El tronco y la rama
Hace justamente 150 a?os, un historiador hijo de espa?oles, que quiz¨¢ nadie conoce en Espa?a, escribi¨® unas Disertaciones sobre la historia de M¨¦xico que no comenzaban con la era de los toltecas o los aztecas, sino con la conquista de M¨¦xico por Hern¨¢n Cort¨¦s. Era el a?o de 1844. Entre revoluciones y pronunciamientos, M¨¦xico viv¨ªa "al d¨ªa, de milagro, como la loter¨ªa". Tres a?os despu¨¦s, en la guerra contra Estados Unidos, el pa¨ªs sufrir¨ªa la mutilaci¨®n de la mitad de su territorio. Al mismo tiempo, en la pen¨ªnsula de Yucat¨¢n, estallaba la sangrienta guerra de castas entre la minor¨ªa blanca y la constelaci¨®n de indios mayas que hab¨ªa decidido reconquistar el espacio f¨ªsico y teol¨®gico de sus antepasados. "Nuestra naci¨®n ha llegado de la infancia a la decrepitud", lamentaba el historiador, percibiendo en los hechos una extra?a semejanza con la historia espa?ola. Era como si tres siglos de Espa?a -sus glorias de conquista, su esplendor imperial, su larga decadencia, sus derrotas ante el poder¨ªo saj¨®n y la separaci¨®n de sus antiguos reinos indianos- se hubiesen comprimido en tres d¨¦cadas de historia mexicana.El primer emperador de M¨¦xico, el desdichado Agust¨ªn de Iturbide, se hab¨ªa referido a Espa?a y M¨¦xico como una met¨¢fora que parec¨ªa cobrar una misteriosa y casi org¨¢nica existencia: eran "el tronco y la rama". Por eso aquel historiador -su nombre era Lucas Alam¨¢n- se propon¨ªa restituir a la historia mexicana la experiencia nacional que le dio religi¨®n, orden, legislaci¨®n, usos y costumbres: la dimensi¨®n espa?ola.
Han pasado 150 a?os. Quiz¨¢ es tiempo de que la historia de Espa?a restituya plenamente para s¨ª su dimensi¨®n mexicana. Ve¨¢mosla a vuelo de p¨¢jaro, tal como aparece en nuestro siglo de caudillos, el siglo XIX. A primera vista, desde el momento en que, separada del tronco, la rama se plant¨® en tierra nueva, sus destinos parecieron no s¨®lo opuestos, sino ajenos, apenas un pu?ado de contactos en un mar de indiferencia: una frustrada invasi¨®n de tropas espa?olas en 1829; grandezas y miserias de Jos¨¦ Zorrilla compitiendo con tenorios presidentes; sue?os de reconquista por parte de la granadina Eugenia de Montijo, mujer de Napole¨®n III, disipados por el espa?ol m¨¢s querido en M¨¦xico durante aquel siglo: el general Prim; for mas oratorias de Castelar, rimas de B¨¦cquer, tiples de zarzuela, c¨¦lebres toreros... Estas parec¨ªan ser las ¨²nicas huellas visibles de Espa?a en M¨¦xico.
El propio Porfirio D¨ªaz (caudillo-presidente de M¨¦xico por casi tantos a?os como Franco) sol¨ªa decir que Espa?a hab¨ªa heredado a M¨¦xico s¨®lo dos cosas: sus plazas de toros y sus casas de empe?o. Se equivocaba profundamente. Bajo la enga?osa superficie hist¨®rica, una misma savia intrahist¨®rica -como dir¨ªa Unamuno- recorr¨ªa al tronco y la rama. A la ca¨ªda del orden imperial de Espa?a sigui¨® en M¨¦xico, como en toda Am¨¦rica, la aparici¨®n de los caudillos. Eran los hombres fuertes, los jefes, los due?os de vidas y haciendas, personajes tel¨²ricos pero tambi¨¦n hist¨®ricos, porque -como ha visto Octavio Paz eran avatares de un viejo arquetipo hispano-¨¢rabe. Luchando a favor de su herencia o execr¨¢ndola, todos llevaban la marca intrahist¨®rica de Espa?a. El cura Miguel Hidalgo, padre de la patria mexicana, era un hijo de espa?oles nacido en M¨¦xico, resentido por el desd¨¦n de Espa?a hacia los criollos, que llam¨® a los indios de su parroquia a una guerra santa en la que, sin embargo, mantuvo intocada la fidelidad a la religi¨®n y a Fernando VII; Morelos, el sacerdote insurgente que le sucedi¨®, no fundaba su lucha en Rousseau, sino en los neoescol¨¢sticos espa?oles del siglo XVII de quienes hab¨ªa aprendido la doctrina de la soberan¨ªa popular; el general Iturbide, consumador de la independencia, no s¨®lo so?aba, como casi todos los criollos de su ¨¦poca, en que Espa?a asumiera su paternidad y enviara a M¨¦xico un v¨¢stago de los Borbones, sino que discurri¨® el color rojo encarnado en la bandera nacional como eterno s¨ªmbolo de Espa?a; y ?qu¨¦ represent¨® despu¨¦s de todo ese seductor universal, ese don Juan del pronunciamiento y la asonada que fue el general Santa Anna (11 veces presidente de M¨¦xico entre 1833 y 1853), sino un ¨¦mulo de Godoy, un h¨¦roe de la picaresca espa?ola nacido en el puerto de Veracruz por casualidad? Y los dos intelectuales m¨¢s notables de la ¨¦poca -Alam¨¢n y Mora- ?no son, claramente, espejos mexicanos de Jovellanos y Feijoo?
