Dos por el precio de uno
Cuando en 1992 Bill Clinton concurr¨ªa a las elecciones presidenciales que eventualmente le llevaron a la Casa Blanca, afirmaba que, en su caso concreto, votando a un candidato, los norteamericanos obten¨ªan dos. Quer¨ªa decir con ello que no s¨®lo ser¨ªa presidente ¨¦l, sino que su mujer, Hillary, entrar¨ªa en el paquete. De este modo, no siendo ella una simple ama de casa sure?a, sino una de las primeras abogadas del pa¨ªs, se convertir¨ªa en m¨¢s que su principal colaboradora: en un presidente a cuatro manos.Hoy probablemente se arrepiente de aquellas palabras. Y es que la presidencia de Estados Unidos es cosa de uno, porque uno solo es el elegido. Vamos, que Mrs. Clinton no es presidenta al tiempo que su marido, sino apenas su consorte. De ah¨ª que el encargo que Clinton hizo a Hillary para que dise?ara y defendiera su proyecto de reforma de la sanidad p¨²blica estaba viciado. El presidente confundi¨® la persona de su esposa con un ¨¢lter ego, cosa que, frente a los electores y al aparato del Estado, no existe. Nadie la hab¨ªa elegido. Su nombramiento no fue llevado al Senado para confirmaci¨®n como cualquier otro alto cargo, por lo que, adem¨¢s, Hillary no es responsable pol¨ªticamente ante nadie. Muchos refunfu?aron entonces; tuvieron que callarse porque la se?ora Clinton es mucha se?ora Clinton. Lo malo es que ahora eso la convierte en un grave estorbo para su marido.
Porque en lo que s¨ª equipara la opini¨®n p¨²blica a ambas figuras es a la hora de hacerles responsables conjuntamente de las tonter¨ªas que hayan podido cometer uno u otra. L¨¦ase esc¨¢ndalo Whitewater. A medida que ha avanzado la investigaci¨®n, ha ido haci¨¦ndose m¨¢s y m¨¢s evidente la participaci¨®n principal de Hillary Clinton en el asunto: da la sensaci¨®n de que su marido intervino poco y de que no se enter¨® de casi nada. Y as¨ª, su ¨¢lter ego en la vida privada puede haberle jugado una mala pasada, porque aquellos posibles vicios privados -tal vez poco ¨¦ticos sin siquiera constituir delito, que eso est¨¢ por ver- han venido a perseguir la conducta p¨²blica de un personaje al que, como presidente de Estados Unidos, se supone intachable.
Dice el columnista William Safire que, en estos esc¨¢ndalos, la historia demuestra que el encubrimiento ha sido siempre peor que el crimen. Es probable que as¨ª haya ocurrido en Whitewater: que por soberbia ("?Me van a preguniar a m¨ª nada!") o por patoser¨ªa, la Casa Blanca haya metido innecesariamente varios palos en las ruedas de la investigaci¨®n. Por lo dem¨¢s, ?se trata de especulaci¨®n inmobiliaria, detracci¨®n de fondos il¨ªcitos para una campa?a electoral, encubrimiento de la quiebra fraudelenta de un banco o cohecho de una firma de abogados en la que Hillary y otros hasta ahora altos cargos de Washington eran socios? Comisiones del Congreso y grandes jurados hay que lo averig¨¹en. Mejor que lo hagan deprisa para no da?ar m¨¢s a la presidencia.
Porque la pregunta es: ?no hay nunca nadie libre de culpa? Para ser presidente de EE UU o primer ministro en Espa?a, ?es necesario ser tan despiadado, tan brutal, que la vida pasada del candidato deba ser un rosario de ignominias? ?Deben, nuestros l¨ªderes, ser gente sin escr¨²pulos?
Kermedy, Lyndon Johnson, Nixon, Reagan, Bush, todos cedieron a la tentaci¨®n de utilizar el poder de la Casa Blanca para ser expeditivos y resolver asuntos de la presidencia recortando alguna esquina aun a costa de la ley. En todos lados cuecen habas, y hay fontaneros, y abuso de los fondos reservados, e inmoralidades, siempre en aras del mejor bien de la comunidad, claro. Pues en todos lados se trata de una perrer¨ªa que el poder no debe cometer. Porque nuestros l¨ªderes, nuestros gobernantes, desde el teniente de alcalde al presidente, deben ser intachables. ?se es nuestro rasero. Un rasero que escapa a la simple legalidad, claro. ?Por qu¨¦ aplicarlo en un sitio como el Reino Unido u Holanda y no en otro como Estados Unidos o Espa?a?
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