Observar la Tierra
Hace ya una treintena de a?os que una flotilla de sondas espaciales pululan por el Sistema Solar escudri?ando los cuerpos que lo componen; desde el gigantesco J¨²piter hasta min¨²sculos asteroides o cometas. Muchas de esas sondas fracasaron como, hace bien poco, el Mars Observer, cuya misi¨®n era el estudio detallado de Marte; otras cumplieron, envi¨¢ndonos datos que han ampliado enormemente nuestra comprensi¨®n de los cuerpos en ¨®rbita alrededor del Sol.Hace cerca de veinte a?os, por ejemplo, las naves Viking lograron depositar m¨®dulos de observaci¨®n sobre la superficie de Marte, transmitiendo informaci¨®n extremadamente valiosa acerca de su atm¨®sfera y de su suelo. M¨¢s recientemente, la sonda Magallanes ha orbitado alrededor de Venus, perforando, con ayuda de su radar, la espesa capa de nubes que lo cubre y desvel¨¢ndonos su relieve con fant¨¢stico detalle. En ambos casos se ha intentado, entre otras cosas, reconstruir la historia de esos planetas, lo que puede arrojar luz sobre el nuestro, e investigar la posible presencia de vida, ahora o en el pasado. Con resultados, hasta el momento, inapelablemente negativos.
La nave Galileo, por su parte, actualmente en viaje hacia J¨²piter, es la que ha seguido una trayectoria m¨¢s compleja de todas cuantas se han lanzado hasta el momento. Hace ahora tres a?os, su alambicada trayectoria lo condujo a las proximidades de la Tierra, donde tom¨® su ¨²ltimo impulso gravitatorio, permiti¨¦ndonos, de paso, comparar lo que sabemos acerca de nuestro propio planeta con la visi¨®n que una nave espacial puede tener desde unos Docos miles de kil¨®metros de distancia.
En particular, ?ser¨ªan unos eventuales viajeros de la nave capaces de detectar la presencia de vida, y de vida inteligente, desde esa distancia, min¨²scula en t¨¦rminos astron¨®micos? Esa es la pregunta que se plantearon algunos cient¨ªficos, entre ellos Carl Sagan. La respuesta, publicada recientemente, es, en cierto modo, decepcionante. No resulta visible ninguna estructura achacable a seres vivos, ni es posible observar la actividad directa de ¨¦stos, sean humanos o no. Los datos que indicar¨ªan la presencia de vida son globales: la composici¨®n de la atm¨®sfera, absolutamente fuera del equilibrio, b¨¢sicamente por la presencia de ox¨ªgeno y de otros gases de origen biol¨®gico. Y, en lo que a los humanos se refiere, las emisiones codificadas de radiaci¨®n electromagn¨¦tica, es decir una consecuencia del entramado de telecomunicaciones, s¨®lo existente desde hace menos de un siglo, un instante en la vida del planeta. Ninguna evidencia, pues, que pueda ser captada por un observador sobre la nave a simple vista y sin ayuda de sofisticados instrumentos.
M¨¢s all¨¢ de estos ejercicios, importantes para saber qu¨¦ podemos esperar de misiones a otros cuerpos celestes, hemos aprendido que desde el espacio podemos acceder a conocimientos globales acerca de nuestro planeta, dif¨ªciles de obtener con observaciones locales sobre su superficie. Ese es el sentido de misiones espaciales cuyo objetivo no es un lejano planeta sino la propia Tierra, como, por ejemplo, la desarrollada por el sat¨¦lite ESR-1 en ¨®rbita sobre los polos. O el ¨²ltimo vuelo de la nave tripulada Endeavour, que durante algunos d¨ªas ha explorado, desde unos 215 kil¨®metros de altura, la atm¨®sfera y algunas regiones de la superficie con sus instrumentos, en particular dos radares, tal y como hizo la Magallanes sobre Venus. Pronto conoceremos los hallazgos que, desde ese privilegiado punto de vista, haya podido hacer.
En todo caso, lo que ya sabemos es que la tecnolog¨ªa creada para estudiar cuerpos celestes puede aplicarse con provecho en el estudio de aquel sobre el que vivimos, mucho menos conocido de lo que se piensa.
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