Fueran conservadores o liberales los caudillos en la guerra de reforma (versi¨®n mexicana de las guerras carlistas), parec¨ªan personajes de P¨¦rez Gald¨®s. Se dir¨¢ que Ju¨¢rez (el presidente indio que acaudill¨® el triunfo de los liberales, fusil¨® a Maximiliano y comenz¨® a construir el Estado-naci¨®n mexicano) nada ten¨ªa de espa?ol, pero espa?ola y cat¨®lica fue la cultura que lo conform¨® y a la que ¨¦l conquist¨®. O se dir¨¢ que a Maximiliano, nacido en Viena, nada lo vinculaba con Espa?a, nada salvo la obsesiva conciencia de saberse heredero de los Reyes Cat¨®licos, cuya tumba en -Granada visit¨® a?os antes de su ascensi¨®n al ef¨ªmero trono mexicano: "Me parece una leyenda", escribi¨®, "que sea yo el primer descendiente de Fernando e Isabel que desde su ni?ez ha tenido como misi¨®n en la vida pisar un continente que ha alcanzado una importancia gigantesca para la humanidad". En cuanto a Porfirio D¨ªaz, el ¨²ltimo de los caudillos decimon¨®nicos, esa prefiguraci¨®n personalizada del PRI y de su "dictadura perfecta", ?no era un paternal y absoluto monarca Habsburgo y un imperioso reformador borb¨®nico fundidos en una misma persona? En definitiva, todos los caudillos de la antigua nueva Espa?a se alimentaban de la savia cultural de Espa?a.
As¨ª fue como la rama mexicana sigui¨® secretamente fiel al tronco hispano. Y si esta pasi¨®n filial se manifest¨® en el siglo XIX (el menos espa?ol de nuestros siglos), cabe imaginar lo que un ¨¦mulo de aquel historiador, un nuevo Lucas Alam¨¢n, podr¨ªa encontrar en los siglos anteriores, cuando la rama formaba parte del tronco. Conquistadores, misioneros, virreyes, obispos, te¨®logos, poetas, mineros, comerciantes, viajeros y aventureros desfilar¨ªan por esas p¨¢ginas, restituyendo para Espa?a una riqueza humana que inexplicablemente parece haber relegado y que por derecho propio tambi¨¦n le pertenece.
Y si el bi¨®grafo se rehusara a escudri?ar en las intrincadas paleograf¨ªas de aquellos hombres del Renacimiento, la Contrarreforma, el Barroco o la Ilustraci¨®n, y saltando sobre el siglo XIX llegara al nuestro, descubrir¨ªa tambi¨¦n, acaso para su mayor sorpresa, que en el siglo XX la dimensi¨®n mexicana de la historia espa?ola es ancha como Castilla. Seguir¨ªa a Valle-Incl¨¢n viajando por M¨¦xico y escribiendo "indio mexicano, mano en la mano, primero colgar al encomendero, despu¨¦s segar el trigo", recoger¨ªa amorosamente la obra de tantos transterrados espa?oles (poetas, fil¨®sofos, historiadores, cient¨ªficos, artistas, editores), verdadera transfusi¨®n cultural del viejo tronco a la antigua rama; dedicar¨ªa sendos cap¨ªtulos a la tertulia de uno de los escritores m¨¢s importantes de M¨¦xico que vivi¨® largos a?os en Madrid -Alfonso Reyes-; a la influencia de otro escritor -Mart¨ªn Luis Guzm¨¢n-, secretario de Manuel Aza?a; a la profunda huella de Ortega y su Revista de Occidente en las generaciones mexicanas; a los muchos artistas y escritores mexicanos que se enrolaron en la guerra civil, a los empresarios espa?oles que han jugado un papel clave en el desarrollo econ¨®mico de M¨¦xico. Y abrir¨ªa una interrogaci¨®n final sobre la influencia de la joven democracia espa?ola en la todav¨ªa in¨¦dita democracia mexicana.
"M¨¦xico", escribi¨® prof¨¦ticamente el poeta espa?ol Jos¨¦ Moreno Villa, "es un pa¨ªs donde nadie ha muerto: Cuauht¨¦moc y Cort¨¦s, Hidalgo, Ju¨¢rez, Villa y Zapata siguen vivos". La rama sigue obsesionada con su origen: con la tierra ind¨ªgena de la que parti¨®, con el tronco de la cepa hispana que le dio su idioma, su religi¨®n y cultura. Espa?a, en cambio, parece por momentos un pa¨ªs sin historia o, m¨¢s precisamente, un pa¨ªs que se ha sometido voluntariamente a una operaci¨®n de amnesia. ?No es extra?o que las grandes biograf¨ªas de espa?oles las escriban los ingleses? ?No es un misterio que a estas alturas no exista una biograf¨ªa moderna del propio Ortega escrita por un espa?ol? All¨¢, en la antigua Nueva Espa?a, todos viven; ac¨¢, en la Espa?a nueva, todos han muerto; no s¨®lo los que se fueron a hacer la Am¨¦rica, sino los que se quedaron. La rama padece la gravitaci¨®n excesiva del pasado, el tronco padece el ciego llamado del futuro. El destino parece invitar a un nuevo pacto de entrelazamiento: M¨¦xico, en esta hora, necesita dar el salto a la libertad y la democracia; Espa?a, por su parte, debe ejercer un movimiento distinto aunque no menos arduo: olvidarse del olvido.
Enrique Krauze es historiador mexicano, autor del libro Siglo de caudillos, ganador del Premio Comillas 1993.
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