Eugenia sin t¨ªtulo
Fue m¨¢s real que nunca cuando se ocup¨® s¨®lo de sombras imperiales. En Farnborough era la due?a de dos despojos mayores: el cuerpo de Luis Napole¨®n, vencido por los placeres y en la ¨²ltima guerra, derrota tambi¨¦n ¨²nica, y el de su hijo, un malogrado Napole¨®n IV muerto en una batalla que no era suya. (?Pero hay alguna batalla que no sea de un Bonaparte, aunque ¨¦ste no tenga corona?). En Escocia, en el sur de Francia o en Espa?a, Liria y Las Due?as, Eugenia fue sabiendo que el tiempo no pasa sino con el tiempo; consigui¨® as¨ª que su amargura por el abatimiento de las ¨¢guilas y su n¨¢usea ante las tradiciones (la de Thiers mayormente) trocasen sus ¨¢cidos colores por otros m¨¢s serenos, los de una irresta?able y magn¨¢nima tristeza. Desde la muerte del emperador, no interrumpi¨® jam¨¢s los duelos de la viudedad; sus blancos y sus joyas adornaban, en cambio, ¨²nicamente a sus sobrinas Alba y a su ahijada, la princesa Ena, luego su majestad la reina Victoria Eugenia de Espa?a.Para la corte de las Tuller¨ªas, tan esmaltada con personajes nuevos y bastante dudosos, fue siempre "la espa?ola", "la se?orita de Montijo". Se?orita, desde luego, pues como tal quiso llegar al t¨¢lamo, y Montijo tambi¨¦n, aunque su t¨ªtulo espa?ol fue Teba, condado de Castilla del tronco de una grandeza de Espa?a. El segundo Bonaparte no ten¨ªa otros cuarteles de nobleza que las victorias de su t¨ªo y las que ¨¦l mismo iba acumulando. No se cuestion¨® su sangre, pero s¨ª que fuese la de su padre legal, Luis, rey de Holanda. En Peque?eces, del padre Coloma S. J. (acad¨¦mico de la Espa?ola en el mismo sill¨®n que yo ahora ocupo), un caracter¨ªstico, pariente de Eugenia, se refiere siempre a Napole¨®n como a "mi sobrino de Par¨ªs, el conde de Teba". Tan divertida espa?olizaci¨®n del franc¨¦s imperial resulta reduplicativamente pol¨ªtica, ya que la criatura de Coloma anda en trances de legitimismo borb¨®nico espa?ol contra el rey Amadeo.
Si Eugenia no hubiese sido hija de afrancesado y heroica y rom¨¢ntica por naturaleza y ¨¦poca y bonap¨¢rtida por matrimonio, acaso hubiese oficiado en su frecuencia de los salones parisienses de legitimista francesa. Orleanista desde luego no lo fue, ya que el segundo imperio pag¨® las maquinaciones de Luis Felipe, y como espa?ola conoc¨ªa la culposa y reaccionaria intriga de Montpensier por arramplar con el trono de Espa?a. La que aprendi¨® a leer sobre las rodillas del se?or Beyle, esto es, Stendhal; la que escogi¨® entre sus otros muchos el apellido Guzm¨¢n por reverencia a su remoto antepasado El Bueno; la sobrina del t¨ªo Pedro del mot¨ªn de Aranjuez en contra de los desmanes de Godoy y al servicio inevitable del pr¨ªncipe de Asturias, tan fel¨®n entonces como lo fue luego al convertirse en Fernando VII, ten¨ªa que ser una mezcla desconcertante de legitimidad arriesgada y de ardores de aventura.
Fue pasajero el reconocimiento de unos y otros del valor que prob¨® en el atentado de la ¨®pera y del que empe?¨® en conseguir se mitigasen las penas que un tribunal de Par¨ªs impuso a Baudelaire por la ruptura andariega de Las flores del mal. Su impulso a Suez, cuyo art¨ªfice, Fernando de Lesseps, era su t¨ªo (y no su novio imposible, como quiso el anacronismo de Hollywood en Suez, con Loretta Young, Tyrone Power y Anabella); su apoyo a Haussmann, merecedor para el emperador y para ella de un piropo constructivo de Walter Benjamin en la Obra de los pasajes, hicieron "la revoluci¨®n urbana de la piedra", esto es, la Francia monumental moderna. Su contribuci¨®n en tanto primer modelo del imperio, sobre todo durante la Exposici¨®n Universal, de tejidos y afines nacionales. Que Luis Napole¨®n no traicionara nunca en su tortuosa pol¨ªtica el principio del sufragio universal. Todas estas razones y algunas otras est¨¢n a la base de la reivindicaci¨®n que historiadores y pol¨ªticos, con Fran?ois Mitterrand a la cabeza, han emprendido de este periodo y de la pareja protagonista.
