El experimento
Como toda pedagog¨ªa, para ser efectiva, comporta una cierta simplificaci¨®n, a veces los simplificadores m¨¢s burdos aciertan con alguna imagen realmente educativa: lo malo es que ellos la desperdician con mala fe o la emplean al rev¨¦s por torpeza. Tal es el caso del dictamen (luego edulcorado) del ministro Corcuera acerca de los permisos carcelarios: son experimentos, y los tales, de acuerdo con Eugenio d'Ors, deben hacerse con gaseosa en lugar de con champa?a. Empleada al calor de los cr¨ªmenes de Alc¨¤sser, la frase es una villan¨ªa: deja entender que en manos del juez hubiera estado evitar esa matanza y silencia que el presunto criminal, buscado desde hace meses por la polic¨ªa, viv¨ªa con pasmosa normalidad en su casa, a sabiendas de toda la vecindad. El corolario del aforismo lo ha puesto otro ministro, chocantemente de Justicia, reclamando que la ¨²ltima palabra en concesi¨®n de permisos pase de los jueces a las propias instituciones penitenciarias y dando a entender que as¨ª habr¨ªa menos permisos y, por tanto, menos cr¨ªmenes. Desde luego, nada deshonra tanto a un Gobierno m¨ªnimamente progresista como este despliegue de ostent¨®rea firmeza contra garant¨ªas que son la definici¨®n y el prestigio de un Estado de derecho, mientras da muestras reiteradas de comprensiva benevolencia ante las corrupciones que lo desmienten. Pese a todo, la imagen del experimento aportada por Corcuera es un hallazgo v¨¢lido. Quisiera tom¨¢rsela prestada en un sentido en parte similar y, sin embargo, radicalmente opuesto al pretendido por ¨¦l.?Cu¨¢l es el contenido m¨¢s hondo, no ya de las sociedades democr¨¢ticas realmente existentes, sino de la civilizaci¨®n democr¨¢tica, cuyo ideal se abre lentamente paso a escala planetaria? En las sociedades previas, el individuo fue siempre s¨®lo un factor m¨¢s de la conducta social: cuando ¨¦sta es desaprobada, el agente de ella puede ser suprimido sin escr¨²pulo. En la civilizaci¨®n democr¨¢tica, el destino del individuo est¨¢ por encima de su conducta social. Ciertos comportamientos, desde luego, deben ser prohibidos, impedidos o castigados: suprimidos en la medida de lo posible. Pero ning¨²n sujeto individual debe ser inconstitucionalmente suprimido. Este respeto constituye la clave de la soberan¨ªa personal de todos y cada uno, es decir, el reconocimiento de su dignidad democr¨¢tica. Por eso creo que la pena de muerte, pese a estar a¨²n vigente en algunas grandes democracias (y en nuestro pa¨ªs, aunque dentro de un muy restrictivo supuesto), es esencialmente incompatible con la civilizaci¨®n democr¨¢tica de la que hablo. La definici¨®n m¨¢s hermosa de Europa que conozco no es geogr¨¢fica, ni estrictamente cultural o pol¨ªtica: la brind¨® Jean Pierre Faye al decir que "Europa es all¨ª donde no hay pena de muerte". Me gustar¨ªa que la palabra democracia sustituyera (?o acompa?ara!) en esa frase a Europa.
Ahora bien, la supresi¨®n de la pena de muerte -d¨¦mosla por aceptada mayoritariamente- presenta implicaciones que no todo el mundo percibe como necesarias. Para empezar, grandes gastos. Y despu¨¦s, ciertos riesgos. Cortar la mano derecha al que roba una cartera, azotar p¨²blicamente al prevaricador, castrar al violador (quir¨²rgicamente o con dos piedras) y, sobre todo, decapitar al homicida (o al traidor, o al traficante ... ) son barbaridades contra la integridad vital del sujeto, pero barbaridades baratas. Privarle de libertad durante cierto periodo de tiempo con garant¨ªas civilizadas para su vida es mucho m¨¢s caro. En contra de lo que a veces dice un utilitarismo superficial y en el fondo predemocr¨¢tico (seg¨²n el cual siempre es responsable la sociedad y nunca el individuo, lo cual es otra forma de que la conducta social fagocite al sujeto), la funci¨®n de la privaci¨®n de libertad no es solamente la rehabilitaci¨®n o reinserci¨®n social del penado. Tambi¨¦n hay una retribuci¨®n punitiva por su delito, pues se le reconoce como libre. La reinserci¨®n, en ¨²ltimo t¨¦rmino,, no puede ser un automatismo de la cibern¨¦tica carcelaria, sino una opci¨®n del sujeto que implica su aquiescencia y, por tanto, permite su rechazo. Pero para que este juego sea limpio son imprescindibles dos condiciones. Primera, que el castigo retributivo sea la privaci¨®n de libertad acordada por las leyes y decidida por el juez, y nada m¨¢s (no los malos tratos, el hacinamiento inmundo, el peligro del sida, la sumisi¨®n a mafias carcelarias, etc¨¦tera); segunda, para que el castigo no sea venganza b¨¢rbara deben brindarse los medios de la rehabilitaci¨®n civil, laborales, educativos, etc¨¦tera, tanto dentro de la propia prisi¨®n como, m¨¢s tarde, en la acogida social del ex recluso que desee aprovecharlos.
