ANTONIO MU?OZ MOLINA Schumann en taxi
Dejo la bolsa en el maletero, entro en el asiento posterior del taxi, de noche, a mediados de marzo, en el aeropuerto, y al acomodarme en la casi oscuridad y decir mec¨¢nicamente la direcci¨®n de mi viaje no miro al taxista ni llego a escuchar su voz, y aunque he visto su cara cuando abr¨ªa el maletero ahora no sabr¨ªa recordarla, ni siquiera de un modo general, si el joven o viejo, si lleva gafas, si est¨¢ flaco o gordo. S¨®lo me echo hacia atr¨¢s en el asiento, me dejo llevar por el alivio del regreso, miro los edificios y los tramos de asfalto tan familiares de Barajas, y autom¨¢ticamente me recluyo en m¨ª mismo como quien ya sabe sin posibilidad de incertidumbre lo que le ofrece el exterior, la alta negrura y las fluorescencias de la autopista, la trepidaci¨®n de los motores, el charlatanismo en la radio del taxi, o bien los acordes pasionales y patri¨®ticos de la canci¨®n espa?ola, a los que tan afectos son los conductores.En los taxis, igual que en los autobuses o que en las salas de espera, uno tiende a limitar al minimo el trato de sus sentidos con el mundo, sobre todo cuando su traves¨ªa en ellos es rutinaria. A m¨ª las tentativas de conversaci¨®n que emprenden los taxistas suelen ponerme nervioso, pues me faltan por igual habilidad y conocimientos futbol¨ªsticos para secundarlas, y adem¨¢s no tengo el suficiente car¨¢cter como para obstinarme en el silencio, o para rogarle al taxista que se calle o que baje el volumen de la radio. A diferencia de los taxis londinenses, en cuya amplitud interior reina una calma de biblioteca monacal, los taxis espa?oles son tan ruidosos como las calles y como los bares y hasta los hospitales espa?oles, y el usuario apocado entra en ellos queriendo envolverse en una campana de vidrio y abreviar as¨ª en lo posible uno de esos tiempos muertos y neutros que son tan frecuentes en la vida y tan escasos en la literatura, a no ser en la literatura de Raymond Carver.
Pero esta noche, cuando me replegaba sobre m¨ª mismo, cuando ve¨ªa el viaje desde el aeropuerto como un tr¨¢mite de mi llegada -ojos que no ven, aunque est¨¦n abiertos, o¨ªdos que prefieren no o¨ªr-, ocurre algo que tardo en precisar, primero una punzada inconsciente de alerta, luego un principio de emoci¨®n cuyo origen no distingo, pero que da de pronto profundidad y significado al paisaje trivial que estoy viendo tras la ventanilla, a mi propia traves¨ªa en la penumbra del taxi.
Lo que me ocurre exactamente es una m¨²sica, un concierto de piano y orquesta que est¨¢ sonande en la radio, y durante casi un minuto he estado percibiendo tan sin mediaciones como se percibe un olor o se asiste a un cambio gradual en el estado de ¨¢nimo: el m¨ªo, que hasta ahora mismo era m¨¢s bien melanc¨®lico, con una dosis de esa fatiga particular y narc¨®tica de los eropuertos, lleva unos instantes reviviendo sin que yo lo advirtiera, como una respiraci¨®n dilatada por el aire fresco. Identifico a medias la m¨²sica, se trata de un concierto rom¨¢ntico que conozco muy bien, pero que he pasado a?os sin escuchar, y mientras una parte digamos acad¨¦mica de m¨ª se esfuerza por encontrar el nombre del autor hay otra que se abandona con absoluto impudor sentimental a las ondulaciones ya reconocidas de la melod¨ªa, y aun una tercera que se asombra no de mi desmemoria ni de la eficacia inmediata de la m¨²sica, sino del hecho milagroso de que est¨¦ sonando en un taxi.
El espacio y el tiempo de pronto cobran una anchura de la que hasta ahora mismo carec¨ªan: la m¨²sica tiene un efecto no s¨®lo emocional, sino tambi¨¦n visual, y los descampados y los edificios de cristal coronados por letreros luminosos se vuelven de alg¨²n modo memorables al otro lado del cristal. No los veo en el presente sin matices, sino proyectados en el tiempo, no s¨¦ si en el pasado o en el porvenir, tal vez en ambos, en el futuro en que estos d¨ªas de ahora estar¨¢n olvidados o se habr¨¢n convertido en una modesta mitolog¨ªa de recuerdos, en el pasado a lo largo del cual he o¨ªdo muchas veces esta m¨²sica, que es Schumann, desde luego, un concierto para piano y orquesta que mi amigo Nicol¨¢s, a quien debo pr¨¢cticamente todos mis conocimientos y mis gratitudes musicales, me grab¨® como un certero regalo hace 14 o 15 a?os.
Igual que la primera vez, que cada una de las veces que la he escuchado, la m¨²sica tiene la extra?a virtud de pertenecer a mi vida, de exaltar y explicar este momento preciso en el que est¨¢ sonando, en una noche tibia y muy oscura de marzo, en un taxi que viaja camino de Madrid. Pero tambi¨¦n me ha acompa?ado y ha sido ben¨¦fica, para mi desolaci¨®n en los d¨ªas remotos en los que estaba a punto de irme a un cuartel, y otras veces me ha dado dignidad en el sufrimiento y audacia o lucidez en las decisiones de la ternura. Mi afici¨®n a la m¨²sica cl¨¢sica no es desinteresada, y le debe mucho a la literatura, y en particular a Marcel Proust: s¨®lo me gusta cuando me procura recuerdos que yo ignoraba poseer y me concede la sensaci¨®n no de comprenderla, sino de ser comprendido y admitido, de ser de alg¨²n modo absuelto por ella.
Ahora, conforme las largas frases pasionales de Schumann, el piano sentimental y la orquesta en¨¦rgica y solemne parece que van llev¨¢ndome a Madrid a trav¨¦s de un paisaje que no es el de la autopista de Barajas, sino el de alguna pel¨ªcula admirable que sin duda no existe, me doy cuenta de que el taxista es un hombre particularmente educado y tranquilo, de mediana edad, con el pelo blanco, que no da acelerones ni frenazos ni baja la ventanilla para insultar a otros conductores, que mueve ligeramente la cabeza para seguir la melod¨ªa: resulta que ese desconocido y yo nos parecemos. Bajo luego del taxi, cuando ya el concierto se ha perdido entre interferencias de emisoras b¨¢rbaras y pitidos y conversaciones de tel¨¦fonos m¨®viles, y ahora, mientras escribo, me pregunto c¨®mo ser¨¢ la vida de ese hombre, qu¨¦ m¨²sica estar¨¢ escuchando mientras conduce solo o acompa?ado en silencio por otro desconocido en la noche tibia y cruel de Madrid.
Babelia
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