La dictadura de la dicha
Se levantan por la ma?ana y acuden son¨¢mbulos a la sala de estar para derrumbarse frente al televisor mientras sorben un vaso de leche o ingieren, ventajas de la modernidad, un plato de cereales. Vuelven por la tarde de la escuela y otra vez se instalan enfrente del televisor, del que no apartan los ojos ni siquiera para recoger la merienda que, alguien ha puesto ante ellos. Con la vista al frente, como ciegos, extienden las manos hacia el bocadillo y luego lo mastican mec¨¢nicamente mientras miran hipnotizados el anuncio de un coche robot o una videoconsola, o repiten las interjecciones que profiere alg¨²n monstruoso h¨¦roe de los dibujos animados japoneses. Si los dejan, ven todos los programas posibles, en todas las cadenas, aunque tienden a preferir los concursos m¨¢s groseros y las pel¨ªculas m¨¢s burdas o m¨¢s violentas, y todos, absolutamente todos, los anuncios. Los programadores lo saben, y tambi¨¦n los fabricantes de juguetes y los de basura alimenticia envuelta en celof¨¢n: no hay un grupo social que reciba una presi¨®n publicitaria tan salvaje como los ni?os.Un n¨²mero muy elevado de: ellos no tiene hermanos, y a sus padres les falta tiempo o ganas de hablarles. Tampoco pueden salir a jugar a la calle, dado que, en rigor, no hay calle, o lo que hay, alguna rugiente variedad de autopista, no merece esa denominaci¨®n. Es dif¨ªcil que tengan amigos en el edificio donde viven o en el barrio, que est¨¢n poblados de desconocidos. Los amigos, con los que antes se encontraba uno cotidianamente y m¨¢s o menos por azar, viven lejos, o al menos a distancias impracticables, y se convocan entre s¨ª con una formalidad casi de adultos, para celebrar anglosajonamente los cumplea?os. Algunos hasta env¨ªan tarjetas de invitaci¨®n: los m¨¢s relamidos, impresas; aquellos con padres partidarios de la pedagog¨ªa infantilista, redactadas a mano, con dibujos y r¨®tulos de colores.
Los cumplea?os suponen una permanente actividad social y comercial: el que invita ha de ser invitado; el que regala debe a su vez llevar otro regalo, y si quiere quedar bien no puede conformarse con un regalo cualquiera, con un grado inferior de sofisticaci¨®n electr¨®nica. El ni?o, habitualmente solo frente al televisor en una casa habitualmente peque?a, se ve rodeado, felicitado, filmado en v¨ªdeo, agasajado, fotografiado. En algunas fiestas de cumplea?os, los padres, que aspiran a ser los mejores amigos de sus hijos y de los amiguitos de sus hijos, hacen, literalmente, el payaso, obteniendo por lo general con su actuaci¨®n un fracaso escalofriante: a una temprana edad, el ni?o, que tiene un sentido agud¨ªsimo de las posiciones personales, conoce as¨ª el rid¨ªculo de los adultos y adquiere una sofocante verg¨¹enza ajena que ya dif¨ªcilmente lo abandonar¨¢, a pesar de que sus padres, sus educadores y hasta sus directores espirituales se empe?en en despojarlo de toda timidez y de toda inhibici¨®n, en virtud de una opresiva dictadura de la simpat¨ªa: todos los ni?os han de ser sociables, todos han de danzar con mallas y participar en funciones teatrales, todos han de practicar el k¨¢rate, el gim-jazz, el idioma ingl¨¦s y la expresi¨®n corporal. Amables psic¨®logos y padres angustiados examinar¨¢n las menores irregularidades de su conducta con la finalidad de, que no escapen a la tiran¨ªa de la dicha, con su lirismo de plastilina y guarder¨ªa, de implacable para¨ªso infantil: vigilado tan de cerca, con una suavidad risue?a, obsesionada, no menos terminante que el ce?o y la sotana clerical o la palmeta del pedagogo franquista, el ni?o empieza instintivamente a actuar seg¨²n las ideas que ¨¦l mismo se ha hecho sobre las intenciones de sus vigilantes adultos, comercia con ellas, aprende a eludirlas o a explotarlas, o, en el peor de los casos, se convierte en el espejo y el doble de las angustias que los adultos han cre¨ªdo ocultarle tras el espect¨¢culo idiota y sonrosado de una parodia de comportamiento infantil o camarader¨ªa: "El ni?o no me llama papa, sino Gustavo, m¨¢s que sus padres somos sus amigos, yo soy muy coleguita con mis hijos", etc¨¦tera.
