'Wojtysolo'
Desde el lejano d¨ªa en que el antepasado de S¨¢nchez Drag¨® colocara sus p¨¦treos cimientos, la Iglesia de Roma no ha dejado un solo momento de acomodarse al signo de los tiempos. En eso reside, sin duda, el ¨²ltimo y esot¨¦rico significado de su famoso lema, "in hoc signo vinces", la exaltaci¨®n de la encrucijada. Porque si para sobrevivir tuvo que sufrir un periodo de clandestinidad, para vencer no dud¨® en hacerse imperial; feudal despu¨¦s, en cuanto el imperio dej¨® de existir como primera fuerza pol¨ªtica; burguesa en cuanto la clase de los comerciantes se fue apoderando del control de las ciudades, para descender finalmente hacia "el reinado social de Cristo" empujada por el crecimiento demogr¨¢fico y la inc¨®moda progresi¨®n del sufragio universal como medio imprescindible para el acceso al poder. Poco importa que para semejantes derivaciones y cambios de rumbo hubiera que arrojar por la borda buena parte del lastre y de la carga doctrinaria, cuya estela de flotantes restos va marcando la derrota de la supervivencia y del compromiso con las fuerzas que provocan las tempestades. El inconveniente se resuelve a la perfecci¨®n con el dogma; el dogma no se descompone y se dir¨ªa que flota hasta en las borrascas m¨¢s violentas, y si la Iglesia se desentiende de su transporte queda a merced de las olas que lo arrojar¨¢n intacto a cualquier costa donde siempre habr¨¢ un alma que sepa qu¨¦ hacer con ¨¦l.Ahora, este Papa majagranzas se ha visto en la obligaci¨®n de pedir perd¨®n a Galileo por las tropel¨ªas que los antepasados de S¨¢nchez Drag¨® cometieron con ¨¦l. La verdad es que no s¨¦ si le ha perdonado o le ha pedido perd¨®n. Da igual; la majader¨ªa es de la misma magnitud en una direcci¨®n que en otra, porque ni la petici¨®n ni la d¨¢diva del perd¨®n pueden concluir en la perfecci¨®n del acto. Cuando el interesado est¨¢ fuera del alcance tanto del indulto como de las voces que piden su concesi¨®n, no habr¨¢ nunca otro beneficio del mismo que el que derive, por rebote en la pared del m¨¢s all¨¢, quien los formula. Un beneficio puramente propagand¨ªstico, destinado a demostrar la buena fe, la comprensi¨®n hist¨®rica y la modernidad intelectual de quien celebra tan f¨¢cil sacrificio.
Una vez m¨¢s, este Papa se ha dejado llevar por la moda. La moda de pedir perd¨®n -o disculpas, en casos m¨¢s matizados- por la barbarie del holocausto; por los horrores de una ocupaci¨®n militar; por el genocidio, organizado o no, de una raza aborigen; por la erradicaci¨®n de una cultura; por la expulsi¨®n de una comunidad minoritaria, distinta por su religi¨®n y sus costumbres de la sociedad dominante; por la persecuci¨®n y castigo de unas ideas her¨¦ticas, o, simplemente, por la imposici¨®n a la fuerza de un orden recusado por unos vencidos. Pero si la moda se extendiera y prevaleciera ya no habr¨ªa otra cosa que hacer, en este mundo y por varios a?os, que celebrar ceremonias para pedir o conceder perd¨®n. Unas ceremonias que habr¨ªa que remitir a or¨ªgenes muy remotos y reproducir en cadena, pues desde que el mundo es mundo ha habido y habr¨¢ vencedores y vencidos y v¨ªctimas y verdugos, porque el triunfo de uno se apareja por necesidad a la derrota de otro. Perd¨®n de los persas a los medos, de los griegos a los fenicios, de los romanos a los p¨²nicos, de los espa?oles a los romanos, de los indios a los espa?oles, y as¨ª hasta llegar a hoy, pues nunca se podr¨¢ decir que un triunfo y su consiguiente abuso de poder es m¨¢s perdonable que otro, por m¨¢s graves y trascendentes que sean sus consecuencias, o m¨¢s cercano est¨¦ en el tiempo.
