La necesidad de Albert Camus
Albert Camus fue para todos nosotros el ¨¢rbol ca¨ªdo mientras estaba de pie. Ca¨ªdo brutalmente, de un mazazo cuya eficacia impidi¨® incluso la agon¨ªa y, por tanto, la memoria de su dolor. La eficacia atroz de la muerte. Acaso por eso su figura resurge ante nosotros cada vez que en nuestro entorno se advierte la falta de un personaje como aquel, insobornable y joven, plet¨®rico a¨²n y, por tanto, carente de otra ambici¨®n que la de cumplir con el ideal, entonces revolucionario, de ser en s¨ª mismo, de ser aut¨¦ntico.Su muerte prematura se produjo en un accidente que todos llamaron absurdo porque ese era el adjetivo que defin¨ªa mejor la sensaci¨®n que hab¨ªa dejado en la boca de los europeos la oscura tragedia de las dos guerras sucias m¨¢s recientes: la mundial y la espa?ola. A estos dos terribles absurdos b¨¦licos se hab¨ªa enfrentado Albert Camus con la estatura de su condici¨®n humana, expuesta adem¨¢s a una tercera contingencia: la de su procedencia argelina.
Entonces todo era absurdo, como la piedra de S¨ªsifo, como el muro de Berl¨ªn o como la imposici¨®n viscosa de los tres principales estalinismos, el de la derecha, el de la izquierda y el de la hipocres¨ªa. En aquel clima ten¨ªa que haber nacido La n¨¢usea, y nacieron La peste y El extranjero, y previendo aquel clima, como un profeta, se extingui¨® Miguel de Unamuno. Los hombres val¨ªan las palabras que ten¨ªan en las manos, y ante la desolaci¨®n de la historia -la ruptura de la armon¨ªa del d¨ªa de la que hablaba el extranjero en la playa de Argel-, el compromiso era con la autenticidad de cada uno, el testimonio personal de ira y de disentimiento.
Aquellas pedradas contra el cielo llegaban a Espa?a acalladas por el tiempo gris de la posguerra. Todo ocurr¨ªa a puerta cerrada, como en la c¨¦lebre obra de Jean-Paul Sartre, pero por las rendijas de aire viciado de entonces se colaron en Espa?a aquellos ejemplos extranjeros que en un momento de la conciencia extraviada de la ¨¦poca se mezclaron en nuestros carteles mentales con las efigies, ahora descoloridas, del Che Guevara.
Eran tiempos de ilusi¨®n y literatura. Nadie ignoraba que Albert Camus hab¨ªa muerto, e incluso exist¨ªan biograf¨ªas en las que los detalles absurdos de aquella desaparici¨®n violenta aparec¨ªan con toda la parsimonia de lo inevitable. Y nadie dud¨® luego de que el Che Guevara se constitu¨ªa en el en¨¦simo muerto de los muertos de nuestra adolescencia. No quedaba ni Dios, lo asesinaron, como hubiera dicho Blas de Otero, otro muerto preclaro de mucho m¨¢s tarde.
Nadie ignoraba la muerte, pero todos esperaban la resurrecci¨®n. ?Resurrecci¨®n de qu¨¦? Acaso de aquella capacidad individual para decir que no, que parec¨ªa que estaba a¨²n en manos de locos, de aventureros o de seres elegidos para conducir una nueva revoluci¨®n ¨¦tica en un mundo cansado de verse a s¨ª mismo tal como era, con su mezquindad y su delirio.
Hoy se sabe que el mundo no guard¨® la misma estimaci¨®n por Sartre que por Camus o Guevara, quiz¨¢ porque ¨¦stos murieron antes de que empezaran a romperse por las puntas, como los posters, aquellas ideas de nuestra adolescencia, cuando el martillo obstinado de la realidad empez¨® a dejar obsoleta -por ponerlo como ejemplo- la contumacia revolucionaria del autor de Los caminos de la libertad.
Quiz¨¢ de Sartre se deplor¨®, en primer lugar, su car¨¢cter de veleta almibarado, enamorado ahora y ahora no de la revoluci¨®n cubana y luego instalado en las mesas petitorias de los falsos reg¨ªmenes revolucionarios de algunos y muy distantes pa¨ªses asi¨¢ticos, y en segundo lugar, lo que ya fue el colmo del desenga?o, se deplor¨® de Sartre que fuera mejor escritor que revolucionario, m¨¢s constante y m¨¢s consistente.
No nos quedaba nada. No nos quedaba ni la palabra, por volver a Blas de Otero. Adem¨¢s, ten¨ªamos que buscar empleo, transigir, guardar los adoquines de Mayo del 68 debajo de la almohada de alcanfor comprada con nuestros primeros sueldos, con nuestras primeras trangresiones. Poco a poco, la revoluci¨®n fue un pin deste?ido en la solapa, un imperdible hecho de zapatos viejos sobre una camisa deste?ida de franela, debajo de una chaqueta que fue alguna vez tambi¨¦n sobaco de los ¨²ltimos peri¨®dicos de los d¨ªas de la revoluci¨®n.
Lo que ha construido este medio siglo sobre nuestros hombros ha sido la constancia de la edad, como una forma de la muerte o, por decirlo m¨¢s violentamente, del asesinato de las ideas o de los ideales que sustentaron nuestra primera mirada en el espejo. La edad como un inmenso basurero en el que se hayan ido almacenando las Voluntades perdidas. Siempre que, se van los trenes, los hombres miramos hacia las estatuas que quedan en la estaci¨®n, mirando hacia la nada como si nunca hubiera habido tr¨¢fico sobre esos ra¨ªles. Cuando nos fijamos en seres nobles que murieron pronto, como Albert Camus, estamos en realidad tratando de restaurar nuestra edad, buscando en la imposible transigencia del pasado una mano con la que seguir andando por ese tr¨¢fico sin vuelta que es nuestro definitivo viaje de ?da.
Acaso la ilusi¨®n del regreso no es vana, y esta invitaci¨®n a regresar a Camus, por la v¨ªa de su propia rabia y de la nostalgia propiamente dicha, nos alivie del vac¨ªo que parece ser, por otra parte, el lado esencial de su obra, su mejor pregunta y a la vez la respuesta m¨¢s inquietante.
Contra el absurdo de saber que la vida ha chocado contra el ¨¢rbol imprudente de la edad y de la despedida de toda ilusi¨®n cabe a¨²n el absurdo de pensar que en alg¨²n resquicio de esa literatura olvidada guarda el hombre la parte final de su esperanza.
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