No hay olvido que cien a?os dure
Encontrar en una tarde de febrero, en esas primeras y escasas horas soleadas, en el barullo de un tenderete de la Cuesta de Moyano, un libro que t¨² no has escrito, pero s¨ª dedicado, en aquella ocasi¨®n, en aquel tiempo, a aquella que fue, debe producir similar me lancol¨ªa (agridulce, si se quiere; como un pinchazo traidor en el costado, si se prefiere), a la que debe producir al propio autor adquirir a veinte duros, con elegante naturalidad e indiscutible serenidad, su pro pio libro de poemas, en el que se desangr¨®, editado por una diputaci¨®n provincial (el de al lado, cr¨¦anme, era un poeta, que yo lo reconoc¨ª). Cuando los libros te han acompa?ado toda tu vida sentimental, si no los has perdido en sucesivas mudanzas emocionales, cuando conservas en los nichos de tu biblioteca frases y dedicatorias m¨¢s o menos borradas por la inclemencia del tiempo, exvotos de un amor agotado, cuando hay libros a los que nunca volver¨¢s porque te hiere esa frase, esa letra, ese nombre, ver de pronto, arrojados en el tablero de una caseta cualquiera de la Cuesta de Moyano, en una tarde soleada como ¨¦sta, aquellos que te puntean un olvido, un rostro, duele; vaya si duele.
Y ah¨ª estaba Lo que Maisie sab¨ªa, de Henry James, en aquella Biblioteca Breve de Bolsillo de Seix Barral, y aquella dedicatoria tuya en l¨¢piz rojo. Y m¨¢s all¨¢, Un hombre bueno es dif¨ªcil de encontrar, de Flannery O'Connor, que t¨² se lo regalaste, recuerdas, intent¨¢ndole explicar algo, alg¨²n extrav¨ªo, alguna vacilaci¨®n, alg¨²n desamor. Los cog¨ª y los compr¨¦, esos dos; y otros m¨¢s, ocho, diez, doce, un mont¨®n. Por una ganga, por un dolor. Y fui con ellos a casa y vaci¨¦ la mesa de trabajo y los desparram¨¦ por ella. Y me hall¨¦, de pronto, en una carretera de doble direcci¨®n, que poco a poco iba aclar¨¢ndose, seg¨²n se levantaba la niebla. Y reconoc¨ª el paisaje.
Y me v¨ª en la noche en que no lleg¨®, porque su marido, a ¨²ltima hora, suspendi¨® aquel viaje, y yo le regal¨¦, al otro d¨ªa, El ¨²nico problema, de Muriel Spark, este libro que tengo ahora entre las manos, y aquella frase subrayada ("Todas las mujeres con quienes me relaciono son esposas de alguien"), y mi comentario, en verde, al margen, que lo hab¨ªa olvidado, por supuesto, y que ahora puedo leerlo, leerme, con pudor, con cierta verg¨¹enza, como quien escucha, por una ventana abierta, desde una mesa contigua, parado junto a un sem¨¢foro en rojo, una crispada conversaci¨®n a media voz (que son las que mejor se escuchan). Con una sensaci¨®n inc¨®moda, que me desasosiega, busco en esos libros aquel pasado, y algunos los recorro en pos de una frase, que sea m¨ªa, un subrayado que ella hubiera le¨ªdo, un a?adido suyo, que los hay (ah¨ª est¨¢ encerrado ese verso de Cort¨¢zar: "Creo que soy porque te invento", y al margen la cerradura saltada por ella: "Te odio", a l¨¢piz, sin m¨¢s gasto). Otros los zarandeo y los vuelco, por si cayeran, de entre sus p¨¢ginas, descartes de aquel amor: explicaciones, reproches, desplantes, reconciliaciones, besos, caricias. De uno de ellos, de Clea, el ¨²ltimo de El cuarteto de Alejandr¨ªa, de Durrell (hay libros que hay que leerlos juntos; as¨ª le¨ªmos, entonces, El cuarteto), se desprende un papel doblado. Lo cojo al vuelo buscando una certeza: es una factura de una tintorer¨ªa de la calle de Canillas.
Al principio, identificar aquel pasado entre estos libros que fueron suyos, que me vuelven a las manos, ahora, sin saber qu¨¦ ha sido de ella, por qu¨¦ los ha conservado todos estos a?os, por qu¨¦, de repente, se ha desprendido de ellos, por qu¨¦ no los ha roto, quemado, arrojado a la basura, en lugar de venderlos -al peso, M., al peso; y con las dedicatorias sin borrar-, al principio, lo confieso, me produjo una sensaci¨®n rara, agradable, hasta cierto punto, y, sin embargo, desde hace un buen rato siento que algo se est¨¢ reanimando en mi interior, como si la anestesia del tiempo se fuera disipando. Y es que no hay olvido que cien a?os dure.
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