estar¨ªan sin duda dispuestas a entrar en Europa sin mencionar la naci¨®n de procedencia.
Afortunadamente, podemos decir que ser¨¢ posible superar esta objeci¨®n, incluso una vez que se haya ratificado el tratado, y que ¨¦sta ser¨¢ precisamente la tarea del nuevo Consejo Europeo, dotado de mayores poderes y que reunir¨¢ a gobiernos elegidos por sufragio universal. Es cierto que el Tratado de Maastricht es un marco mejorable y no una c¨¢rcel sin barrotes. Sin embargo, la batalla en favor del Tratado de Maastricht ganar¨ªa claridad y responder¨ªa a las preguntas del incosciente colectivo si se mostrase mediante qu¨¦ disposiciones se puede evitar, al menos en las primeras etapas, el federalismo, y adoptar el sistema de confederaci¨®n. Es lo que Fran?ois Mitterrand intent¨® hacer la noche del jueves 3 de septiembre en Par¨ªs, en la Sorbona, al indicar a los franceses que iban a seguir siendo franceses. En lo que a esto se refiere -incluso suponiendo que la opini¨®n p¨²blica no le considere actualmente el m¨¢s indicado para hacerlo- ten¨ªa raz¨®n.
Jean Daniel es director del semanario franc¨¦s Le Nouvel Observateur.
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