L¨¢pida
En vida de Vicente Aleixandre le pusieron su nombre a su calle. La escena de aquella tautolog¨ªa municipal fue memorable: exagerando el peso de la edad y la molestia de los dolores, Vicente se asom¨® a la calle Aleixandre para corresponder entre visillos a las autoridades bajo mazas. Luego cont¨® el poeta que, desde la casa Aleixandre, el Vicente dibujado en los r¨®tulos le mir¨® socarr¨®n. Los ediles se marcharon sin lograr que el premio Nobel pisara su calle, y poniendo la misma cara que Pepe Isbert y Manolo Mor¨¢n al ver que los americanos ni se deten¨ªan en Bienvenido, Mr. Marshall.El domingo pasado me acord¨¦ de la escena cuando la mujer de Garc¨ªa Hortelano dijo a unos amigos que asist¨ªamos en Madrid al descubrimiento de una placa en la casa donde ¨¦l nos hizo pasar algunas de las mejores tardes de nuestra vida: "Juan se habr¨ªa ido al bar de enfrente a re¨ªrse de nosotros". Puedo hasta imaginar las iron¨ªas de Hortelano y, en similar circunstancia, de Benet, el segundo don Juan, que en menos de un a?o sigui¨® a su amigo sedentario al "salvaje pa¨ªs de cuyos l¨ªmites ning¨²n viajero vuelve".
Los muertos, al dejarnos intempestivamente, pierden, con su vida, ciertos derechos, que pasan a los desheredados de la fortuna de su trato. S¨¦ que a ambos escritores les habr¨ªa incomodado, pese a la sencillez de los actos, ver a tanta gente reunida, y a la hora del aperitivo, por culpa suya, en honor suyo, a espaldas suyas. Pero all¨ª no se conmemoraba. Poner en una piedra unas palabras pertenece m¨¢s al mundo del deseo de los vivos que al de la memoria de los muertos. La l¨¢pida les nombra, pero s¨®lo para se?alarnos la cuenta atr¨¢s iniciada por, su ausencia. A nosotros nos toca mantenerla limpia, dej¨¢ndoles a ellos, muertos perdurables, sus derechos: no salir ni al balc¨®n a burlarse de la debilidad de nuestros corazones.
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