Relato de un t¨ªmido
Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez ten¨ªa adosado a la puerta de su casa de Barcelona a finales de los a?os sesenta un artilugio que emit¨ªa una risa sard¨®nica, burlona e insistente y que se pon¨ªa en marcha al tiempo que uno entraba en su domicilio. De pronto, aquella risa prefabricada abr¨ªa el camino para un encuentro inesperado, para una aventura preparada por un t¨ªmido que quer¨ªa, as¨ª, romper el hielo de los otros. Luego ¨¦l te recib¨ªa descalzo, con el pelo enmara?ado y con su propia risa, que es a la vez despreocupada y profunda, abierta, como la risa huidiza de un adolescente que tuviera granos. ?l hab¨ªa roto el hielo, pero no el hielo ajeno, sino el suyo.Una vez en aquel domicilio lleno de cuadros de su tierra, de s¨ªmbolos de sus fetichismos, de. amuletos y de libros, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez hac¨ªa que los intrusos se sintieran como en su propia casa y hablaba y hablaba como si de pronto fuera a volar. Miraba de frente como si riera, pero a veces daba la impresi¨®n de ver en los otros el horizonte de una playa, nada que le interesara, un muro. No era as¨ª: regresaba a veces con el calor de los pr¨®digos y te ofrec¨ªa caf¨¦, cari?o y risas, hasta que te ibas, y entonces ya no sonaba ninguna carcajada autom¨¢tica. Te pon¨ªa la mano en el hombro y parec¨ªa que all¨ª pod¨ªas volver cuando quisieras, sobre todo si estabas solo en el mundo o en Barcelona.
Cuando le dieron el Nobel, tantos a?os despu¨¦s, viajaba en un avi¨®n -un viaje ins¨®lito, ¨¦l que le tiene pavor a volar como un ni?o al que le hubieran arrebatado los zapatos en d¨ªa de lluvia y en un lugar sucio. Con su chaqueta de pata de gallo, acurrucado contra la ventanilla nocturna de un aparato atestado, aquel hombre no dec¨ªa nada hasta que se le acercaron los periodistas. Entonces sac¨® de su bigote -ya algo m¨¢s blanquecino, el bigote que luego fue suyo como el pelo ensortijado de la edad tard¨ªa- la misma risa que se o¨ªa en la grabaci¨®n autom¨¢tica de la puerta de su casa.
A todos los periodistas los desconcert¨® como si fueran ni?os, como si fueran lo! mismos gabitos ingenuos de una vez de hace muchos a?os en el mundo de las maravillas desmentidas a las que se acerc¨® como si la vida no quemara . A uno de los periodistas le tap¨® el micr¨®fono con el mismo dedo con que escribi¨® los cuentos; de la pregunta del m¨¢s rezagado se ri¨® sin piedad porque, en efecto, aquella cuesti¨®n le resultaba tina tonter¨ªa, y muchos de los presentes supusieron que aquel colombiano de Aracataca, al que Suecia hab¨ªa honrado lo indecible en el oto?o de 1982, era un hombre fatuo que viajaba por el aire, completamente ajeno a lo que dijeran los otros.
Ya en Estocolmo se visti¨® con su liqui-liqui blanco y a muchos, de nuevo, les dio la impresi¨®n de que aquel escritor honrado por la gloria acad¨¦mica ten¨ªa la cabeza ya definitivamente dominada por los gastos de la fama. Aquella actitud fue, de nuevo, su manera de poner en funcionamiento la risa de la puerta, de hacer que se: hablara de otra cosa para no estar ¨¦l mismo presente. Su forma de escapar, su ilusi¨®n ¨®ptica.
Hace unos d¨ªas, en Cuba, acosado por la funesta man¨ªa de rumorear que domina en nuestra profesi¨®n period¨ªstica, en ¨¦ste y en otros lados del mundo, hizo una reflexi¨®n de la que se ri¨® la gente: de nuevo la risa en la puerta de la calle. Dijo Garc¨ªa M¨¢rquez en el aula de cine Glauber Rocha: "Como le ocurre al cine, tal vez yo no sea m¨¢s que una ilusi¨®n ¨®ptica".
Los periodistas hab¨ªan dicho que ¨¦l abandonaba Cuba, harto de Castro, y de aquella, manera el propio Garc¨ªa M¨¢rquez desminti¨® su ausencia. Lo hizo, por otra parte, construyendo una, definici¨®n de lo que acaso es su deseo rec¨®ndito, su ansia poco explicada de desaparecer, de no estar en realidad en ninguna parte, de ser una mera ilusi¨®n ¨®ptica, el fotograma de una pel¨ªcula muda.
Los que le conocen poco le ven en las fotograf¨ªas saludando a los jefes de Estado, compartiendo aviones con los famosos del poder y de la gloria, aloj¨¢ndose en hoteles de rango, siendo parte del s¨¦quito principal de una historia que parece de plata. Y, en efecto, ese tambi¨¦n es Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, un ser doble, que a media tarde recibe el c¨¢liz de la gloria acad¨¦mica y por la noche se escabulle en el ritmo afrocubano del Caribe para celebrar que es como todo el mundo, como los que pueblan su ficci¨®n del horizonte. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez comparte con los grandes t¨ªmidos de la historia el af¨¢n de ser dos, de ocultarse detr¨¢s de otro, como dec¨ªa Borges, para ser ¨¦l mismo en alg¨²n lugar ¨ªntimo de su ser huidizo.
