Federalismo, ?para qu¨¦?
Creo no andar muy equivocado al imaginar cierto grado de absoluta confusi¨®n entre no pocos espa?oles ajenos a tecnicismos jur¨ªdicos, cuando oyen de algunos de nuestros pol¨ªticos las demandas de un Estado federal. Se dice que vamos a ello, que ya casi estamos en ello o que, si no es as¨ª, hay que ir a ello como r¨¢pida panacea para nuestro secular problema regional. A este ciudadano corriente y tributante se le rompen no pocos esquemas cuando todav¨ªa no anda muy asimilado que digamos el llamado Estado de las autonom¨ªas, el tema de las competencias sigue siendo caballo de batalla y eso de que todo ven¨ªa a simplificar las cosas y a acercar la Administraci¨®n a los interesados parece tener camino por recorrer. De pronto, otro reclamo viene a poner en solfa gran parte de lo ya aprendido y aceptado.Hay que comprender a los pregoneros del desider¨¢tum federal. Y ello por razones que bien merecen un peque?o recuerdo.
En nuestro pa¨ªs y con la excepci¨®n inicial de 1812, plasmados del liberalismo centralizador de la ¨¦poca, los grandes momentos de ruptura pol¨ªtica y creaci¨®n constitucional han estado acompa?ados siempre del convencionalmente llamado "problema regional". Sin que, desde un punto de vista te¨®rico, los t¨¦rminos de democracia y autonom¨ªa tengan manifiesta relaci¨®n (hay Estados unitarios democr¨¢ticos y, por contra, tambi¨¦n hay federalismos autocr¨¢ticos y hasta totalitarios), lo cierto es que, en cada una de las grandes ocasiones pol¨ªticas de nuestra piel de toro, construir la democracia ha pasado, insoslayablemente, por intentar solventar las demandas de autogobierno de ¨¦stos o aqu¨¦llos. Por s¨®lo citar de pasada, as¨ª ocurre con el intento de la Primera Rep¨²blica espa?ola, de corte claramente federal. Durante las Cortes Constituyentes de 1873 y andando en liza las contrapuestas posturas de Castelar, por un lado, y Pi y Margall, por otro, se plantea la f¨®rmula de la naci¨®n espa?ola como algo "compuesto de Estados". Dos Estados andaluces (Andaluc¨ªa Alta y Andaluc¨ªa Baja), otros dos castellanos (Castilla la Nueva y Castilla la Vieja) y un amplio cat¨¢logo que no dejaba fuera ni al curioso Estado de Murcia. Por cierto que a este ¨²ltimo pronto le sale el grano del cant¨®n de Cartagena, tan sabrosamente dibujado en la sugestiva obra de Sender. En eso, en cantonalismo, -acab¨® el empe?o, sin que la Constituci¨®n nunca llegara a entrar en vigor. El caballo de Pav¨ªa cort¨® con un rebuzno constituyente tan sesudos debates y otras Cortes centralistas recib¨ªan bien pronto, la restaurada monarqu¨ªa.
