Un conflicto permanente
Un blanco y un negro cuentan sus guerras cotidianas en el pa¨ªs del 'apartheid'
La guerra del hombre blanco All¨ª donde el Estado Libre de Orange toca la frontera de Lesotho, junto al r¨ªo Caled¨®n, al pie de las monta?as Maluti, los crep¨²sculos son espectaculares. Pero para los granjeros blancos de la frontera como Ron Stevens, el crep¨²sculo no es el momento adecuado para relajarse. Terroristas negros han invadido la regi¨®n, y a la ca¨ªda del sol hay que prepararse contra el enemigo.
La familia de Stevens ha trabajado en la frontera de Lesothe, durante m¨¢s de cien a?os. Ron naci¨® en la granja donde ahora vive con su esposa, Toni, sus hijos Ralph, de 24 a?os, Paul, de 23, Terry, de 17, y su hija Ruth. Hace dos meses, durante la filesta en la que esta ¨²ltima celebraba su 21 cumplea?os, lleg¨® la noticia de un sangriento ataque a una granja vecina.
Incidentes m¨²ltiples
?ste era el segundo ataque a una granja y el sexto incidente ocurrido durante los ¨²ltimos tres meses atribuido a miembros del denominado Ej¨¦rcito de Liberaci¨®n del Pueblo de Azania, la proscrita ala militar del Congreso Panafricanista, que aspira a conquistar el poder para los negros. Estos ataques coinciden con atentados contra blancos en la zona este de El Cabo, junto al homeland negro de Transkei, de los que tambi¨¦n se ha responsabilizado el Ej¨¦rcito de Liberaci¨®n."No podemos permitirnos correr riesgos", dice Stevens, "cuando tenemos que pensar en nuestras familias". Por consiguiente, los granjeros se est¨¢n atrincherando en sus propiedades, convirti¨¦ndolas en peque?as fortalezas.
Stevens ha instalado una verja electrificada de dos metros de altura en torno a su casa; al tocarla, suelta una descarga de 8.000 voltios. "No ser¨¢ mortal", afirma, "pero dar¨¢ un buen chispazo y una sacudida considerable". Por la noche, ¨¦l y su hijo Ralph tienen a mano armas de fuego. Un agresivo mast¨ªn recorre el patio de la casa durante la noche, y, dentro de ella, un musculoso perro Rottweiler guarda la puerta.
La ¨²ltima l¨ªnea de defensa es Ollie, un joven y robusto polic¨ªa especialmente entrenado en m¨¦todos antiterroristas. Extremistas blancos amenaza ron con. tomarse la justicia por su mano y dar caza a las guerrillas negras que, seg¨²n se cree, acechan al otro lado de la frontera de Lesotho. "Nos sentimos m¨¢s seguros sabiendo que Ollie est¨¢ aqu¨ª" ' dice Stevens. "No puedes trabajar todo el d¨ªa y quedarte despierto por la noche".
Los granjeros de la frontera tienen diversas convicciones pol¨ªticas, que van desde la moderaci¨®n de Stevens hasta la pertenencia al Movimiento de Resistencia Afrikaner, neonazi, que se prepara abiertamente para una guerra sin cuartel contra los negros. En r¨¦plica al lema del Ej¨¦rcito de Liberaci¨®n de Azania "Una bala, un colono", alguien ha garrapateado un nuevo llamamiento en un puente del cercano Clocolan: "Un colono, un taxi". El significado es ominoso y real. En al menos dos supuestos contraataques, veh¨ªculos en marcha han tiroteado taxis de negros.
Stevens no cree que los terroristas del Ej¨¦rcito de Azania se oculten realmente en Lesotho. Mantiene buenas relaciones con sus vecinos negros del otro lado de la frontera; comparten los mismos problemas de sequ¨ªa y crisis econ¨®mica. El amistoso jefe de Lesotho incluso le pasa avisos sobre propiedades robadas de su granja. Pero existe una aterradora diferencia entre las preocupaciones por los robos ocasionales y el temor al terrorismo: "A veces me despierto en la silenciosa oscuridad de la noche y me pregunto si no habr¨¢ alguien a punto de entrar por la ventana", declara Stevens.
