De Maastricht a Santo Domingo
O¨ªmos decir con consternaci¨®n que el reciente asesinato de una mujer dominicana en Aravaca es la primera v¨ªctima mortal de la xenofobia en Espa?a. Quiz¨¢ sea m¨¢s correcto decir que es el ¨²ltimo episodio de una historia negra y oculta que unas veces toma la forma de la expulsi¨®n de moros 0 jud¨ªos; otras, la de la intolerancia, y siempre, la del rechazo del otro por diferente. Ha sido necesario un asesinato para que podamos hablar claramente de la xenofobia latente en nuestra sociedad, homologable tambi¨¦n en esto a la francesa o a la alemana.La nacionalidad dominicana de la v¨ªctima tiene un valor simb¨®lico, pues evoca el primer momento de la historia moderna en el que se oy¨® una voz decidida que mandaba literalmente a los infiernos a todo aquel que no respetara la dignidad humana del diferente y se negara a ver en aquellos seres "pobres, dom¨¦sticos, humildes, mansuet¨ªsimos y simplic¨ªsimos" sujetos de tanta raz¨®n y derechos como los griegos hubieran puesto en los europeos. Me refiero al serm¨®n de Antonio Montesinos, pronunciado en La Espa?ola en v¨ªsperas de la Navidad de 1511. A los 500 a?os el asunto vuelve a ser de actualidad.
Aravaca se suma as¨ª a la profanaci¨®n de cementarios jud¨ªos en Francia, a la persecuci¨®n de eslavos y gitanos, en Berl¨ªn, al disgusto que por doquier provoca gente de color oscuro. Naturalmente qu¨¦ es un asunto complejo y que no hay que exagerar. Se puede matizar la xenofobia apelando al miedo -por cierto, injustificado- de quienes ven en los emigrantes una amenaza para el puesto de trabajo o remiten a improbadas denuncias de consumo de droga o prostituci¨®n; tambi¨¦n habr¨ªa que recordar que los matones son un caso aislado, que los neonazis son menos que minor¨ªa, y que la solidaridad con las v¨ªctimas ha sido total. Todo eso es verdad. Y, sin embargo, hora es de que abramos en canal una cultura milenaria que en su manifestaci¨®n m¨¢s visible y poderosa, es decir, en su expresi¨®n ideol¨®gica y en su concreci¨®n pol¨ªtica no acaba de digerir la diferencia.
Me estoy refiriendo a Europa, a la idea que tenemos de Europa o, si se prefiere, al modo y manera como los europeos nos realizamos o realizamos la idea que tenemos de nosotros mismos.
De un tiempo a esta parte Europa est¨¢ al orden del d¨ªa, hasta el punto de que una buena parte del Viejo Continente se divide entre europeos y euroesc¨¦pticos. Ser¨ªa conveniente, sin embargo, ubicar todo ese proceso de construcci¨®n europea que va del Tratado de Roma a los acuerdos de Maastricht en el seno de una tradici¨®n milenaria que no ha cesado de reflexionar sobre el ser europeo. Ah¨ª se ponen de manifiesto determinadas apor¨ªas que pueden acabar en letales xenofobias.
