Contra la tortura, contra la impunidad
INFLIGIR UN da?o o dolor grandes a las personas que est¨¢n bajo su custodia, para obtener informaci¨®n (lo que el diccionario define como tortura) es una pr¨¢ctica a la que recurren, en mayor o menor medida, las polic¨ªas de no pocos Estados. Pero la marca que distingue a los democr¨¢ticos de los que no lo son es que en los primeros tales pr¨¢cticas pueden ser investigadas por tribunales independientes, y castigados los culpables. La confirmaci¨®n por el Tribunal Supremo de las condenas por torturas en el llamado caso Linaza muestra, por una parte, la pervivencia de esa pr¨¢ctica en periodo democr¨¢tico -el caso tuvo su origen en 1981- y, por otra, que los torturadores no disfrutan ya de impunidad. El largo pulso mantenido desde entonces entre sectores del aparato del Estado y el Poder Judicial indica la dificultad de conseguir lo segundo.Ahora mismo, un episodio de esa batalla no concluida es esclarecer si hubo o no torturas contra el presunto liberado de ETA Juan Ram¨®n Rojo, en cuyo testimonio se basa la solicitud de extradici¨®n a B¨¦lgica de dos presuntos etarras, y si el Gobierno espa?ol las ocult¨® o no al correspondiente organismo de la ONU. El ministro de Justicia, Juan Alberto Belloch, se ha mostrado favorable a que el fiscal general del Estado abra una investigaci¨®n al respecto. Pero lo que procede, aparte de la buena disposici¨®n del ministro, es que el fiscal general se ponga a ello cuanto antes y que el asunto no quede envuelto en la sospecha.
Es una cuesti¨®n de principio, pero tambi¨¦n un criterio de eficacia del Estado democr¨¢tico, plantear la batalla contra el terrorismo en un marco de escrupuloso respeto a sus normas legales y morales. Esc¨¢ndalos como el del caso Linaza han obstaculizado durante a?os las extradiciones de activistas solicitadas por Espa?a, y esa sospecha sigue invoc¨¢ndose todav¨ªa hoy para justificar la petici¨®n de asilo pol¨ªtico, por m¨¢s que sea absurdo que cualquier pa¨ªs democr¨¢tico la tome en consideraci¨®n: en Espa?a nadie es perseguido por sus ideas pol¨ªticas.
Pero las dificultades de la lucha contra la tortura son de tal naturaleza -de car¨¢cter probatorio, pero tambi¨¦n de benevolencia institucional y de indiferencia social- que en ocasiones los ¨®rganos del Estado encargados de erradicarla fracasar¨ªan en su tarea de no estar representados por personas de profundas convicciones democr¨¢ticas e imbuidas de un fuerte sentido del deber. El elogio que el Tribunal Supremo hace de la juez instructora del caso Linaza, Elisabeth Huerta -destaca "su probado celo y constancia" para enfrentarse a "toda clase de obst¨¢culos"-, es un reconocimiento de que esa persona, v¨ªctima en su d¨ªa de una insidiosa campa?a por parte de sectores que confunden la dignidad del Estado con la impunidad de sus servidores, encarnaba la legitimidad del Estado democr¨¢tico de derecho. De la misma manera que la encam¨® la sala de la Audiencia de Bilbao que dict¨® la sentencia condenatoria que ahora acaba de confirmar el Supremo en todos sus extremos.
Del cierre judicial del caso Linaza deber¨ªan sacarse al menos dos lecciones: una, que el planteamiento de la lucha antiterrorista como una especie de duelo en el que debe vencer el m¨¢s fuerte (en el caso Linaza, el Ejecutivo frente al Judicial) es suicida para la convivencia y el Estado democr¨¢tico, y que, por tanto, tiene que ser desterrado para siempre de la pr¨¢ctica pol¨ªtica; y dos, que el Gobierno y los cuerpos de seguridad del Estado deber¨ªan rectificar a fondo su actitud ante los torturadores -amparo corporativo, obstrucci¨®n a la justicia, ascensos profesionales, indultos, cambios reglamentarios para impedir la expulsi¨®n de los condenados- y convencerse de una vez, de acuerdo con la intransigente posici¨®n del Supremo contra la tortura, que ning¨²n servidor del Estado -que propicia, ampara y ejecuta estas pr¨¢cticas denigrantes merece ser tenido por tal, y mucho menos hacerse acreedor de ninguna protecci¨®n.
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