Si la moda me resulta incomprensible -y hasta me parece asaz rid¨ªcula- no ser¨¢ tan s¨®lo por su esterilidad; ni ser¨¢ tampoco por la hipocres¨ªa con que una conciencia moderna pretende enjuiciar un hecho antiguo de acuerdo con un c¨®digo que en su d¨ªa no era de aplicaci¨®n; ni por el beneficio propagand¨ªstico (y la expropiaci¨®n ilegal de un terreno de nadie) de quien hace uso de ese c¨®digo contra quien ni en abstracto puede ampararse en ¨¦l. En ¨²ltimo t¨¦rmino, la moda me parece detestable por la pretensi¨®n, por parte de quien celebra el rito, de hacerse responsable de las culpas de sus antepasados, para lavarlas con su intachable poder de indulgencia y presentarse como un justiciero. Se me dir¨¢ que toda persona es muy due?a de adornarse con cualquier actitud hacia la historia, pero si su gesto adquiere caracteres p¨²blicos e irroga una culpa que ella se ocupa precisamente de condonar, la cosa empieza a ser m¨¢s que sospechosa. En otro terreno m¨¢s personal (y confieso mi incapacidad para comprender las razones de Estado si no cuentan siempre con una posible traducci¨®n a los m¨®viles de la conducta personal) nunca me he compenetrado, y tal vez ni siquiera los he comprendido, con esos individuos que parecen sufrir en propia carne los dramas de la historia de otros. La verdad es que he conocido pocos y los que he conocido me han parecido todos travestidos. Me resulta m¨¢s que dif¨ªcil comprender a un espa?ol de hoy que sangre por la expulsi¨®n de jud¨ªos o moriscos o por el genocidio de unos indios genocidas, y m¨¢s que estomagante la a?oranza por aquella civilizaci¨®n de las tres culturas por la que suspiran algunos profesores y abundantes dramaturgos. Desde luego, quien tenga la mala fortuna de hacer una excursi¨®n a Toledo y despachar media docena de monumentos en compa?¨ªa de un gu¨ªa oficial no volver¨¢ a casa sin la sensaci¨®n de hartazgo que provoca el crisol de las tres culturas y de alivio por el triunfo de una de ellas sobre las otras dos.
En ocasiones, al general romano victorioso en el campo de batalla, el Senado le conced¨ªa el honor del triunfo. El triunfo, en principio, era tan s¨®lo un desfile de la tropa vencedora, con sus capitanes al frente y el s¨¦quito de prisioneros, despojos y trofeos conquistados al enemigo detr¨¢s, que Roma engalanada contemplaba en ¨¦xtasis y con regocijo. De los triunfos republicanos no quedan otros testimonios que los relatos hist¨®ricos, pero con el Imperio se inicia la costumbre de registrar la efem¨¦ride en materia perdurable. Primero fue una estela, luego el arco vegetal se erigi¨® en piedra, con un friso en el que quedaban rese?adas las haza?as del h¨¦roe; por ¨²ltimo, lleg¨® la columna en cuyo fuste y a lo largo de una espiral se reproducir¨ªa todo el cortejo de la victoria. Tales fueron los or¨ªgenes del memorial p¨¦treo y del perdurable recuerdo de ese momento que el vindicador contempor¨¢neo se ocupara de denostar y juzgar de acuerdo con el c¨®digo de hoy. Pero no ocurr¨ªa as¨ª en la Grecia antigua. Se puede leer en Gilbert Murray (sin duda, con Jaeger, el helenista m¨¢s estimulante de nuestro siglo) c¨®mo cabe interpretar la ley griega -no ya la costumbre- del trofeo como ¨ªndice de un sentido moral muy superior al de los otros pueblos. Por la ley griega el trofeo "hab¨ªa de ser de madera solamente, y no de piedra ni de metal; nunca hab¨ªa de ser reparado por el vencedor ni derribado por el vencido. Lo ¨²nico que hab¨ªa que hacer era dejar que fuera cay¨¦ndose en pedazos hasta desaparecer, como iba desvaneci¨¦ndose el recuerdo de la vieja contienda". Y a?ade Plutarco: "Ser¨ªa denigrante y mal¨¦volo que los hombres repar¨¢semos y renov¨¢semos los monumentos del odio hacia nuestros adversarios cuando el tiempo los va borrando". Una lecci¨®n m¨¢s de Grecia que Roma no se ocup¨® de aprender. Ni Roma ni esos celadores del agravio hist¨®rico que con tanto esmero como inquina mantienen sus monumentos a la victoria, a los ca¨ªdos y al holocausto. Una lecci¨®n que cay¨® en el olvido y que la pr¨¢ctica del perd¨®n extempor¨¢neo, mucho m¨¢s barata que la erecci¨®n del monumento de m¨¢rmol, relega a un olvido a¨²n m¨¢s profundo.
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