La culpabilidad del padre progresista, la ordinariez del padre carcundia y reci¨¦n enriquecido, o del padre de izquierdas y reci¨¦n enriquecido, el miedo a la pobreza del padre al que no le llega el sueldo, pero no puede permitir que su hijo no tenga lo mejor o quede por debajo de sus compa?eros, confluyen en una misma soluci¨®n mercantil, que si bien no hace la felicidad de los ni?os, y menos a¨²n de sus padres, s¨ª llena de lujuriante alegr¨ªa a los fabricantes de juguetes, a los due?os de las tiendas y a los recaudadores publicitarios de la televisi¨®n. El ni?o intuye, a su vez, que puede ejercer una tiran¨ªa pr¨¢cticamente ilimitada, ya que casi nadie se molesta en hacerle saber que hay otros valores aparte de los del despilfarro y el halago. Conoce las debilidades o las negligencias del adulto y se dedica a explotarlas en beneficio propio: si el adulto es un progresista estragado por los psicoanalismos sobre la muerte del padre y otras verbosidades francesas de la misma cala?a, ser¨¢ incapaz de negarle nada a su hijo, dado que es el ni?o, como sujeto libre, quien debe elegir, y tambi¨¦n porque el no implica un ejercicio de autoritarismo paternal (o maternal) que puede acarrear funestas consecuencias para el futuro equilibrio psicol¨®gico de la criatura; el padre burdo y pr¨®spero celebra como gracias las brutalidades de su hijo y entiende los opulentos regalos que le hace como una condecoraci¨®n que se otorga a s¨ª mismo: "Estar¨ªa bueno que ¨¦l tuviera que pasar los mismos sacrificios que yo". Por no hablar de las competiciones adquisitivas entre divorciados, en las que un ni?o con la suficiente malicia puede llegar a una especie de triangulaci¨®n del chantaje, a una extorsi¨®n nutrida con avidez por el rencor o la culpa de sus padres.
Ya s¨¦ que entre los directivos de las guarder¨ªas municipales y de los grupos de teatro infantil prevalece la idea de que todo ni?o es el, Buen Salvaje, o el Idiota Genial, pero la verdad, por fortuna, es algo distinta: a lo que m¨¢s se parece un ni?o es a un adulto. Pueden ser, como nosotros, viles o bondadosos, inocentes o p¨¦rfidos, generosos o mezquinos, listos o tontos. Si no es encauzada y educada, su c¨¦lebre espontaneidad se vuelve r¨¢pidamente monstruosa y est¨¦ril para ellos mismos: por s¨ª solo nadie aprende a caminar ni a hablar, a ser considerado, a respetar a los otros, a comprender que todos los bienes del mundo no est¨¢n ilimitadamente a nuestra disposici¨®n. Hay tambi¨¦n, desde luego, el influjo contagioso y devastador de la estupidez, de la irresponsabilidad: educar requiere tiempo, atenci¨®n, inteligencia, autoridad, ternura. Educar es sustraer islas de conocimiento y tolerancia al creciente oc¨¦ano de la barbarie, no alimentar su inundaci¨®n, no abandonarse ni un minuto a ella. Quien dimite de esa tarea, madre, padre o maestro, no est¨¢ dejando al ni?o en libertad de elegir: lo est¨¢ entregando en manos de otros educadores que irradian sus consignas siniestras desde casi todas partes, pero sobre todo desde la televisi¨®n, y m¨¢s que nunca cuando se va acercando el desaforado bazar de la Navidad y de los Reyes Magos. Ya se sabe: los ni?os son los aut¨¦nticos protagonistas de estas fiestas.
