174 kil¨®metros por la acera de sombra
Necesita una dosis de sol como otros la necesitan de televisi¨®n
Hay tan s¨®lo 174 metros entre la mesa camilla de Emilia Fern¨¢ndez-Bustamante y la salida del t¨²nel de Lagasca a El Retiro, pero ella sabe, por los bocinazos que le alcanzan en el tercer piso, que ser¨¢ tan arduo llegar all¨ª como remontar la Gran V¨ªa. Hace a?os, cuando viv¨ªa Eugenio, bajaban los dos hasta el Li¨®n para merendar, sin ni siquiera reparar en el esfuerzo, o se llegaban hasta la Gran Pe?a: Hoy ser¨ªa imposible. 174 metros, 250 pasos mas los que haya hasta un banco tranquilo y soleado. Aunque esos tambi¨¦n cuentan, cuentan menos.Ha sido adem¨¢s una noche muy larga -ha visto cumplirse todas y cada una de las horas en el reloj de la mesilla- y precisamente porque lo ha sido necesita llegar. Necesita una dosis de sol como otros la necesitan de Gerovital o televisi¨®n. Emilia tambi¨¦n, pero sobre todo, tras una noche de fr¨ªo y de insomnio como a la que ha conseguido sobrevivir, sabe que s¨®lo el sol le permitir¨¢ afrontar otra, inevitablemente igual: m¨¢s fr¨ªo, recuerdos que se van entristeciendo a medida que aumenta el dolor en los huesos, soledad y miedo hasta el punto -?tan tarde en invierno!- en que el sue?o o el alba se apiaden. O...Lo del gusto por el alba no es nuevo en Emilia, le viene de siempre. El alba, lo tiene comprobado en 82 a?os de experiencia, borra la noche y con ella el miedo, y carga el cuerpo para el d¨ªa. Lo qu¨¦ pasa es que se toma su tiempo para llegar, el alba, al tercer piso. Es un fen¨®meno curioso, que ya viene durando unos treinta a?os: todos los d¨ªas amanece un poco menos, como si estuviesen apagando el sol poco a poco, o como si su tercer piso se fuese hundiendo mil¨ªmetro a mil¨ªmetro en la tierra y al sol le costase.Emilia deja sus restos de desayuno en la mesa camilla, deja la cama sin hacer y prescinde de pasarse un cepillo por el pelo y otro por el abrigo. Detesta dejar de hacerlo, pero toda energ¨ªa le es necesaria. Apaga la televisi¨®n, que permanece encendida desde anoche, como todas las noches -desde hace unos cuantos a?os Emilia nota el silencio en su casa- y llega al vest¨ªbulo, donde respira hondo tres veces. Mira el entorno conocido, tentador, mira los retratos de la pared como pidiendo consejo, le llegan m¨¢s bocinazos de la calle, respira otra vez y abre la puerta. Se santigua. Emprende el viaje.
Baja los treinta y dos escalones de uno en uno, reuniendo un pie con el otro, pues reserva su l¨ªmite de aguante a la claustrofobia -otra novedad de los ¨²ltimos veinte a?os- para cuando tenga que subir. Tarda once minutos. Aunque ha descansado en el primer piso le tiemblan las piernas. No se detiene porque no quiere que Ulpiano la mire con esa intolerable mezcla de piedad e iron¨ªa, como pregunt¨¢ndose si hoy conseguir¨¢ regresar. O Francisca, Francisca que se permite rega?arla como si fuese una ni?a. Cuando viv¨ªa Eugenio no se habr¨ªan atrevido, piensa.
Ni aunque no hubiera vivido: Antes no se habr¨ªan atrevido. Pero ni Ulpiano ni Francisca -se niega a llamarla Paca-, se encuentran en el portal, ni tampoco en su guarida semi en penumbra, donde suena la radio. Han salido a disfrutar del atasco, que les distrae: alguien ha dejado una camioneta en doble fila en el cruce de Villanueva con Lagasca, e impide el paso de un cami¨®n de cemento, que pita con angustia de ambulancia. Otros tambi¨¦n.
Emilia comprende, pero lo que sobre todo comprende es lo que significan los brillos sobre los coches, los pitidos, el aire: Hace sol. Por primera vez en cinco d¨ªas hace un sol de febrero y le entra urgencia por llegar. No se detiene. Tuerce a la izquierda, y aunque el sol se regodea en la otra acera, Emilia no cruza, y en cambio mira a lo lejos, como un marino, para prever los obst¨¢culos. Casi no hay obst¨¢culos hasta la esquina de Conde de Aranda. All¨ª, veinte metros antes del pantano de j¨®venes intercambiables que hacen recreo frente a la Academia de COU, all¨ª hay tres coches con los guarda barros pegados: de esos que se juntan d¨¢ndose peque?os empujoncitos. Emilia mira la acera donde el sol se recrea. Re monta Conde de Aranda en busca de un paso -no quiere regresar hacia Ulpiano y ver su sonrisa de conejo- pero los coches pegados se van convirtiendo en cuatro, siete... en el d¨¦cimo se le acaban las fuerzas. Se para. Mira hacia el cielo.
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