Maastricht y las regiones
La ratificaci¨®n y consiguiente entrada en vigor del Tratado de la Uni¨®n Europea, firmado en la ciudad de Maastricht el 7 de febrero de 1992, encuentra m¨¢s dificultades de las previstas inicialmente. La negativa, bien que sea por escaso margen, en el refer¨¦ndum dan¨¦s, el resultado, esta vez positivo, del refer¨¦ndum franc¨¦s, la actitud adoptada por el Gobierno conservador del Reino Unido, condicionan el futuro del referido tratado. A pesar de ello, el Tratado de Maastricht propone por primera vez la presencia del hecho regional, de las regiones, en el texto de los tratados comunitarios; lo propone mediante la creaci¨®n del llamado Comit¨¦ de las Regiones. La Europa comunitaria, desde su constituci¨®n en el Tratado de Roma, no conten¨ªa referencia alguna al hecho regional. El t¨¦rmino regi¨®n o regiones, entendido como lo define en sus estatutos la propia Asamblea de las Regiones de Europa (ARE), es decir, "entidades pol¨ªticas de nivel inmediatamente inferior al del Estado, dotadas de determinadas competencias ejercidas por un Gobierno, el cual a su vez es responsable ante una asamblea elegida democr¨¢ticamente", no exist¨ªa.Cuando se firm¨® el Tratado de Roma, en 1957, el hecho regional antes expresado no figuraba en la estructura pol¨ªtica de los Estados que suscrib¨ªan el tratado. ¨²nicamente en la Rep¨²blica Federal de Alemania, quiz¨¢ con el fin de debilitar su potencial desarrollo, le fue impuesto un modelo federal de estructura de Estado. Sin embargo, el desarrollo de la Comunidad Europea como un todo no podr¨ªa llevarse a cabo sin la existencia de algunos instrumentos que permitieran potenciar ciertas zonas con el fin de promover un crecimiento con tendencia al equilibrio. Esa idea, original en el documento Spaak, uno de los precursores del mismo Tratado de Roma, no vio la luz hasta bien entrados los a?os setenta. Fue durante estos a?os cuando se plante¨® el objetivo de la pol¨ªtica regional, junto al de la pol¨ªtica energ¨¦tica y la del medio ambiente. El establecimiento de los fondos regionales de desarrollo para ayudar a las regiones m¨¢s desfavorecidas fue el primer paso.
La evoluci¨®n de la estructura pol¨ªtica interna de los Estados fue un hecho en los a?os setenta. Basta recordar, por ejemplo, el refer¨¦ndum franc¨¦s sobre la regionalizaci¨®n, que precipit¨® el cese del general De Gaulle. Italia, por su parte, aplic¨® y desarroll¨® la estructura regional que ten¨ªa prevista en su Constituci¨®n. Igualmente, la Constituci¨®n de mocr¨¢tica espa?ola, a trav¨¦s de su t¨ªtulo octavo, establece el Es tado de las autonom¨ªas, o sea, de las regiones y nacionalidades. Y recientemente, en la ¨²ltima sesi¨®n del Consejo Europeo de Edimburgo, uno de los hechos m¨¢s destacables fue el inicio de negociaciones con pa¨ªses como Austria, Suecia y Finlandia para su integraci¨®n en la Comunidad; el primero, con una distribuci¨®n de su territorio en l?nder, y el se gundo, trabajando de firme en el dise?o y la creaci¨®n de una estructura regional.
Hoy, pues, la aceptaci¨®n de las regiones es un hecho que desborda los planteamientos pol¨ªticos. El economista Alvin Toffler, que dif¨ªcilmente puede ser tildado de rom¨¢ntico, afirmaba respecto al hecho regional europeo que "a largo plazo habr¨¢ distintos niveles de distribuci¨®n de competencias, y el futuro de Europa vendr¨¢ determinado por Bruselas, de una parte, y el equilibrio entre los Estados-naci¨®n y las regiones, de la otra". La observaci¨®n de la realidad permite, pues, afirmar que los Estados, al tiempo que son entidades demasiado peque?as para solucionar problemas a escala continental, tampoco poseen la agilidad necesaria para resolver muchos de los problema! que afectan a la sociedad. As¨ª pues, estamos ante dos procesos opuestos.
Por un lado, la integraci¨®n de los Estados en un nuevo ente supraestatal, y, por otro, la cesi¨®n de una parte de sus competencias a entidades pol¨ªticamente m¨¢s peque?as y, por consiguiente, m¨¢s cercanas al administrado. No se trata, no obstante, de procesos contradictorios, sino complementarios, que forman parte de un mismo fen¨®meno.
Esta realidad obliga a un replanteamiento de cu¨¢l debe ser a partir de ahora la funci¨®n del Estado ante un mundo cambiante que avanza hacia la constituci¨®n de entidades superiores y m¨¢s alejadas del ciudadano, pero en el que el individuo busca asimismo la afirmaci¨®n de su identidad a trav¨¦s del hecho regional. ?sa es principalmente la funci¨®n que las regiones deben desempe?ar en esta nueva construcci¨®n de Europa. Y eso es precisamente lo que defiende la Asamblea de las Regiones de Europa cuando habla del principio de subsidiariedad, seg¨²n el cual las decisiones de cualquier tipo habr¨¢ que tomarlas desde el nivel m¨¢s pr¨®ximo posible al administrado, el nivel que mejor garantizar¨¢ una eficacia real. Bruselas no debe ceder a la tentaci¨®n de centralizar todas las decisiones, ni reglamentar uniformemente la diversidad de los Estados y regiones de Europa. Tampoco los Estados y las regiones, en su caso, deben resistirse a ceder una parte de su soberan¨ªa con el fin de que la Comunidad pueda desarrollar una acci¨®n com¨²n en el campo econ¨®mico-monetario, en el de la ciudadan¨ªa y en el de la pol¨ªtica exterior.
La regi¨®n, junto a los organismos comunitarios y a los Estados, que continuar¨¢n siendo un elemento fundamental, aunque con un papel distinto del actual, tiene una funci¨®n importante a desempe?ar en el futuro de Europa. Porque Europa no es una realidad de nuevo cu?o que aparece de repente all¨¢ por los a?os setenta. La realidad de las culturas europeas viene ya desde los siglos XV y XVI y desde la misma Edad Media.
La historia no se improvisa y, aunque en ocasiones parece que cada d¨ªa empieza de nuevo, tambi¨¦n es cierto que siempre lo hace a partir de un enlace natural, con el pasado. Y es fundamentalmente por ello por lo que la construcci¨®n de esta nueva Europa es ya irreversible.
es comisionado para actuaciones exteriores de la Generalitat de Catalu?a.
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