Sobre Garc¨ªa M¨¢rquez han ca¨ªdo, a lo largo de estos ¨²ltimos 25 a?os de fama, incesantes los diablos que habitan dentro de los t¨®picos. Como pasa con las palabras de los notorios, todo lo que dijo se puso, en el contexto que cada uno quiso, y de su piel colombiana hicieron un mapamundi lleno de flechas envenenadas, de venablos sin retorno. A veces, dice que en los. peri¨®dicos s¨®lo publicamos aquello que ya sabemos que vamos a publicar y que acudimos a ¨¦l, y a los que piensan en su terreno, con lugares preconcebidos acerca de sus respuestas a las preguntas de siempre. Queremos que diga de Cuba lo que apetece publicar de Cuba, tenemos ya preconcebido qu¨¦ va a decir de los otros, y aun as¨ª lo preguntamos, para que las palabras cuadren con los gestos que esperamos. Entonces se le enmara?a a¨²n m¨¢s el pelo, se planta con la boca ladeada de caribe sin sue?o y desde?a al que est¨¢ delante, como si ¨¦l mismo hubiera hecho la pregunta y ¨¦sta hubiera resultado una tonter¨ªa de verg¨¹enza ajena.
Claro que ¨¦l ha contribuido no poco, tantas veces, a construir esa figura, que a veces es lo ¨²nico que los dem¨¢s ven en su persona y en su nombre. Pero a base de otorgarle mayor altura a lo que se supone que a lo que es, sus cr¨ªticos, e incluso sus ex¨¦getas, se han construido un juguete en el que cada uno pulsa la tecla que quiere.
Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez siempre dijo que ¨¦l escrib¨ªa para que le quisieran m¨¢s, y entre sus vanidades no figura la de creer que ya lo escribi¨® todo, que est¨¢ habitado por la verdad, sobre la vida, la imaginaci¨®n y la pol¨ªtica, y quiz¨¢ por ello su literatura te¨®rica se reduce a un cuento -como hizo en la cumbre iberoamericana de Guadalajara- o a un simple moh¨ªn est¨¦tico. Lo que pasa es que le buscan con un micr¨®fono de lados obtusos en busca de verdades reveladas ante las que se engrifa como un cordero rabioso ante los lobos.
?l dice, y lo prueba cada vez que se le ve escribiendo, con sus dedos redondos encima de su ordenador inseparable, como un campesino que usara gafas cortadas para mirar un paisaje de vacas quietas, como las de Madariaga, que su gran terror es el papel en blanco. El otro miedo, el que le aterra m¨¢s, es el de entrar en conversaci¨®n con los otros, romper el hielo, buscar en las almohadas de la rutina, que dec¨ªa Julio Cort¨¢zar, la oportunidad de introducir alg¨²n calor umbilical en la vida com¨²n.
Para lograr esa ruptura con la nada que precede a todo gesto colectivo, el periodista Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez ha tenido que superar innumerables barreras psicol¨®gicas que provienen de un car¨¢cter retra¨ªdo, ciertamente ingenuo, que nunca le facilit¨® las cosas. Ha afirmado alguna vez que si no hubiera tenido las armas del periodismo no, hubiera podido escribir ni una l¨ªnea de sus novelas. Acaso ha sido la presencia tangible, y viscosa, de la realidad la que le ha dado la poes¨ªa que le hac¨ªa falta para romper aquella imposibilidad de hielo que tiene la p¨¢gina en blanco tanto en la norma de la escritura como en la convenci¨®n del hablar cotidiano.
Para defenderse de s¨ª mismo, pues, organiza risas en las puertas, sarao multitudinarios con los que deslumbra a los suecos y se viste de liqui-liqui para que no se hable de otra cosa. Una vez, en el Ritz de Madrid, pas¨® por delante de un grupo de amigos como si no les conociera de nunca, bromeando de lejos con el silencio que aprendi¨® de los indios. Despu¨¦s, reflexivo en su cuarto, les busc¨® por todas partes y les dejo requerimientos de amor. Como Neruda, parece que su destino fuera amar y despedirse, pero al contrario que el poeta chileno parecer¨ªa que ¨¦l a veces tuviera m¨¢s prisa en decir adi¨®s que en acogerse.
Hace poco, en Colombia, deplor¨® ante un grupo de periodistas espa?oles el hecho de que de su tierra no se dijera en los peri¨®dicos de Espa?a otra cosa que todo lo que siempre se informa alrededor del narcotr¨¢fico. Los periodistas, sus colegas, se quedaron asustados porque no esperaban un exabrupto as¨ª de intelectual coste?o: qu¨¦ se habr¨¢ cre¨ªdo, parece que dijeron, como siempre decimos los periodistas cuando la realidad no cuadra con nuestra cr¨®nica.
Una vez le preguntamos si ¨¦l encabezar¨ªa, como suger¨ªa Kierkegaard que deber¨ªa hacerse, un pelot¨®n de fusilamiento para acabar con los periodistas. "Yo no", nos dijo, "porque tendr¨ªa que empezar por suicidarme". Aquel exabrupto era su manera de ponerle risa a la puerta, de engrasar la conversaci¨®n siguiente. Pero la gente le escucha cuando habla en alto, y parece un novelista fatuo que una vez hubiera sido nimbado por una gloria que le da licencia para matar con la mirada.
Y no se dan cuenta de que el t¨ªmido de Aracataca lo que quiere es ocultarse debajo de la mesa para o¨ªr que su risa es la de otros. Pero lo ven por el mundo como si fuera un arrogante vendedor de hilos, y la gente no halla detr¨¢s de esa mara?a al muchacho que luego se oculta entre sus amigos de siempre para preguntarse si es ¨¦l u otro aquel de quien los dem¨¢s hablan como si fuera famoso. Un hombre normal que tiene la desgracia no demasiado frecuente de la fama excesiva.
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