La historia ¨ªntima del mayor asesino en serie de Madrid
Un mendigo obsesionado con la velocidad mat¨® a al menos 11 personas antes de ser detenido
Francisco Garc¨ªa Escalero, el mendigo psic¨®pata de 39 a?os que confes¨® haber asesinado al menos a 11 personas, lleva su destino tatuado en la piel. Su antebrazo derecho muestra en tinta azul una tumba, en cuya l¨¢pida hay grabada una borrosa leyenda: "Naciste para sufrir". Es un recuerdo de la c¨¢rcel, de esos pabellones de castigo que le vieron hundirse desde el 28 de agosto de 1970, cuando a los 16 a?os ingreso en la prisi¨®n de Carabanchel por robar una motocicleta. Fue la ¨¦poca en la que ese joven taciturno, que siempre perd¨ªa en las peleas del barrio de casetas en Bilbao, inici¨® un descenso que le llevar¨ªa a confesar 19 a?os m¨¢s tarde que hab¨ªa profanado cementerios y violado cad¨¢veres, que hab¨ªa degollado, emasculado y quemado a sus compinches de siestas y borracheras.
Una tumba cuya primera piedra se coloc¨® el 24 de mayo de 1954. Aquel lunes, su madre, Gregoria, le pari¨® en el desaparecido hospital de El Cisne. Era el segundo y ¨²ltimo hijo -el mayor le saca dos a?os- de un matrimonio de agricultores que abandon¨® los campos de Zamora en busca de un futuro mas c¨¢lido en la capital. Recalaron en la calle de Marcelino Roa V¨¢zquez, n¨²mero 36, del barrio de casetas bajas de Bilbao. Su sue?o era poseer un piso. Tardar¨ªan dos d¨¦cadas en conseguirlo.
Ocuparon un chamizo de dos habitaciones, sin agua corriente. En el cuarto de los cr¨ªos, donde los hermanos dorm¨ªan en la misma cama, el cuadro de una Virgen en tres dimensiones constitu¨ªa el ¨²nico adorno.
El ni?o acud¨ªa al colegio p¨²blico Emilio Ferrari. La madre, que trabajaba de limpiadora en una empresa, no le pod¨ªa acompa?ar a la escuela. Tampoco el padre, alba?il.
Esta circunstancia era aprovechada por el cr¨ªo para hacer novillos. No pasaba de los seis a?os y las clases le pesaban demasiado en su cabeza. Prefer¨ªa corretear por las lomas, descenderlas en patinete. Con ¨¦l, arrodillado sobre su madera oscura, el peque?o Paco descend¨ªa incansable las empinadas cuestas del barrio. Con el paup¨¦rrimo aire de los a?os cincuenta cort¨¢ndole la cara, el chaval re¨ªa; re¨ªa con una alegr¨ªa que jam¨¢s le volver¨ªan a ver quienes le conocieron. Muy pronto empezar¨ªa a deslizarse por otra pendiente.
Al padre, Antonio, los novillos de su benjam¨ªn le sacaban de quicio. Pero el peque?o Paco, siempre testarudo, insist¨ªa una y otra vez, y no s¨®lo dejando de asistir a clase o jugando al patinete. Por las noches no regresaba a casa. Se perd¨ªa por los alrededores con otros muchachos. M¨¢s de una vez, su silueta recort¨® las tapias del cementerio de Nuestra Se?ora de la Almudena, a dos pasos de su casa. La costumbre no le abandonar¨ªa.
Pero el espanto, en aquel tiempo, aguardaba al amanecer en la caseta baja. El padre, cintur¨®n en mano, le arreaba brutales palizas, en las que el ni?o romp¨ªa su silencio y estallaba en insultos y golpes. El padre, cada vez m¨¢s afectado por una artrosis, andaba a duras penas. Ya no pod¨ªa ir a la obra.
El padre no pod¨ªa con ¨¦l
Para sacar unos duros, hab¨ªa montado un puesto ambulante de venta de tabaco y chucher¨ªas. Al regresar, ve¨ªa c¨®mo su hijo peque?o se le iba. Incluso a rastras le persegu¨ªa con la correa. "El padre no pod¨ªa con ¨¦l", recuerda un familiar.