Sin duda con visos m¨¢s realistas, nuestra Segunda Rep¨²blica, al recibir como herencia este penoso problema, ensaya la f¨®rmula del Estado integral, tambi¨¦n como soluci¨®n de compromiso entre federalistas y unitarios. Jim¨¦nez de As¨²a -acu?a el t¨¦rmino, y la Constituci¨®n de 1931 dise?a un modelo en el que se dejaba la puerta abierta a los estatutos de autonom¨ªa de ciertas regiones. Por cierto, nunca se pas¨® de esa denominaci¨®n. Primero Catalu?a, en 1932; luego el Pa¨ªs Vasco, abierta ya la herida de la guerra civil, obtienen sus estatutos, que, por supuesto, originan la reacci¨®n contraria de gran parte del resto del pa¨ªs y la reticencia de no pocas fuerzas pol¨ªticas, incluido el socialismo de entonces. Mlenos en el caso catal¨¢n, de cuyo republicanismo no se dudaba, que en el vasco; pero reticencia al cabo. Tambi¨¦n sabemos c¨®mo termin¨® aquello. Y, aunque sea impopular recordarlo, lo sabemos no s¨®lo por las voces de la derecha y las diatribas de los alzados, sino, de igual forma, por el sentimiento de insolidaridad en los a?os de guerra que el mismo Aza?a confiesa en sus Memorias.,
Por fortuna, los constituyentes que elaboraron nuestra actual ley de leyes part¨ªan ya de la experiencia hist¨®rica. Quiz¨¢ ah¨ª est¨¢ la clave para entender con certeza el ¨¦xito de nuestra ¨²ltima transici¨®n. Sencillamente se sab¨ªa qu¨¦ se pod¨ªa tocar y qu¨¦ no. Hasta d¨®nde se pod¨ªa llegar y en qu¨¦ punto no cab¨ªa un, paso m¨¢s. El pragmatismo sustituy¨® a la vieja concepci¨®n liberal tan dada a partir siempre de la nada. Y ello no s¨®lo en el tema regional, sino en muchos otros que est¨¢n en la mente del lector. As¨ª ten¨ªa que ser para que las cosas salieran bien, as¨ª lo entendieron los espa?oles al refrendar la Constituci¨®n y por eso vino pronto la marginaci¨®n electoral de los extremos.
Nac¨ªa el Estado de las autonom¨ªas, expresi¨®n contradictoria donde las haya. Para defender la unidad de la naci¨®n, no se habl¨® de "naci¨®n de naciones", y para contentar a quienes no pasaban por lo de regi¨®n, se busc¨® el a?adido de "nacionalidades", expresi¨®n que, a lo largo del demasiado extenso proceso de gestaci¨®n, nadie supo precisar con mediana certeza en qu¨¦ consist¨ªa. Se huy¨® de la autonom¨ªa como privilegio de unos y se generaliz¨® con demasiada prisa el invento, sin que faltaran intereses electorales en el empe?o. Se rechaz¨® una y cien veces el t¨¦rmino autodeterminaci¨®n, y en los escritos rezan las razones. En fin, se busc¨® una salida para combinar los derechos hist¨®ricos con lo que la nueva Constituci¨®n supon¨ªa. Y empez¨® a andar el invento.
Pero ahora, algunos a?os despu¨¦s, parece roto el compromiso en este punto y florece lo que acaso siempre estuvo debajo. Ya sin recato se habla de conquista del federalismo, autodeterminaci¨®n, naci¨®n de naciones y, en alg¨²n caso, lisa independencia. Y o mucho me equivoco o andamos ante un totum revolutum, en el que no caben t¨¦rminos medios nada m¨¢s que a efectos dial¨¦cticos y en el que, desencadenado el proceso, la espiral de demandas se suceder¨¢ inevitablemente. Salvo, claro est¨¢, que se imponga la sensatez y alguien piense y denuncie con meridiana claridad lo que nos jugamos. Guste o no, unas declaraciones de don Juan de Borb¨®n lo han puesto de manifiesto.
Hablar hoy de federalismo supone, ante todo, abordar una nueva Constituci¨®n. Por m¨¢s vueltas que le demos, la f¨®rmula federal no cabe en nuestro texto vigente. Sencillamente, es otra cosa. En el esp¨ªritu y en la letra. ?Se est¨¢ dispuesto, tan pronto, a poner fin a lo que con tanto esfuerzo constituy¨® un feliz parto llamado a perdurar? Si por ah¨ª se va, Dios nos coja confesados con lo mucho que, puestos a abrir de nuevo un proceso constituyente, puede ponerse en cuesti¨®n. Dig¨¢moslo sin rodeos. Desde la monarqu¨ªa hasta la naturaleza de un r¨¦gimen de representaci¨®n basado casi exclusivamente en los partidos pol¨ªticos. All¨¢ la responsabilidad de quienes por ese camino transiten. El Senado, la forma de integrar el Tribunal Constitucional, la utilidad de consejo econ¨®mico previsto en el art¨ªculo 13 1, la continuidad o no de los gobernadores civiles, el reforzamiento de las v¨ªas de participaci¨®n directa, las modificaciones del sistema electoral, la precisi¨®n de lo que hay que entender por autonom¨ªa de la Universidad, el dilema de la planificaci¨®n y, por poner un gratuito punto final a la interminable relaci¨®n de asuntos que podr¨ªan discutirse, hasta con qui¨¦n puede o no puede contraer matrimonio el heredero de la Corona. En una palabra, empezar de nuevo. Echar sobre el tapete todo cuanto se salv¨® por el famoso consenso. Y, claro est¨¢, hacerlo ahora con otro esp¨ªritu, mucho menos generoso. Sencillamente porque se partir¨ªa del craso error de creer que la democracia permanecer¨ªa asentada y saldr¨ªa inc¨®lume de tan peligroso evento.
