Traici¨®n
Cu¨¢nta, cu¨¢nta fealdad. Cu¨¢nta fealdad tenemos que atravesar los que vivimos en ciudades espa?olas; y qu¨¦ poco podemos hacer. Parece tarde.Y cu¨¢nta resignaci¨®n. Tanta que cuando en cualquier esquina encontramos no ya la belleza, sino simplemente la vida -las sombras g¨®ticas de Barcelona, el tacto del sirimiri, el silencio del Retiro un martes de invierno-, nos sorprende como si nos estuviesen dando lo que no nos toca. ?De d¨®nde si no la exaltaci¨®n del primer d¨ªa de viaje? Entonces recobramos el bendito fr¨ªo del viento, el cielo como era y una l¨ªnea de horizonte por la que no hay que andar parpadeando de disgusto, y damos gracias por saberlo una vez m¨¢s. Al tiempo se nos agita la furia por la fealdad que sin mediar sentencia nos han ido colando a traici¨®n ante los ojos.
Este pa¨ªs era uno de los lugares m¨¢s bellos del mundo, algo que se me antoja poco discutible, y ¨¦sa y no otra era la causa del s¨ªndrome rom¨¢ntico del viajero de Espa?a, que empezaba en Portbou y no paraba hasta el Estrecho. En los ¨²ltimos anos se ha empeque?ecido porque nadie que pueda evitarlo desea viajar por las soberbias de arquitectos y urbanistas, especulaciones de bandidos y costas de fealdad que se han ido reproduciendo sin que, asombrosamente, nadie diga basta. La M-30 madrile?a parece el museo de los 30 horrores, y a Gij¨®n vienen los arquitectos japoneses para ver lo que no hay que hacer. Que un pueblo criado en la blancura andaluza, los espacios de las mas¨ªas y de los pazos, la independencia de los caserones vascos o a la sombra. de los castillos que conducen a Portugal transija con tanta mezquina fealdad es uno de los grandes misterios de este final de milenio.
Los antiguos griegos ten¨ªan una palabra para nombrar una enfermedad del alma que impide distinguir la belleza. Temo que en el pr¨®ximo sea una de las plagas del siglo.
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