La estela de un dictador
Apenas vencidos los ecos del centenario del nacimiento de Franco, la gravedad de la crisis que estamos padeciendo nos ha apartado algo de esa imagen ejemplarizante de dinamismo y creatividad que se hab¨ªa estampillado en la frente del espa?ol posmoderno y nos ha vuelto hacia nosotros mismos en procura de una dimensi¨®n m¨¢s atemperada.Libros y art¨ªculos llegaron y siguen llegando puntualmente al lector para glosar la efigie del general, de forma, casi siempre, tan sorprendente que confieso que ante este evento he tenido una sensaci¨®n de irrealidad similar a la que, en algunas ocasiones, me provocaba la misma existencia de la dictadura. S¨®lo que aqu¨¦lla se fundaba en el car¨¢cter extremadamente perverso e inagotable del r¨¦gimen, y ¨¦sta, en la indisposici¨®n de nuestra memoria para recordarlo. As¨ª, ha sido frecuente la evocaci¨®n del dictador como una figura ajena a nosotros, sin m¨¢s seguidores que los de sus propios allegados ni otros soportes que los de una ¨ªnfima camarilla de beneficiarios. Qu¨¦ lejos todo ello de la historia verdadera.
?Los acontecimientos que se producen en el devenir de los pueblos tienen lugar en contra de su naturaleza? El dictador no es ajeno a nuestra cultura. En el XIX se miraba hacia el porvenir y se oteaba el perfil de ' un aut¨®crata en el conf¨ªn de la desarticulada sociedad espa?ola. Balmes lo defini¨® como "hombre extraordinario", capaz de poner disciplina en la bara¨²nda, aunque sin la rudeza del procedimiento cuartelero. Y Costa se sac¨® de la manga a su "cirujano de hierro", en una ocurrencia dial¨¦ctica que quer¨ªa invocar m¨¢s a un d¨¦spota ilustrado que a un caudillo militar, como remedio ¨²ltimo de un atraso exasperado y beligerante.
Hoy, acaso por primera vez en varios siglos, la dictadura ya no pende sobre nuestra existencia colectiva como un recurso familiar, y podemos pensar en ella sin el designio fatalista de su agobiante amenaza. Pero no estoy seguro de que la tierra que la posibilit¨®, con pr¨®diga recurrencia, haya cambiado tan intensamente como para no identificar la sombra de las relaciones humanas en las que el dictador construy¨® su aposento.
He percibido, en estos comentarios, la expresi¨®n de un distanciamiento fundado en la estupidez personal del d¨¦spota, en su tosquedad intelectual, am¨¦n, desde luego, de su completa impopularidad y de su patol¨®gica crueldad. Y ni siquiera esta ¨²ltima atribuci¨®n me parece certera, porque Franco fue tan capaz de ser cruel que administr¨® su inclemencia con el paternalismo seg¨²n le convino. En cuanto a los otros rasgos de su personalidad, me parecen falsos. Siempre cre¨ª que fue un hombre excepcionalmente inteligente y dotado de una habilidad intelectual extraordinaria, aunque contraria por completo a las virtudes del libre pensamiento. Jam¨¢s desconfi¨¦ tampoco de su popularidad, no s¨®lo entre sus numerosos partidarios, sino, sobre todo, entre multitudes de conformistas. ?C¨®mo hubiera sido posible, en caso contrario, que ganara una guerra y gobernara todo un pa¨ªs durante tanto tiempo? ?Puede un necio cumplir semejante prop¨®sito sin el respaldo de las masas?
Esto es lo que hace agobiante al franquismo en su historia, lo que nos infunde inquietud. La normalidad de aquel r¨¦gimen, las cualidades de su l¨ªder, su respaldo popular, su implantaci¨®n duradera. El ideario franquista representa uno de los pocos ensayos sistem¨¢ticos, de largo alcance, de articular y transformar la sociedad espa?ola moderna, y se reconoce en las peores tradiciones de la reacci¨®n doctrinaria, de la intolerancia ortodoxa y de la intemperancia absolutista. El otro, de ambiciones parecidas, pero de opuestos procedimientos y fines, lo impulsaron los reformadores decimon¨®nicos desde la tradici¨®n ilustrada, liberal y heterodoxa.
Y fue Franco precisamente quien acab¨® con ese influjo que apuntaba a la transformaci¨®n de Espa?a con los instrumentos ideol¨®gicos de la burgues¨ªa revolucionaria. El hecho de que un proyecto tan s¨®lido como el de la dictadura se implantara de una manera tan abrumadora, borrando del mapa cualquier otro vestigio, habla por s¨ª mismo de la dimensi¨®n del dictador, y de las singularidades adaptativas del espa?ol.