Cada a?o, la agresi¨®n publicitaria comienza antes, y cada a?o es m¨¢s brutal que el anterior, especialmente desde que la sana competencia entre los diversos canales ha legalizado la universidad de la bazofia. En cuanto se levanta por la ma?ana, desde que enciende por primera vez el televisor, el ni?o es sometido a un delirio. de ofrecimientos que ya no cesar¨¢ en todo el d¨ªa y que alcanzar¨¢ extremos de lavado de cerebro conforme avance el mes de diciembre. Ni en la misma escuela
La dictadura de la dicha
se detiene el asedio: en la puerta de algunos colegios, a la hora de salida, se apostan individuos que provocan remolinos de tumulto repartiendo a voleo cat¨¢logos a todo color con los mismos juguetes que se anuncian en la televisi¨®n. Nadie, o casi nadie, protesta. Los adalides de la correcci¨®n pol¨ªtica, que es como una new age as¨¦ptica y relamida, pero no en m¨²sica, sino en ideolog¨ªa, se limitan a mostrarse en contra del juguete sexista o del juguete b¨¦lico, como si lo m¨¢s da?ino fuesen las mu?ecas o las pistolas en s¨ª, y no el hecho de una brutalidad propagand¨ªstica que somete a los ni?os a una angustiosa necesidad de todo y que les vuelve imposible el gusto de elegir y los convierte, desde los dos o los tres a?os, en fan¨¢ticos de la publicidad y en compradores potenciales y ansiosos de todo lo que se les ponga delante de los ojos, sean metralletas l¨¢ser, videojuegos de exterminio o motocicletas de juguete que rugen exactamente igual que las de verdad.El gueto de la pedagog¨ªa, la reserva india de la dicha infantil, la guarder¨ªa de la creatividad y la espontaneidad, resultan ser m¨¢s bien el gran circo de un comercio irrespetuoso y rapaz al que nadie ni nada pone l¨ªmites, dado el tama?o descom¨²nal del bot¨ªn que hay en juego. En los ¨²ltimos tiempos, una de las principales tareas que ha asignado la autoridad gubernativa a los intelectuales conversos ha sido la de cantar las bondades y las alegr¨ªas del mercado libre, de la televisi¨®n privada y de la publicidad. Gracias a ellas gozamos de una mon¨®tona invasi¨®n de oligofrenia a domicilio que har¨ªa palidecer de envidia al difunto doctor Joseph Goebbels, pionero en la aplicaci¨®n de las t¨¦cnicas publicitarias americanas a la propaganda pol¨ªtica. Con cinismo notorio, y en nombre de la salud p¨²blica, se proh¨ªben en la televisi¨®n los anuncios de bebidas alcoh¨®licas y de tabaco. ?Son menos da?inas que un anuncio de cigarrillos varias horas diarias de publicidad dirigidas a los ni?os? En nombre de la salud mental, no s¨®lo la de los ni?os, sino la de los adultos, habr¨ªa tambi¨¦n que prohibir la publicidad de juguetes o someterla a limitaciones sever¨ªsimas. Claro que si uno se para a pensarlo, en nombre de la salud mental habr¨ªa que prohibir la mayor parte de los programas de la televisi¨®n, ese artefacto que se ha convertido en el padre, madre y maestro adoptivo de tantos ni?os cuyos padres, madres y maestros han dimitido vergonzosamente, por desidia, por impotencia, por estupidez, incluso por principio, de la tarea de educarlos.
Antonio Mu?oz Molina es escritor.
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