La guerra del hombre negro
La casa de ensue?o que Roy Mpungose se constru¨ªa en Bhekulwandla, a 20 kil¨®metros al sur de Durban, es una ruina de cemento y ladrillos. Los tabiques interiores se han derrumbado. El ¨²nico miembro de la familia Mpungose que que da en la aldea desierta es Vusi. Est¨¢ enterrado en una tumba sin l¨¢pida, se?alada ¨²nicamente por un anillo de rocas que ya est¨¢n cubiertas por la maleza que empieza a devorar las ruinas ' . Vusi result¨® asesinado en 1990, cuando lleg¨® el amabutho, la pandilla de j¨®venes militantes radicales zul¨²es. Apenas hab¨ªa cumplido 14 anos.
" ?Cu¨¢ndo aprenderemos que los asesinatos tienen que terminarse?.",se pregunta Mpungose, que tiene 38 a?os Su exclamaci¨®n refleja la angustia de los zul¨²es surafricanos, atrapa dos en un terrible conflicto que enfrenta a clan contra clan, a familia contra familia y al hermano contra el hermano en un ba?o de sangre incesante.
Desde 1984, la provincia de Natal, salpicada de los territorios dispersos del homeland zul¨², ha sido arrasada por los odios pol¨ªticos entre negros, que han causado m¨¢s de mil muertes anuales, aunque en 1992 los asesinatos fueron al menos 2.500. Muchos de los asesinatos se producen a causa de los enfrentamientos entre el tradicionalismo del Inkhata zul¨² y el ANC, socialista. Entre los zul¨²es, casi nadie ha quedado intacto.
Mpungose naci¨® en una aldea zul¨² en el sur de Natal, donde su padre era un fiel adepto a la tradici¨®n zul¨². Se cas¨® con una hermosa muchacha del lugar y empez¨® a crear una familia mientras trabajaba en una f¨¢brica de alfombras en las afueras de la ciudad de D¨²rban. Se compr¨® un coche, se traslad¨® a una vivienda provisional en Bhekulwanla y entonces, comenz¨® por fin a construirse su casa de ladrillo.
A mediados de los a?os ochenta, cuando los j¨®venes zul¨²es comenzaron a apartarse de la ¨¦tica tribal y a aproximarse a la pol¨ªtica radical del ANC, Mpungose pidi¨® a los mayores que se adaptaran a los j¨®venes en lugar de castigarles.
Mpungose fue amenazado por j¨®venes fan¨¢ticos del Inkhata, y sus dos hijos mayores, NhIandla y Vusi, sufrieron una paliza. Incendiaron su coche.
Despu¨¦s lleg¨® el amabuthu. "Eran muchos", recuerda. "Nos dispararon y ahuyentaron a los vecinos. Cuando pens¨¢bamos que se hab¨ªan marchado, dispararon una sola vez desde detr¨¢s de la casa e hirieron a Vusi. Muri¨® antes de que pudi¨¦ramos llegar al hospital m¨¢s cercano".
En el funeral de Vusi, a la semana siguiente, los partidarios del Inkhata insultaron abiertamente a la familia y dispararon al aire, mientras que los polic¨ªas y los soldados zul¨²es y surafricanos miraban sin intervenir. Mpungose se march¨® con su familia a otro pueblo m¨¢s al norte. El a?o pasado, mientras trabajaba en el turno de noche, lleg¨® una banda a su casa, ech¨® de la vivienda a su mujer y a sus hijos, la saque¨® y la incendi¨®.
Comunidad m¨¢s segura
Mpungose vive ahora con su hermano pol¨ªtico, que est¨¢ desempleado, en Unigababa, una comunidad cercana que simpatiza con el ANC y m¨¢s segura, espera, que su antiguo hogar. Mpungose y NhIandla, de 18 a?os, se han afiliado al ANC. La familia se ha vuelto irreversiblemente hostil al antiguo sistema tribal del Inkatha. "Los jefes se niegan a desprenderse de su poder tradicional y se han convertido en se?ores de la guerra" asegura Mpungose. "El Congreso Nacional Africano es una organizaci¨®n de gente corriente".A pesar de todo lo que le ha ocurrido, Roy Mpungose cree que los negros surafricanos est¨¢n avanzando hacia la reconciliaci¨®n. Tambi¨¦n est¨¢ decidido a volver a vivir alg¨²n d¨ªa en su casa de ladrillos que qued¨® a medio construir en Bhekulwandla. "Soy un zul¨². Soy un hombre", afirma Mpungoge. "Volver¨¦".
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