Cuesti¨®n de confianza
Me encuentro entre los muchos que hallan innumerables motivos para que Juan Pablo II pida perd¨®n a los cat¨®licos y solicite educadas excusas al resto de los mortales por sus extravagantes opiniones teol¨®gicas, ¨¦ticas y pol¨ªticas.Soy, sin embargo, de los que piensan, frente al escandalizado rechazo y exceso de atenci¨®n que ¨¦stas suelen suscitar entre intelectuales laicos y sedicentes ateos -?clero reciclado en competencia por una misma clientela?-, que, por lo general, deber¨ªan ser sus seguidores quienes se ocuparan de prestarles la publicidad gratuita y el inmerecido eco que les concede su discusi¨®n y comentario por sus indignados opositores: el verdadero problema, la aut¨¦ntica cruz de nuestra supuesta modernidad ilustrada, es que el Papa a¨²n siga teniendo fieles. Parad¨®jica y pat¨¦tica situaci¨®n que se repite, dicho sea de paso, con las apasionadas reacciones que suscitan los peri¨®dicos exabruptos de nuestros obispos (vascos y no vascos).
No obstante, hay una noticia eclesi¨¢stica reciente que considero merece una excepci¨®n a esa aconsejable actitud de boicot informativo a la propaganda papista. Me refiero a la vergonzosa rehabilitaci¨®n papal de Galileo, que incita a reflexionar sobre la perniciosa reconciliaci¨®n moral entre la Iglesia y la ciencia que ese rito expiatorio viene a culminar.
?Por qu¨¦ la Iglesia pide perd¨®n y rehabilita a Galileo, a quien al fin y al cabo se limit¨® a censurar, silenciar y confinar, pero se olvida del tan ardoroso como ardiente Giordano Bruno, por no hablar de los miles de paganos, herejes y brujas an¨®nimos que en esa misma ¨¦poca atizaron la incombustible hoguera de la Santa Inquisici¨®n? No es de la pr¨¢ctica generalizada de la tortura y el crimen de lo que la Iglesia se arrepiente: a sus ojos, basta para excusarlos con que se pongan al servicio de la verdad (religiosa, pol¨ªtica o cient¨ªfica, tanto da).
De lo ¨²nico que la Iglesia se lamenta es de que, en su exceso de celo prepopperiano por "acercarse cada vez m¨¢s a la verdad", a veces, excepcionalmente, como en el famoso y publicitado caso Galileo, ha ca¨ªdo en el error. Mejor dicho, en lo que un conjunto de instituciones sociales de nueva creaci¨®n (cient¨ªficas, universitarias, educativas), cuyo control se le escap¨® poco a poco de las manos y cuyas doctrinas y teor¨ªas sobre la naturaleza -la sociedad y los hombres son otro cantar- acabaron por conquistar las mentes m¨¢s preclaras e influyentes, ha venido a considerar como un error, haciendo que como tal figure en los anales de la historia (es decir, en el com¨²n e indiscutido dictamen de los historiadores y educadores).
No se trata, por tanto, para la Iglesia, de un problema moral, sino de un problema institucional encubierto como un problema epistemol¨®gico: se trata simplemente de recuperar su autoridad intelectual en un terreno en el que, tras siglos de frustrada batalla, se ha visto obligada" a reconocer y disfrazar su fracaso.
A fin de cuentas, ?a qui¨¦n co?o le importa hoy un bledo, fuera de los estudiantes que de ello se tienen que examinar, si es el Sol el que gira en tomo a la Tierra o viceversa? En este caso, como en tantos, la escuela nos ense?¨® muy pronto a sustituir la evidencia (?acaso no sale el Sol todos los d¨ªas por una ventana de mi casa y se pone por la opuesta, mientras mi casa se queda quieta?) por la creencia, es decir, por la confianza en que lo que el maestro dice y figura en los libros es verdad, la ¨²nica e indiscutible verdad.
Com¨²nmente desautorizados por la Iglesia y por la escuela el testimonio de los sentidos, el valor de la experiencia propia y el libre curso del pensamiento y la imaginaci¨®n del que carece de autorizaci¨®n para saber, el problema ven¨ªa en este caso de la competencia entre dos libros, la Biblia y la Enciclopedia, es decir, entre las respectivas autoridades que garantizaban su contrapuesta verdad, la Iglesia y las instituciones cient¨ªfico-educativas de la sociedad moderna.
L¨ªbreme Satan¨¢s de reivindicar aqu¨ª, frente a la necesaria jerarqu¨ªa y recurso a la autoridad en la transmisi¨®n del saber, la fantasmal creatividad infantil con que los pedagogos liberales excusan su ignorancia y la dimisi¨®n de su papel. No van por ah¨ª los tiros. Es algo muy distinto lo que me parece preocupante.
En primer lugar, la facilidad con que confundimos lo que sabemos (el conjunto de proposiciones a las que somos capaces de asignar un sentido, evaluar l¨®gicamente y contrastar emp¨ªricamente) con lo que creemos (el conjunto de proposiciones que estamos dispuestos a afirmar como verdaderas porque confiamos en quienes nos aseguran que lo son y pese a que seamos completamente incapaces de hacer con ellas ninguna de las tres cosas antes citadas); es decir, la inmensa e incondicional confianza que nos merecen las personas e instituciones que nuestra sociedad reviste de autoridad intelectual y la escasa disposici¨®n no s¨®lo a discutir y evaluar sus afirmaciones (por lo general, tanto m¨¢s contundentes cuanto m¨¢s alejadas del terreno en que han labrado su prestigio intelectual), sino a interrogamos sobre el fundamento moral de esa confianza, sobre los intereses, catadura moral y grado de verg¨¹enza de la persona o instituci¨®n en cuesti¨®n.
Aunque el azar ha distribuido con bastante equidad la estupidez y la vileza entre todas las profesiones humanas, yo tambi¨¦n me f¨ªo m¨¢s de los cient¨ªficos que de los curas, pero en los tiempos que corren (con la econom¨ªa degenerada en psicolog¨ªa, las ciencias sociales batiendo su propio r¨¦cord de fracasos predictivos, la arrogancia m¨¦dica y el totalitarismo sanitario campando por sus respetos, la biolog¨ªa convertida en fundamento de la moral y los f¨ªsicos metidos a profetas de nuevas religiones c¨®smicas) me aterroriza pensar en las consecuencias de la reconciliaci¨®n entre la Iglesia y la ciencia que la rehabilitaci¨®n de Galileo simboliza.
Basta pensar en los usos eclesi¨¢sticos del sida o en la inicua explotaci¨®n antiabortista de la aburrida historieta del espermatozoide y el ¨®vulo para echarse a temblar ante lo que se nos avecina. Sobre este ¨²ltimo asunto, por ejemplo, a m¨ª me merecen mucha m¨¢s confianza que los bi¨®logos y su individuo gen¨¦ticamente programado desde la mism¨ªsima fecundaci¨®n del ¨®vulo los abor¨ªgenes australianos, que atribu¨ªan la paternidad a alg¨²n esp¨ªritu tot¨¦mico saltar¨ªn, o los cl¨¦rigos medievales, que esperaban hasta la asunci¨®n de forma humana por el feto para atribuirle la hominizaci¨®n completa, es decir, la posesi¨®n de alma.
Al fin y al cabo, casi todo lo que creemos saber es una pura cuesti¨®n de confianza. Y en cuanto a lo mucho que sabemos entre todos, eso -como escrib¨ªa Juan de Mairena- no lo sabe nadie.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.