Muchos gastos, pues: hay que invertir m¨¢s en nuevas c¨¢rceles para descongestionar las actuales y tambi¨¦n asumir que pueden hac¨¦rnoslas cerca de casa, aunque no sea plato de gusto para nadie; formar m¨¢s personal especializado en instituciones penitenciarias, psic¨®logos, educadores; aumentar los medios de los juzgados para que se reduzcan al m¨ªnimo las escandalosamente prolongadas prisiones preventivas, etc¨¦tera. Pero tambi¨¦n existen riesgos, como siempre que se decide respetar las libertades y reconocer los derechos, es decir: vivir civilizadamente. Los permiisos carcelarios (que cuentan con la animadversi¨®n de la prensa reaccionaria y de ETA, de modo que algo bueno deben de tener) son indispensables de doble manera: impiden que el ciudadano que padece la pena quede definitivamente segregado del contexto comunitario, de modo que resulte casi imposible su posterior regreso normal a ¨¦l, y ofrecen a los funcionarios de prisiones un aliciente para estimular la buena conducta m¨¢s constructivo que la amenaza de las celdas de aislamiento. Es cierto que una minor¨ªa de reclusos aprovecha los permisos para cometer delitos, a veces muy graves: ni el juez m¨¢s escrupuloso y mejor asesorado puede preverlo de antemano en todos los casos, pues tratan con seres humanos dotados de iniciativa propia, y no con aut¨®matas programados para el mal o para el bien. Bloquear los permisos para evitar los delitos que a veces se cometen en ellos ser¨ªa tan tir¨¢nico como suprimir los fines de semana porque suele aumentar el n¨²mero de accidentes.
Raz¨®n tiene Corcuera: la civilizaci¨®n democr¨¢tica es un ex perimento, y realizado con el champa?a de nuestras vidas, y no con la gaseosa de las teor¨ªas. Creo que hay que decirlo as¨ª p¨²blicamente, para comprometer a la gente con los gastos y riesgos de las libertades de que gozan (y con la dignidad humana que representan) en lugar de fomentar la tendencia hist¨¦rica al garrotazo y tentetieso del m¨¢s cazalloso clamor popular. Para m¨ª, lo m¨¢s alarmante desde el punto de vista legal de los sucesos de Alc¨¤sser ha sido la declaraci¨®n del hermano del su puesto asesino, que cont¨® c¨®mo la polic¨ªa le hab¨ªa pasado una bolsa de pl¨¢stico por la cabeza en el interrogatorio y le hab¨ªa pegado reiteradamente. Que yo sepa, ning¨²n fiscal se ha interesado en investigar esos supuestos malos tratos, ni los medios de comunicaci¨®n, tan prolijos en el morbo m¨¢s rastrero, se han preguntado por la suerte que corri¨® en las dependencias policiales este disminuido ps¨ªquico. As¨ª se fomenta el desd¨¦n por las garant¨ªas que tenemos para magnificar s¨®lo sus zozobras. Este experimento que vivimos produce a veces amargas l¨¢grimas, es cierto, y de ellas he mos tenido buena raci¨®n televisiva estos d¨ªas. Suprimirlo pro ducir¨ªa otras l¨¢grimas, a mi juicio m¨¢s atroces, como aquellas de la pesadilla de Bertrand Russell. So?¨® el fil¨®sofo que estaba sobre un alto acantilado, viendo c¨®mo una muchedumbre fervorosa arrojaba por el precipicio uno a uno a numerosos condenados, tras leer en voz alta sus cr¨ªmenes. Todo el mundo mostraba gran alborozo, salvo una ni?a, que lloraba un poco retirada. El so?ador crey¨® ver en ella un alma sensible en tre tantos b¨¢rbaros, y le pregunt¨®: "?Est¨¢s triste?"'. Y la peque?a solloz¨®: "S¨ª, porque no me han querido dar programa".
es catedr¨¢tico de ?tica en la Universidad del Pa¨ªs Vasco.
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