Pero supone algo m¨¢s. Y es el sentido del t¨ªtulo de estas l¨ªneas. Todo ello, ?para qu¨¦? Sabido es que las grandes naciones que en su d¨ªa configuraron Estados federales (EE UU, Alemania) lo hicieron precisamente para unir, con af¨¢n integrador. Los Estados llamados federados lo que hac¨ªan es ceder partes de sus competencias, de su soberan¨ªa, justamente para crear grandes uniones que resultaron as¨ª fortalecidas. Un proceso de abajo a arriba, de integraci¨®n y no de desintegraci¨®n. En los otros supuestos en que la estructura federal no ten¨ªa m¨¢s armaz¨®n que la f¨¦rrea/ disciplina del monopolio de un partido (la antigua Uni¨®n de Rep¨²blicas Socialistas Sovi¨¦ticas o Yugoslavia, por ejemplo), el tinglado se ha venido abajo al desaparecer la configuraci¨®n totalitaria del partido.
Lo que algunos pretenden para nuestro pa¨ªs, en los momentos actuales, tiene claros visos de federalismo desintegrador. No es concebible desde arriba, desde la "indisoluble unidad de la naci¨®n espa?ola, patria com¨²n e indivisible" (art¨ªculo 2). Por eso, las competencias se transfieren del Estado a las comunidades aut¨®nomas y no al rev¨¦s. Y por eso las Cortes Generales tienen la ¨²ltima palabra en este proceso descentralizador: porque representan a un todo que es el pueblo espa?ol, indiviso, considerado como un todo y no como mero agregado de residuos o aluviones hist¨®ricos. As¨ª es. Otra cosa, claro est¨¢, es que a todos contente. Los nost¨¢lgicos de antiguos reinos y naciones, sencillamente, se han quedado en la cuneta de la historia y fuera del reclamo de la sociedad moderna.
Ortega sol¨ªa alabar el gran invento del Estado. Si se deshace, es posible llegar hasta la tribu. O hasta el cant¨®n. ?Qui¨¦n marca el l¨ªmite del proceso? Claro que, a lo peor y siguiendo tambi¨¦n a Ortega (a la postre de ¨¦l sigue viviendo todav¨ªa nuestro mediocre pensar filos¨®fico), estamos ante un problema que no tiene efectiva soluci¨®n y que ¨²nicamente es posible conllevar.
Si as¨ª fuera, se impone la invitaci¨®n a que nos conllevemos unos y otros en la nunca f¨¢cil andadura de la vida pol¨ªtica espa?ola. Quiz¨¢ apurando con generosidad y desprendimiento lo que ya hay. Pero, naturalmente, si lo que se busca es otra cosa, si bajo la demanda federal est¨¢ el deseo de la independencia, entonces el discurso y la postura deben ser bien distintos. Y unos tendr¨¢n que limitar sus aspiraciones para que todos podamos seguir viviendo en democracia. A la postre, las cl¨¢sicas cesiones del pacto social roussoniano, que part¨ªa ya del previo sacrificio para salvar el tinglado com¨²n. Y quien quiera correr el riesgo, que lo haga ¨¦l solito. Sin poner en riesgo la libertad, aquel preciado don que Don Quijote estimaba como el mejor regalo que a los hombres los cielos dieran.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.