La Iglesia, Nietzsche y las mujeres
A Celia Amor¨®sUno defiende los derechos humanos por encima de todas las consideraciones antropol¨®gicas. Uno cree que la igualdad entre las personas est¨¢ por encima del respeto a las distintas tradiciones culturales y religiosas: que canten y bailen como quieran -se dice- pero que no vayan por ah¨ª lapidando ad¨²lteras, torturando o cortando la mano de delincuentes. Uno se escandaliza, y con raz¨®n, de los reg¨ªmenes teocr¨¢ticos y de la justicia musulmana, aunque al hacerlo tiende a olvidar su propia historia. A olvidar, por ejemplo, que el parricidio selectivo de las ni?as ha sido una pr¨¢ctica habitual en Europa (la muerte accidental de ni?as asfixiadas en la cama de sus madres es en el siglo XIX un 70% m¨¢s alta que la de ni?os). Y a olvidar aun que el rostro, junto con el incensario, han sido herramientas culturales b¨¢sicas en nuestra propia tradici¨®n pol¨ªtica e ideol¨®gica.
Pero he ah¨ª que el esc¨¢ndalo provocado por el s¨ªnodo ingl¨¦s viene a recordarnos que nuestro propio fundamentalismo no es una reliquia hist¨®rica: que ten¨ªamos el cad¨¢ver en el armario y que si no apestaba era s¨®lo porque, como los brazos incorruptos, gozaba de buena salud. De hecho, el s¨ªnodo no ha hecho m¨¢s que sancionar lo que era ya de sentido -y sensibilidad- com¨²n. Una sensibilidad que entiende la continua discriminaci¨®n sexual en la Iglesia como un reto de la misma clase -si no de la misma intensidad- que la infibulaci¨®n o la purificaci¨®n por el fuego de las religiones m¨¢s ex¨®ticas.
?A qu¨¦ esta obsesi¨®n eclesial por que los curas sean machos, y encima c¨¦libes? ?A qu¨¦ este temor a toda contaminaci¨®n femenina del ministerio? Mientras fue s¨®lo cuesti¨®n del celibato, uno se hubiera atrevido a defenderlo por razones teol¨®gicas (para asegurar, por ejemplo, el car¨¢cter extravagante que ha de tener en este mundo el hombre religioso), pero desde que el rechazo se extiende a las sacerdotisas, la ¨²nica explicaci¨®n parece ya antropol¨®gica -si no meramente t¨¢ctica-.
Y una explicaci¨®n t¨¢ctica podr¨ªa ser la siguiente. Es l¨®gico que una Iglesia, organizada en torno y sobre la mediaci¨®n moral de los fieles, tema toda contaminaci¨®n de la inmediatez femenina, de aquello que tendr¨ªa la mujer de "fuerza elemental" y que hac¨ªa exclamar a Nietzsche: "?Es tan rid¨ªculo acusar a una mujer por faltar a la moral como lo ser¨ªa condenar al rayo por destruir una iglesia!" A partir de ah¨ª, la Iglesia habr¨ªa considerado que quien no puede (o al menos no tiende) a faltar a la moral, podr¨ªa acabar socavando una instituci¨®n que funda su poder en ella. Y al hacerlo as¨ª habr¨ªa puesto en evidencia dos cosas: primero, que la Iglesia cat¨®lica es mucho m¨¢s nietzscheana de lo que parece, y segundo, que es bien consciente de que mont¨® su poder y predicamento sobre una sabia dosificaci¨®n de la culpa y la mala conciencia. Un chantaje que pudo aplicar tambi¨¦n a las mujeres -et pour cause-, pero que ellas nunca sabr¨ªan administrar con suficiente convicci¨®n. En efecto, los papeles que ha podido encarnar la mujer lindan m¨¢s con lo tel¨²rico, lo est¨¦tico o lo escatol¨®gico que con ese "camino de perfecci¨®n" moral, jalonado de culpas y pecados, que la Iglesia se encarga estrat¨¦gicamente de perdonar. ?C¨®mo la mujer, que simboliza la tentaci¨®n o la mediaci¨®n misma -madre, virgen, puta-, podr¨ªa ser una buena administradora de sus beneficios?
Algo hay de justificado en esta suspicacia de Nietzsche y de la Iglesia frente a las mujeres. A todos los contables de la moral -sea moral de ¨¢guilas, sea de corderos- ha de ponerles nerviosos el car¨¢cter aut¨®nomo, narcisista, aristocr¨¢tico y relativamente amoral de la mujer. Cierto que tambi¨¦n ella llega a sentirse culpable, pero su culpa es m¨¢s cercana a la de Anaximandro que a la de san Agust¨ªn, es m¨¢s ontol¨®gica que moral, m¨¢s por lo que es que por lo que hace. Y es en este sentido que ella resultaba una p¨¦sima candidata para administrar la sana mala conciencia de que ha vivido una Iglesia "que hizo del arrepentimiento la virtud de los mortales".
El contencioso de la Iglesia con las mujeres no es, pues, teol¨®gico sino moral. Y la propia historia de la Iglesia as¨ª lo muestra. ?Es tal vez casualidad que s¨®lo cuando Lutero rechaza el primado de la moral (de las obras sobre la gracia) empiece a relajarse el tab¨² de las mujeres y se acepte la contaminaci¨®n matrimonial de los ministros de la Iglesia? ?Es tambi¨¦n casualidad que el reciente esc¨¢ndalo no se produjera en 1986, cuando la Iglesia anglicana sancion¨® el acceso de la mujer al diaconado (con lo que pod¨ªa casar y enterrar) sino ahora, cuando el s¨ªnodo reconoce su derecho a absolver los pecados?
Uno se pregunta hasta cu¨¢ndo durar¨¢ a¨²n este rechazo al ministerio de unas mujeres a quienes se reconocen los mismos derechos humanos, pero no, en cambio, los espirituales. Y lo ¨²nico que parece seguro es esto: s¨®lo el d¨ªa en que acaben de perder su obsesi¨®n la moral y el poder a ella ligado, s¨®lo entonces, tanto los fil¨®sofos nietzscheanos como los curas cat¨®licos, vencer¨¢n el miedo y se dejar¨¢n templar por las mujeres.
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