Las maledicencias de los hermanos Goncourt en sus diarios univitelinos explican lo oscuro de lo claro. Contertulios, como Flaubert, de la princesa Matilde reflejan el resentimiento de esta bonap¨¢rtida por la emperatriz. La hija de Jer¨®nimo segu¨ªa enamorada de su primo Luis, al que lo que quedaba de la familia despu¨¦s de Waterloo tild¨® de aventurero sin fortuna. Los intelectuales mundanos, que desde luego son legi¨®n, y algunos importantes, suelen afincar su compromiso alternativo, sucesivo, medio compromiso y compromiso y medio con quienes les dan bien de merendar.
Stendhal escrib¨ªa a una Eugenia jovenc¨ªsima como a una persona mayor: cartas muy largas y reflexivas. Merim¨¦e se carteaba con la madre, do?a Mar¨ªa Manuela, "que en los casamientos tiene mucha escuela", sobre la edici¨®n que debiera hacer Sancha de las obras de Lope de Vega o acerca de aquella historia que le cont¨® la condesa y que convirti¨® en su ejemplar Carmen. Del brazo de esta condesa conoci¨® la Alhambra W. Irving, y en M¨¢laga, por haber visto representar a Quintana, vibra de entusiasmo el primer historiador de la literatura espa?ola que fue el americano Ticknor. El atolondramiento social de Eugenia tiene como fuente la limpidez de su conciencia, que la hace exclamar al hablar de Voltaire: "Nunca le perdonar¨¦ haberme hecho comprender cosas que no comprender¨¦ jam¨¢s".
Se ha escrito demasiado sobre Eugenia y se le ha estudiado poco, someramente. Su destino fue mantener gestos simb¨®licos. Rafael S¨¢nchez Mazas ironiza galante sobre el "vaiv¨¦n a que la han sometido las biograf¨ªas noveladas, las calumnias del cine y las canciones de variet¨¦s ". Textos fundamentales siguen siendo las conversaciones de M. Pal¨¦ologne (1938); las cartas familiares publicadas por el duque de Alba (1935); una generalidad de gran estilo, la de O. Aubry (1931) y una evocaci¨®n tan breve como llena de talento, de Jean Cocteau (1952); entre los t¨ªtulos recientes, el de Smith y el de Autin son serios y meritorios. No se ha escrito el gran libro debidamente ilustrado. Quien tenga la fortuna de hacerlo, no deber¨¢ olvidar la novelita de Napole¨®n I, que Leonardo Sciascia estim¨® tanto, en la que el h¨¦roe, un militar de fatal destino, se enamora con todo su coraz¨®n de una mujer que se llama precisamente Eugenia. El militar, cuyo apellido es Clisson, "hab¨ªa nacido para la guerra"; y esta Eugenia "deber¨ªa encender en el coraz¨®n de uno s¨®lo una fuerte pasi¨®n digna de los h¨¦roes". El texto de Napole¨®n el Grande es casi cas¨¢ndrico, y Stendahl lo celebr¨® sin tapujos.
Clemenceau supo alentar con discreci¨®n a la emperatriz destronada en su generosidad econ¨®mica y sus gestiones pol¨ªticas a favor de Francia cuando la primera contienda mundial. Nadie ha indagado la desesperaci¨®n mal disimulada de su viaje, sola y con pretextos triviales, a Venecia en 1869, un a?o antes del desastre. Finaliza septiembre. La Gaceta de Venecia se deshace en cumplidos ante el desplazamiento anunciado de Eugenia. Y los cumplidos quieren ser eficaces: van contra el rey de Prusia. Las potencias han renovado sus embajadores en San Petersburgo. Las contradicciones entre un viaje oficialmente privado y el desarrollo del mismo son palmarias. El protocolo con que se recibe a la emperatriz es el mismo que Venecia ofreci¨® a un sobrino del rey de Francia peregrino hacia el Santo Sepulcro en 1398. Eugenia duerme en el barco imperial, pero el llamado palacio real veneciano est¨¢ iluminado incluso de noche, y all¨ª se encuentra con V¨ªctor Manuel. Oye una misa en San Marcos, que oficia el patriarca, y los gondoleros mezclan melod¨ªas francesas e italianas en serenatas nocturnas. La prueba contundente de las intenciones pol¨ªticas de estas jornadas en Venecia es que al d¨ªa siguiente de abandonar Eugenia la ciudad lagunar llega a ella Federico Guillermo, pr¨ªncipe heredero de Prusia.
Don Jos¨¦ Ortega y Gasset escribe en El Sol la necrolog¨ªa en 1920. Siete meses antes ha publicado la de Gald¨®s, en la cual toma distancia de la poca estima que hombres importantes de su tiempo demostraron al que Ortega llama en estas l¨ªneas "pr¨ªncipe alto y peregrino". Sobre Eugenia no ahorra encomios: "El pueblo franc¨¦s pertenece a la historia sentimental de un coraz¨®n espa?ol". Y tambi¨¦n: "Lo importante no es que Eugenia de Montijo fuera emperatriz, sino que una emperatriz fuera Eugenia de Mont?jo". El piropo cobra formulaci¨®n de altos vuelos: "Cre¨® nuevas maneras de alegr¨ªa". Y sobre todo: "Como espa?oles no podemos olvidar que Eugenia de Montijo y Mariano Fortuny han sido las dos ¨²ltimas victorias de Espa?a sobre Europa".
es duque de Alba.
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