Dios sabe que no es periodista
Circula por Madrid esta adivinanza:-?Sabes cu¨¢l es la diferencia entre Dios y un periodista?
-No, claro.
-Pues que Dios sabe que no es periodista.
Dios sabe que ¨¦l no es periodista. ?Y nosotros, los periodistas? Cuando hace once a?os un periodista de la radio fue a entrevistar a Javier Solana, al ser nombrado ¨¦ste ministro de Cultura en el primer Gabinete socialista, se produjo la siguiente conversaci¨®n entre el informador y el reci¨¦n estrenado miembro del Gobierno:
-?C¨®mo te parece que te trate en la entrevista, Javier: de t¨² o de usted?
Solana respondi¨® sin muchas dudas:
-Tr¨¢teme usted como quiera.
Hay una fecha en que toda esta confusi¨®n entre la divinidad y el periodismo empez¨® a fraguarse. Unos la ponen en 1974, cuando ya se resquebrajaba por fin la dictadura de Franco, muerto Carrero, y otros sit¨²an esa fecha en el 23 de febrero de 1981, cuando, en efecto, los periodistas de dentro y de fuera del hemiciclo contribuyeron a conjurar el peligro cierto de la rotura del proceso democr¨¢tico como consecuencia del golpe de Estado que estaba en curso.
En medio de esas dos eventualidades se produjo en Espa?a una endogamia cierta entre los pol¨ªticos y los periodistas, y unos y otros se utilizaron sin recato ni verg¨¹enza. Como consecuencia de ello se perdieron el respeto mutuo y rompieron las fronteras que en cualquier sociedad podr¨ªan establecerse entre los que generan la informaci¨®n y aquellos que la reflejan.
Es verdad que en muchas circunstancias recientes de la vida nacional la complicidad entre un lado y otro de esta diatriba ha dado como resultado una defensa de la convivencia que ha salvado a ¨¦sta de numerosas zozobras. Una vez normalizada la vida parece que ya no tiene sentido que ese gui?o amistoso -y patri¨®tico, por as¨ª decirlo- se convierta en el compadreo al que asistimos tantas veces.
Dec¨ªa el periodista italiano Eugenio Scalfari, el director de La Repubblica, de Roma, que "periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente". En Espa?a, la frase ha dado muchas vueltas, y a veces parece que podr¨ªa decirse que periodista es gente que le dice a la gente lo que ¨¦l deduce, sin esperar demasiado a que la realidad avale sus argumentos.
Las consecuencias de esta entronizaci¨®n del periodista como ser que atesora los derechos de la libertad de expresi¨®n por encima de los propios derechos de la sociedad entera est¨¢n a la vista. De vez en cuando, esas consecuencias son subrayadas por los c¨®digos ¨¦ticos que elaboran entidades que nos agrupan, desde la asociaci¨®n de los periodistas catalanes hasta la Federaci¨®n de Asociaciones de la Prensa.
La necesidad de recordar los lugares comunes de nuestra profesi¨®n -respeto a la vida privada, obligatoriedad de ratificar las informaciones, derecho a la rectificaci¨®n de los perjudicados- esconde lo que es cierto: que la vulneraci¨®n de lo que son nuestros deberes es continua y pone en peligro el propio destino y la esencia de nuestra profesi¨®n.
De estas cosas se habla constantemente porque preocupan al conjunto de los ciudadanos, afectados a su vez por un periodismo mejor o peor hecho, congruente con la edificaci¨®n de una cultura del respeto por las vidas y los honores ajenos. A veces lo dicen pol¨ªticos -culpables, sin duda, en gran parte, de la endogamia presente- y a veces lo dicen periodistas. Cuando sucede en el primero de los casos, nosotros, los periodistas, respondemos que esos pol¨ªticos -u otros ciudadanos, supuestamente da?ados por el car¨¢cter de nuestro trabajo- est¨¢n tratando de cercenar nuestra libertad de expresi¨®n. Y entonces arremetemos contra ellos y convocamos en nuestro tomo a colegas susceptibles de haber padecido atropellos similares.
Y cuando somos los periodistas los que alertamos sobre los usos y los abusos de nuestro trabajo cotidiano, sujeto, por supuesto, a los vaivenes humanos del error, se produce un estado de santa c¨®lera que permite arg¨¹ir que los que as¨ª hablan -o hablamos- estamos en realidad dando patadas en la espinilla a nuestro propio honor o, por decirlo m¨¢s de verdad, a nuestros propios garbanzos. Eso ha dado origen, en la sociedad espa?ola actual, a acusaciones de gremialismo -que nosotros desmentimos tambi¨¦n como consecuencia de ese terrible acoso al que nos someten nuestros enemigos. Parece que deber¨ªamos vivir en una urna de cristal de la que pueden partir todo tipo de descalificaciones. Nosotros, dentro de ese acristalamiento, deb¨ªamos ser impunes.
Entre las declaraciones que ¨²ltimamente m¨¢s me han llamado la atenci¨®n entre todas las que resultan cr¨ªticas, razonablemente cr¨ªticas, a la funci¨®n del periodista en la Espa?a de ahora mismo figuran unas que hizo I?aki Gabilondo a Sol Alameda en El Pa¨ªs Semanal del 5 de diciembre. Ah¨ª transmit¨ªa este periodista tan popular su cansancio ante lo que constituye para ¨¦l una guerra absurda en la que parece que el porvenir de todos los prestigios profesionales tiene m¨¢s que ver con el griter¨ªo que con la b¨²squeda de una discusi¨®n sosegada sobre lo que algunos saben y lo que algunos ignoran. En el clima de fusiler¨ªa que advierte, Gabilondo se siente, dec¨ªa, entristecido y preocupado por el porvenir de la profesi¨®n que realiza.
El periodismo es el trasunto de la conducta de la sociedad ante las cosas que pasan cotidianamente. El nuestro es un pa¨ªs que acaba las discusiones con un pu?etazo en la mesa: "?Lo digo yo y punto!". Y quien m¨¢s alza la voz es el que m¨¢s raz¨®n tiene, el que mejor insulta es quien presume de haber elaborado mejor -y con voz m¨¢s tronante- sus argumentos, y al final de cada debate, sea cual sea su ra¨ªz, da la impresi¨®n de que se quiere siempre vencer por goleada o, al menos, por descalificaci¨®n t¨¦cnica y sangrienta del contrario.
El periodismo, que podr¨ªa ser una escuela contra esa manera social tan esparcida, ha contribuido a crispar los ¨¢nimos, a convertir en un campo minado el curso de cualquier actividad p¨²blica o privada. La vida es un juego de espejos, pero el nuestro, el de los periodistas, es un espejo empa?ado por la excesiva confianza en el propio conocimiento y por una difusa creencia en que la libertad, y sus garantes, somos s¨®lo nosotros. Dios no tiene esas confusiones, y por eso debe tener claro que no es periodista.
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