La excavadora
Nunca desayuno dos veces en la misma cafeter¨ªa. De hecho, puede ocurrir que no lo logre ni siquiera una, ya que la gente no acaba de aceptar con agrado mi prestancia singular: hablo solo, los pu?os y cuellos de mis camisas est¨¢n estropead¨ªsimos, mi abrigo presenta rotos, quemaduras y lamparones al azar, y en lo tocante a mis zapatos, en fin, reciben una importante ventilaci¨®n asistida a trav¨¦s de sus suelas y costuras. Una apariencia exterior, a qu¨¦ negarlo, que me crea muchas dificultades y que enlaza adem¨¢s con el asunto del desayuno: a veces, vi¨¦ndome entrar en el establecimiento, los propios camareros adoptan una actitud tan pujante y hostil, tan gratuita, tan poco refinada, que por cuesti¨®n de dignidad me veo obligado a abandonar en el acto el local. Pero todav¨ªa me desagrada m¨¢s la conducta de la clientela, porque acercarme yo a la barra, hacerse de repente el silencio, fruncirse una docena de ce?os y abrirse un amplio hueco a mi alrededor (por muy hora punta que sea) es todo uno. Y eso que no huelo mal, lo juro.Me presentar¨¦: soy un paseante fijo en las calles de Madrid, sin casa, sin cama, sin mesilla, sin licencia fiscal, y formo parte de esa clase de sujetos que llevan a cuestas todas sus pertenencias, lo que sin duda me aporta un toque marcadamente antiburgu¨¦s. Y eso escuece por ah¨ª. Me ducho una vez por semana en unos ba?os p¨²blicos pr¨®ximos a Cuatro Caminos, lavo mi ropa en un recodo secreto del r¨ªo Manzanares (s¨®lo dar¨¦ una pista: puente de los Franceses), y asimismo, de cuando en cuando, gano unas monedas recitando a Boecio en andenes y terrazas, actividad que me permite comprar cigarrillos, caf¨¦s matutinos y alguna botella de co?¨¢.
Ultimamente paso las noches en la caseta de obras de un solar situado en la calle de Luis Cabrera. Problemas financieros, dice el vecindario, impiden de momento la construcci¨®n de un edificio. Se trata de un lugar bastante ¨ªntimo y recogido, y para acceder a ¨¦l s¨®lo es necesario saltar una tapia de 1,69 metros. Mi estatura. All¨ª me resguardo del fr¨ªo y de la lluvia, y evito al tiempo eventuales agresiones por parte de esos muchachos que llevan el cr¨¢neo pelado (ya que, aunque fino, limpio y elegante, uno no deja de ser un vagabundo).
Pero prosigo. Entradita la ma?ana, subo hasta la calle de L¨®pez de Hoyos, atravieso la plaza de la Prosperidad, dejo atr¨¢s el Auditorio Nacional y entro en una estaci¨®n de metro (Cruz del Rayo), en cuyas taquillas no suele haber humanos, sino m¨¢quinas autom¨¢ticas. Me cuelo, pues, sin grandes aspavientos, hago un corte de mangas a la c¨¢mara de televisi¨®n instalada en el techo y tomo la l¨ªnea 9, con direcci¨®n a la mejor estaci¨®n de metro del mundo: Am¨¦rica. En ella viven mis mejores amigos: Marcelino, acordeonista; Tuty N'Gomo, traficante de tallas y peluches; Mar¨ªa Tr¨¢nsito, vendedora de tabaco, y Serafina Malocot¨®n, ciega de la ONCE. En esos pasillos suelo pasar buena parte del d¨ªa: subiendo y bajando por las escaleras mec¨¢nicas, sent¨¢ndome junto a otros m¨²sicos, acerc¨¢ndome a los quioscos de prensa o mirando pasar la chicas, hasta que a media tarde, cuando el hambre empieza a inquietarme, salgo al exterior y me compro una barra de pan y 150 gramos de mortadela napolitana, men¨² al que los martes y viernes a?ado una manzana para no quedarme sin vitaminas.
Y es entonces, algo chispilla ya, cuando suele acecharme la melancol¨ªa. Veo a la gente moverse con prisa, deseosa de llegar cuanto antes a casa, hace fr¨ªo, se vac¨ªan las calles y oscurece con rapidez. Me deprimo, si, porque nadie parece advertir que me duelen las plantas de los pies y que mi tos se va haciendo cada d¨ªa m¨¢s brava y cavernaria, resultado de una bronquitis cr¨®nica.
Tomo luego la calle de Cartagena, camino junto a los escaparates y, 20 minutos m¨¢s tarde llego al solar. Es noche cerrada. Tras una r¨¢pida ojeada a derecha e izquierda, salto la *tapia con dificultad, accedo a la caseta, huyen dos gatos, abro mis cajas de cart¨®n, desparramo los peri¨®dicos y me tiendo abrazado a mi hatillo, crubri¨¦ndome con el abrigo entre trago y trago.
Me siento mejor. Lloro sin darme cuenta. Oigo una m¨²sica lejana. Y poco antes de quedarme dormido, habiendo entrado ya en calor, me concentro para intentar rehuir una pesadilla que me maltrata desde hace varios d¨ªas: sue?o que tiembla el suelo, que se derrumba la tapia y que, de repente, una gigantesca m¨¢quina excavadora, glup, entra por la puerta y procede a arrasar mi hogar.
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