Por eso no podemos recordar el franquismo como algo extra?o a nosotros. Fue en esta sociedad en la que se implant¨®, en este pa¨ªs que hoy presume de ser tan distinto, entre hombres y mujeres como nosotros. ?Estamos tan lejos de todo aquello? Desde luego que s¨ª, en las costumbres, en las manifestaciones pol¨ªticas, que son una representaci¨®n de los sedimentos culturales. Pero hay otros muchos c¨®digos que nos recuerdan el pasado con demasiada insistencia. Claves indeseadas que forman parte de nuestra idiosincrasia de hoy y de ayer.
No hay que esforzarse mucho para detectar el cerco a la disidencia, al desacuerdo, a la disconformidad, como una de las notas caracterizadoras del ethos franquista. Pero hay una tosquedad frente a la discrepancia que perdura en nuestra existencia cotidiana y remonta los l¨ªmites temporales de reg¨ªmenes o coyunturas. Cualquier hombre que tenga la pretensi¨®n de labrar su propio destino choca frontalmente con una vocaci¨®n hostil que emana de personas, partidos, instituciones, organismos, en forma de penalizaci¨®n soterrada, de vac¨ªo. Si intenta vivir seg¨²n sus principios, se le entorpece, se le margina. Si publica un libro, se omite su esfuerzo. Si tiene la osad¨ªa de reclamar el disfrute de una respetabilidad que otros con menos m¨¦ritos acaparan, se ve inmediatamente enmara?ado en un jerogl¨ªfico de reba?o que no tiene otra finalidad que el sometimiento del d¨ªscolo, su domesticaci¨®n en la igualdad del adocenamiento. La proscripci¨®n que, con toda brutalidad, aplicaba la dictadura contra rojos, dem¨®cratas y descre¨ªdos se aplica en la actualidad dulcificada en las maneras, filtrada en el refinanmiento de la vida social, marginando al que no se acomoda al grupito, al bando, a los gui?os del comportamiento amansado, siempre deseable.
Miro a la Universidad, donde me muevo, y la veo muy parecida a como era hace 20 a?os, con los mismos tipos, la misma indolencia, las mismas ambiciones, las mismas perspectivas que algunos observadores sagaces denunciaban hace cuatro o cinco generaciones. Tenemos despachos nuevos, ordenadores. Se ha multiplicado el n¨²mero. Todo eso. Pero la carrera acad¨¦mica sigue siendo cosa de unos cuantos, porque se repiten los procedimientos, las biograf¨ªas. Se reclaman similares comportamientos en los que el cinismo y la torpeza seculares contin¨²an siendo la referencia obligada de una trayectoria cuyas alternativas inconfesadas siguen oscilando entre la sumisi¨®n-recompensa y la independencia-humillaci¨®n.
Espa?a es un pa¨ªs en el que la palabra no vale para casi nada. El esfuerzo personal no cuenta. Los m¨¦ritos aut¨¦nticos se burlan. Aqu¨ª lo que sirve es lo perecedero, el relumbr¨®n, el atrevimiento, la falta de escr¨²pulos. El empresario m¨¢s admirado es un se?or que se ha destacado por su habilidad para pignorar el patrimonio de una corporaci¨®n bancaria. Lo que se aprecia de verdad entre nosotros es la piller¨ªa, el amiguismo, la vanalidad. Pero ?no fueron todas estas prendas que atesor¨® la larga, la estable, la fructuosa etapa de la dictadura?
En Espa?a no hay ni ha habido una pauta de conducta normalizada, de cada d¨ªa, que pueda ser considerada ejemplar. Y ¨¦sa es la raz¨®n de que todo sea o muy f¨¢cil o muy dif¨ªcil. Sencillo para los badulaques, para los espont¨¢neos, para los desahogados. Complicado, costoso, desproporcionado para las personas ¨ªntegras y valiosas. Si se comparten los secretillos del clan, no hay problema. Llueven las oportunidades en los negocios, en la cultura, en la pol¨ªtica, en la prensa. En todas partes es igual. Si se pone alguna traba, malo.
La historia nos ha ido encarrilando hacia comportamientos uniformes, conformistas, gregarios. Periodos interminables en los que apenas se encuentra un dem¨®crata son reemplazados por otros en los que todo el mundo se cree en la obligaci¨®n de vociferar sus cualidades democr¨¢ticas. Republicanos o mon¨¢rquicos. Patriotas estomagantes o nacionalistas insufribles. Algunos ven en estos contrastes un s¨ªntoma de pintoresquismo y vitalidad. Tal vez.
En ocasiones, sin embargo, resulta aburrido y excesivamente romo, vanal. ?Hay algo m¨¢s parecido a un nacionalista que otro nacionalista? ?Es tan distinto el creyente contempor¨¢neo que se alimenta de las esencias de su particular naci¨®n de aquel otro salvador patri¨®tico de la ub¨¦rrima fauna franquista?
Luis Saavedra es profesor de Sociolog¨ªa de la Universidad Complutense de Madrid.
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