Una de las pocas alegr¨ªas le llegaba de la mano de su madre. Los domingos por la tarde llevaba a los hermanos, pantal¨®n corto, pelo cepillo, al cine Lepanto, al Mundial, al Arag¨®n. Las pupilas marrones del futuro psic¨®pata se inundaban del blanco y negro de aquellas sesiones continuas. De 7 a 10, Paco permanec¨ªa quieto. Mucho m¨¢s que con el cintur¨®n.
Corr¨ªan los a?os sesenta. Los que le recuerdan de esos a?os adolescentes hablan de un cr¨ªo de mal genio, que nunca contaba chistes. Era dif¨ªcil descubrirle una sonrisa. Ind¨®mito, su mundo adquir¨ªa volumen junto a otros chavales de aquel barrio de aluvi¨®n.
"Se juntaba con lo peor", se?ala un familiar. Formaban jaur¨ªas, donde Paco, perdedor nato en las grescas, daba rienda suelta a una sensaci¨®n aprendida con el patinete, la velocidad. Las bicicletas, las motos, los coches que no puede comprar. Un universo preparatorio para el futuro ladronzuelo.
A los 16 a?os consigue faena como repartidor en un ultramarino de la calle de Goya. Durante un par de meses sale con una chica del barrio. Poco durar¨¢.
Una noche, una pareja de la Polic¨ªa Armada se presenta en la caseta de la familia Garc¨ªa. Francisco ha robado una motocicleta y est¨¢ detenido. Al padre, la rabia le inunda. Y a Paco, el chico incapaz de estarse quieto, le abrazan las rejas de Carabanchel. Desde aquel d¨ªa, las celdas dictar¨¢n la longitud de sus pasos.
En 1973, al poco de salir del reformatorio, Francisco Garc¨ªa Escalero ya no es s¨®lo un peque?o chorizo. En compa?¨ªa de otros tres delincuentes, viola y roba. Han atado al novio de la v¨ªctima y la han forzado en su presencia, seg¨²n un conocido. Nadie acudir¨¢ al juicio. A la condena judicial se sumar¨¢ la pena que impone la ley de la c¨¢rcel a los violadores.
En 10 a?os pisar¨¢, pese a sus intentos de evasi¨®n, las penitenciar¨ªas de Oca?a, C¨¢ceres, Carabanchel, El Dueso y Alcal¨¢-Meco. Una tumba y un epitafio se graban en su piel.
El 1 de julio de 1984, con 30 a?os, recupera la plena libertad por extinci¨®n de condena. Le espera un mundo distinto. Su familia, realojada en 1977, vive en la misma calle, pero en un piso. El padre, postrado en la cama, ya no puede andar.
Francisco, con tatuajes de los pies al cuello, quiere integrarse. Ayuda a su padre a lavarse. Todas las noches regresa a las diez a casa. Su ilusi¨®n es sacarse el carn¨¦ de conducir y trabajar de camionero. De nuevo, el amor a la velocidad. Compra una bicicleta, entra en una autoescuela.
La voluntad de aprender se quiebra, sin embargo, por el mismo motivo por el que le pesaban las clases en el colegio. No logra acordarse de las se?ales de tr¨¢fico, su memoria falla. Algo en su interior empieza a revolverse. Carece de amigos o amigas. Nadie le da empleo, recuerda un pariente. Acostumbrado al espacio cerrado de la prisi¨®n, ignora ad¨®nde ir en la gran ciudad. "Estaba hecho a la c¨¢rcel, all¨ª le hundieron", dir¨¢ un familiar.
La grieta se abre al morir su padre, en marzo de 1985. Deja de ir a casa y cuando vuelve apenas dice nada. Ha empezado a mendigar. Y si alguna vez recuerda sus tiempos en la c¨¢rcel, es para hablar de suicidios. Con los mendigos tambi¨¦n lo har¨¢.