Europa, seg¨²n esa tradici¨®n filos¨®fica, ser¨ªa el descubrimiento de la filosof¨ªa, es decir, la proclamaci¨®n de que el cerebro operativo de la realidad es la raz¨®n y que con ella se puede organizar humanamente la existencia. Con el descubrimiento de la raz¨®n surge la idea de universalidad, pues la tal raz¨®n no s¨®lo est¨¢ en cada sujeto, sino que lo suyo es apostar por lo bueno, que es lo com¨²n. En su primer arranque, pues, Europa es el lugar de la generosidad y de la universalidad. Es la casa com¨²n. Su tragedia, sin embargo, es reducir la universalidad o la racionalidad a lo europeo. Ah¨ª comenz¨® su grandeza material y su miseria espiritual. Europa entend¨ªa que si en ella y gracias a ella la humanidad llegaba a su madurez ten¨ªa la responsabilidad de lanzarse por el mundo a proclamar la buena nueva, al tiempo que obligaba por la fuerza a los pueblos a seguir el camino correcto, que el siglo XV era el de la fe, y a partir del siglo XVIII, el del progreso. Los europeos, autoproclamados "funcionarios de la humanidad " (sic Husserl), acostaron a la humanidad, a la raz¨®n y al bien en el lecho de Procusto de lo que Europa entend¨ªa por raz¨®n y bondad. As¨ª se justificaron la conquista espa?ola de Am¨¦rica y los sucesivos imperios, incluido el contempor¨¢neo del capital
Esa ha sido su apor¨ªa: descubrir la universalidad y practicar el colonialismo. Las primeras voces contra esa contradicci¨®n se oyeron en Santo Domingo. Uno de los oyentes de aquellas pl¨¢ticas de Montesinos, encomendero a la saz¨®n, ser¨ªa un madrugador europeo consecuente, pues se le ocurri¨® afirmar que no habr¨ªa universalidad si no hab¨ªa lugar para el diferente. Era Bartolom¨¦ de Las Casas. El europeo de verdad ser¨ªa no quien quisiera hacer a todos igual que ¨¦l, sino quien fuera capaz de saltar sobre su sombra y reconocer al otro; m¨¢s a¨²n, a lo otro de uno mismo, para dar a entender la total parcialidad de nuestros conceptos positivos de bien, raz¨®n, justicia o lo que sea. Europa ser¨ªa la encrucijada de razas, de guisos, de risas y llantos. Como lo ser¨ªa Aravaca si los dominicanos no vivieran asustados.
La construcci¨®n pol¨ªtica de Europa que tenemos entre manos no escapa al dilema tradicional. Si el objetivo es crear un pelot¨®n de cabeza (cabeza viene de caput, y Europa era para los antiguos el cabo o avanzadilla de la pobre Asia) y si para ello -para reducir la inflaci¨®n, aminorar la deuda p¨²blica y multiplicar la productividad- hay que cerrar a cal y canto las puertas a todo aquel que se suponga una amenaza al bienestar interior, pues estar¨ªamos ante una nueva versi¨®n del particularismo de la universalidad, que es la, negaci¨®n de Europa. Si ¨¦sa fuera la Europa que queremos construir, eso ser¨ªa la negaci¨®n del sue?o europeo.
No se trata de convertir alocadamente a Europa en una ca?ada sin regla alguna de tr¨¢fico; no se puede tratar de eso, pues tal anarqu¨ªa privar¨ªa a los dem¨¢s de la ayuda y de la raz¨®n de Europa. De lo que se trata, por el contrario, es de c¨®mo articular la universalidad del sue?o europeo y la particularidad de sus intereses. Si se desentiende del otro, reducir¨¢ todo su capital hist¨®rico, su tradici¨®n universalista, al inter¨¦s de la isla que cobija a los Doce. ?se es el lado feo europeo, la reca¨ªda en la hodierna tentaci¨®n provinciana, otrora imperialista, de Europa. Pero ¨¦se no es el ¨²nico camino; tambi¨¦n cabe pensar que el contenido material de su tradici¨®n, sus riquezas e intereses -es decir, aquello que representa Maastricht- es una aportaci¨®n a la universalidad del sue?o europeo. El problema es de enfoque o de l¨®gica, habida cuenta de esas dos almas con que naci¨® Europa: cabo del mundo pobre u ombligo del mundo rico. La Europa egoc¨¦ntrica, es xen¨®foba. El rumbo de Europa es el de la apertura; todo lo dem¨¢s es negociable.
No ser¨¢n, por supuesto, consideraciones filos¨®ficas las que cambien el curso de la pol¨ªtica. Pero s¨ª pueden obligarle a medir mejor las palabras. Y si hablamos del proyecto europeo o del futuro de Europa a prop¨®sito de la uni¨®n econ¨®mica y pol¨ªtica europea, hay que recordar la herida que tiene abierta con su identidad, que no se cierra volviendo la espalda al Sur y al Este. ?Somos conscientes de esa herida, de esa contradicci¨®n que acompa?a a la identidad europea?
El discurso europeo no consiste, pues, s¨®lo en ganar voluntades para Maastricht, sino tambi¨¦n en negar su exclusividad. Habr¨ªa que educar a la gente en que ser europeo es no serlo, porque habr¨ªa que ser lo otro de Europa. De esa Europa, si uno escucha su tradici¨®n m¨¢s antigua, forman tambi¨¦n parte los dominicanos, los magreb¨ªes y los jud¨ªos.
es director del Instituto de Filosof¨ªa del Consejo Superior de Investigaciones Cient¨ªficas.
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