AURELIO ARTETA Las alegres muchachas de Windsor
Los devaneos extraconyugales de algunos miembros de la familia real brit¨¢nica han venido engrosando las tiradas de cierta prensa y la torpeza de muchos lectores. En un esc¨¢ndalo as¨ª, tan se?alado, no iban esos ¨®rganos de la emoci¨®n p¨²blica a prescindir de sus m¨¢s firmes principios. ?No han convertido lo p¨²blico simplemente en lo popular y famoso? Pues tan personaje p¨²blico ser¨¢ Woody Allen como aquel ministro ingl¨¦s defenestrado por su excesiva afici¨®n al cine espa?ol o esa joya de la corona que ostenta el t¨ªtulo de duquesa de York. ?Y no es p¨²blico ya sin m¨¢s, no lo que afecte, sino lo que interesa al p¨²blico? Pues todo lo que interese al p¨²blico debe ser publicado. Y lo que m¨¢s interesa al p¨²blico en general, ?acaso no es la vida privada del famoso? Pues ah¨ª est¨¢ el fil¨®n.A partir del "tanto vendes, tanto vales", pero a menudo bajo disfraz de solemnes argumentos, se ha promulgado -all¨¢ y aqu¨ª- el derecho universal a invadir y airear la privacidad ajena. Con semejante atropello, la degradaci¨®n de lo p¨²blico marcha a la par que el envilecimiento del p¨²blico. Para llegar a lo que ahora nos importa, al medir por igual rasero al famoso que al pol¨ªtico, a la vedette que al rey, no s¨®lo faltan al respeto a las personas de todos ellos. Como no han penetrado en la naturaleza de la monarqu¨ªa, ignoran lo peculiar de la privacidad del monarca y hacen de monarca y monarqu¨ªa un espect¨¢culo para comadres o mirones; no para ciudadanos.
Que uno sepa -luego vendr¨¢n los matices-, s¨®lo hay una clase de vida privada que por s¨ª misma e inmediatamente sea p¨²blica. Corresponde a esos individuos que, en virtud de sus caracteres privados mismos, adquieren ya un car¨¢cter p¨²blico. Tal es el caso de los miembros de la familia real en un r¨¦gimen mon¨¢rquico de gobierno. Estas personas alcanzan su rango y funciones pol¨ªticas -ser jefe del Estado, su consorte, su leg¨ªtimo heredero- por su pertenencia a una determinada familia, por azares de nacimiento. Su mero cuerpo f¨ªsico le otorga derechos pol¨ªticos. Se trata, en suma, de una privacidad tan especial como que sobre ella pivota la organizaci¨®n p¨²blica de todos los dem¨¢s ciudadanos.
Sobra decir que, en general, ni el presidente del Gobierno ni cada uno de los representantes pol¨ªticos se hallan en tal situaci¨®n. No es la naturaleza, sino sus conciudadanos, quienes los engendran como tales. No son elevados a sus cargos en raz¨®n de sus cualidades privadas, sino de sus -probadas o supuestas- cualidades p¨²blicas. A Isabel II, en cambio, se le atribuyen cualidades p¨²blicas (y la principal: la soberan¨ªa) nada m¨¢s que por haberse probado fehacientemente su condici¨®n de hija del soberano anterior. Los unos reciben su autoridad gracias a la abstracci¨®n de sus rasgos particulares; la otra sustenta la suya precisamente sobre la exaltaci¨®n de estos rasgos como ¨²nico t¨ªtulo. De modo que tal vez la diferencia estribe en que, mientras todo pol¨ªtico representa el poder del Estado, la reina lo encarna. Pero representarlo, adem¨¢s de incluir un elemento de provisionalidad temporal, introduce alguna distancia entre la vida personal del representante y la abstracta de lo representado. El parlamentario exhibe su personalidad p¨²blica en el foro, pero recupera la privada en cuanto llega a su casa. Encarnar en uno mismo aquel poder, por el contrario, es misi¨®n duradera e inseparable de quien lo personifica. El s¨ªmbolo se confunde aqu¨ª con lo simbolizado.