Pelea con sus compa?eros de andanzas, los feligreses del barrio le temen y m¨¢s de un vecino de la infancia le da la espalda al reconocerle rondando por las calles.
Ese hombre de pantalones vaqueros y eterna cazadora verde ronda los solares de la ni?ez. Algunas noches busca descanso en los crematorios. Ha empezado a matar. Tiene 37 a?os. El 11 de noviembre de 1987 el cuerpo decapitado de una mujer es hallado en el descampado del cruce de la calle de Alcal¨¢ con Garc¨ªa Noblejas. Este crimen parece de momento el primero de la serie. Sus v¨ªctimas siempre pertenecen a su c¨ªrculo de mendigos, desechos de un Madrid en plena euforia econ¨®mica. Los mata, seg¨²n su confesi¨®n, por detr¨¢s, despu¨¦s de beber vino y tragarse unos tranquilizantes. "Un impulso irrefrenable", dir¨¢.
Una habitaci¨®n con santos
Cuando regresa a casa de sus correr¨ªas, dice que ha pasado por el hospital Psiqui¨¢trico Provincial. En el piso de su madre le espera una habitaci¨®n que ¨¦l decora con estampas de santos. Duerme en la habitaci¨®n del padre fallecido, el de los correazos. Bajo una bombilla roja, las figuras santas comparten espacio con una pila de im¨¢genes truculentas de El Caso. A pocos metros de la casa sigue el cementerio de la Almudena. Lo frecuenta por las noches. Profana tumbas y funde sus aberraciones con los cad¨¢veres. Le descubren y le conducen al hospital Psiqui¨¢trico. De muy poco le sirve, pese a que era ¨¦l mismo quien forzaba su ingreso. En casa, por las noches, presa de dolores en el vientre, aullaba des de el balc¨®n: "?Que llamen a la polic¨ªa!". Varias denuncias de vecinos dan fe de sus alaridos. Pero su caso pas¨® inadvertido para psiquiatras, polic¨ªas y jueces.
El 7 de diciembre de 1991 roba en Arganda una motocicleta en compa?¨ªa de Antonio Serrano, otro mendigo. Ese mismo d¨ªa les detiene la Guardia Civil. Ambos compa?eros de parroquia pasar¨¢n ocho d¨ªas en el penal de Madrid II. Meses m¨¢s tarde, el cad¨¢ver de Serrano es descubierto con la cabeza aplastada y quemado. Nadie, otra vez, le relaciona con el crimen.
La polic¨ªa finalmente le descubre en octubre de 1993. Escalero, el 19 de septiembre, se hab¨ªa atrevido a matar a un compa?ero del Psiqui¨¢trico junto al cementerio de su infancia. Poco despu¨¦s del homicidio, seg¨²n fuentes cercanas a la investigaci¨®n, trat¨® de suicidarse tir¨¢ndose bajo las ruedas de un coche.
Ocho cad¨¢veres corresponden a v¨ªctimas fichadas por los agentes de homicidios. Otros tres sin identificar est¨¢n siendo buscados en un pozo ciego donde el mendigo asegura que los arroj¨®.
En ese solar, pegado al convento de clausura de Santa Gema Galgani, pas¨® muchas noches Escalero en compa?¨ªa de otros mendigos. Se refugiaban en una cueva de escombros y encend¨ªan hogueras. En ellas el fuego alumbraba un rostro de pedig¨¹e?o que ocultaba al mayor asesino en serie de la historia contempor¨¢nea de Madrid. Ahora, alargar la lista de sus cr¨ªmenes depende de su confesi¨®n. "Ha matado a m¨¢s de 11", ha confesado uno de los psiquiatras que le estudia en Carabanchel. La polic¨ªa sigue investigando. Pero la verdadera tumba permanece cerrada. Su brazo lo dice.
Esta reconstrucci¨®n se basa en testimonios de familiares, curas, vecinos, psiquiatras y polic¨ªas.
Actualizaci¨®n: Francisco Garc¨ªa Escalero falleci¨® en agosto de 2014 en el psiqui¨¢trico de Fontcalent. Lee m¨¢s sobre ¨¦l aqu¨ª.?
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