Pero si la unidad y soberan¨ªa pol¨ªticas de una naci¨®n descansan en una personalidad singular, si todo el cuerpo pol¨ªtico se asienta sobre un determinado cuerpo f¨ªsico, entonces aquella personalidad y este cuerpo no pueden conducirse con la libertad de los dem¨¢s. Hasta un l¨ªmite que habr¨ªa que precisar, son ya bienes del Estado; sus problemas, quieran que no, problemas de Estado. Si sus gastos privados corren a cargo de los fondos p¨²blicos, ser¨¢ porque hasta su menor dispendio encaja en la r¨²brica de "gastos de representaci¨®n" (mejor, ya est¨¢ dicho, "de encarnaci¨®n"). Despojados de su prerrogativa de propietarios de la naci¨®n, hoy los reyes supervivientes conservan cuando menos la de ser sus primeros y m¨¢s augustos empleados. M¨¢s a¨²n, su vida entera es un empleo p¨²blico, en verdad un empleo vitalicio que exige dedicaci¨®n completa y compromete hasta las fronteras de lo ¨ªntimo. Nuestro sabio Alfonso X ya lo hab¨ªa establecido en una ley de sus Partidas: "Que el rey debe guardar en qu¨¦ lugar hace linaje".
As¨ª que cuando la armon¨ªa conyugal de sus pr¨ªncipes herederos queda en entredicho, hay raz¨®n para que el Estado se eche a temblar. "La autoridad de la monarqu¨ªa brit¨¢nica depende de la estabilidad de sus matrimonios", sentenciaba hace poco Anthony Burgess en estas mismas p¨¢ginas. ?Pod¨ªa ser de otra manera? Pues no es tan s¨®lo el buen nombre de una familia real lo que est¨¢ en juego, sino el prestigio y hasta el sentido mismos de la corona. Cuando una persona por s¨ª sola es ya una instituci¨®n, tiene que vivir m¨¢s como una instituci¨®n que como una persona. Y no ser¨ªa pol¨ªticamente digno, pongamos por caso, que toda una instituci¨®n se fuera de picos pardos. Como tampoco parece congruente que una personalidad p¨²blica, la reina de Inglaterra, acumule una de las mayores fortunas privadas del planeta. El componente carism¨¢tico de la monarqu¨ªa -m¨¢s perceptible en ella que en otra forma de Estado- se aviene mal con cualesquiera flaquezas de sus portadores.
No decimos, pues (?c¨®mo podr¨ªamos mantenerlo sin contradicci¨®n?), que estas personas carezcan por entero de privacidad o de un derecho a ella. Decimos que, por poseer una privacidad espec¨ªfica, poseen tambi¨¦n un derecho menor a la privacidad o un derecho a una vida privada recortada. Lo mismo que les hace desiguales ante la ley, les hace desiguales en este derecho. M¨¢s all¨¢ de esa reducida privacidad de la familia real (su intimidad estricta), que ha de ser, como todas, invisible, el resto es -valga la paradeja- una privacidad vigilada. Y no me refiero al control que sobre ella puedan y deban ejercer otros altos dignatarios de la naci¨®n o los cuerpos de seguridad que permanentemente la acompa?an. Quiero indicar m¨¢s bien la vigilancia que los propios ciudadanos (?o habr¨ªa que llamarles aqu¨ª s¨²bditos?) est¨¢n en su derecho de mantener sobre ciertas parcelas de la vida privada de los ocupantes o aspirantes al trono. Al fin y al cabo, si aspectos en principio privados (como la salud, la educaci¨®n o el matrimonio), cuando son los de su majestad, producen efectos civiles generales, justo ser¨¢ que los ciudadanos est¨¦n al corriente de ellos. No es m¨¢s que la aplicaci¨®n del mismo principio que rige para todo pol¨ªtico: que hay derecho a conocer su privacidad tan s¨®lo en lo que tenga que ver con su cometido p¨²blico.
Algunos podr¨ªan concluir, con mal disimulado contento, que las ventajas de que estos personajes regios disfrutan deben pagarse por los inconvenientes que indudablemente padecen. Cabe replicar si no resulta cruel hacer purgar a esos individuos lo que es uno de los pecados de la propia instituci¨®n mon¨¢rquica.... pero eso nos apartar¨ªa del problema. Pues la cuesti¨®n se presenta por partida doble. A ellos les corresponder¨¢ decidir si les gratifica encamar la m¨¢s alta autoridad pol¨ªtica al precio del sacrificio de su vida m¨¢s personal. A todos los dem¨¢s nos toca reflexionar sobre la pertinencia de un r¨¦gimen que, al convertir a una familia en patrimonio del Estado, vincula la suerte del Estado a la de una familia. ?Es ¨¦sta acaso la reflexi¨®n que suele propiciar aquella prensa?
es profesor de Filosof¨ªa Pol¨ªtica de la Universidad del Pa¨ªs Vasco.
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