El Prado imaginario
El Museo del Prado no es el mejor museo del mundo -hay muchos museos hermosos, cada uno con su particular atractivo y especializaci¨®n pero es, quiz¨¢s, el que contiene los ejemplos m¨¢s extremosos de la expresividad pict¨®rica de la antig¨¹edad. Una belleza no dependiente de la belleza de las formas o de la seducci¨®n de los temas, ya ni siquiera de la maestr¨ªa de su tratamiento, sino de su capacidad de convulsi¨®n, de desgarro o de permanencia, es decir, de otra belleza cuya ¨²nica posible definici¨®n ser¨ªa la palabra "intensidad". El Prado no es solamente uno de los museos m¨¢s bellos del mundo, sino que es, sin duda alguna, el m¨¢s intenso. Esta intensidad la hallaremos no solamente en obras aisladas, sino en tres conjuntos especialmente definidores de una conmoci¨®n, pl¨¢stica relacionada con la intemporal barroquizaci¨®n de las formas. Convulsi¨®n de las formas, dinamismo de las estructuras, agitaci¨®n de las superficies. Una monstruosidad superpuesta a la representada, una monstruosidad esencialmente pl¨¢stica, inscrita en el concepto. Una latente obscenidad pl¨¢stica inscrita en la sexualizaci¨®n del conjunto, conformando tres aspectos del barroco m¨¢s extremoso; he aqu¨ª un aspecto fundamental de la historia del arte que el Prado contiene, disperso en sus entra?as, como tres manifiestos, tres conjuntos te¨®ricos y tres desgarros individuales: las pinturas horizontales de Rubens, las pinturas verticales del Greco, las pinturas negras de la Quinta del Sordo de Goya.
En mi visi¨®n actual, tras el largo camino recorrido, priva la persistencia de ciertas im¨¢genes obsesivas relacionadas con mi propio trabajo de pintor, im¨¢genes extraordinariamente activas, a pesar de una ya larga complicidad. Otras im¨¢genes han quedado relegadas en el dominio de la contemplaci¨®n, manteniendo su aura sublime ya transformada en placentera nostalgia. No es preciso denominar qu¨¦ obra, en el pasado, una violenta y pat¨¦tica emoci¨®n, ni qu¨¦ otra confirm¨® la permanencia de un innombrable misticismo, ni tampoco cu¨¢l fue la que incit¨®, en su contemplaci¨®n, una fuerte pulsaci¨®n sexual. No es preciso, por supuesto, mencionar a Vel¨¢zquez, maestro de pintores, ni a Ribera y Zurbar¨¢n, due?os de la trascendencia superadora del modelo. Todas ellas, por supuesto, forman parte de la lista de los fantasmas perennes, pues siendo consciente de que ninguna elecci¨®n es inocente, hallo satisfactoria compa?¨ªa junto a ciertas presencias que todav¨ªa reviven en m¨ª un estado auroral, un deslumbramiento adolescente, conservando el fervor de su pagano misterio.
Del largo viaje, alrededor de la pintura, del gran archivo de la memoria, del amplio y bien surtido gabinete de las maravillas del que el Prado es generoso proveedor, ahora quiero escoger solamente tres obras matrices, tres mantenidos pretextos para la personal labor, tres intensidades bien diferentes. Aparte del monstruo ¨²nico -me refiero especialmente a los enanos y bufones de Vel¨¢zquez- y de la monstruosidad barroca a que nos hemos referido, y cuyos conjuntos constituyen teor¨ªas y armazones que iluminan rec¨ªprocamente el presente y el pasado, quiero limitarme al m¨ªnimo recuento de fidelidades, al breve recuento de su intensidad formulado a trav¨¦s de la personal fascinaci¨®n.
Desde muy ni?o me ha obsesionado el Cristo de Vel¨¢zquez, con su rostro oculto entre cabelleras negras de bailaora flamenca, con sus pies de torero, con su estatismo de marioneta de carne convertida en Adonis. Osad¨ªa de la parcial ocultaci¨®n del rostro, pero sobre todo la presencia del negro intemporal, pues no siendo estatua la figura, ni paisaje el ausente decorado de oficio de tinieblas, la transpiraci¨®n general del cuadro nos habla de una convulsi¨®n escondida, de una enigm¨¢tica afirmaci¨®n en el vac¨ªo. Podr¨ªa incluso contemplarme en el brumoso museo de las manos del padre, empeque?ecido, contemplando con fascinaci¨®n aquello que en la memoria era inmenso, terrible y a un tiempo pac¨ªfico crucifijo. De la misma forma que el ni?o vestido de marinero frente al enorme y pavoroso espectro del sex appeal de un diminuto y hermoso cuadro de Salvador Dal¨ª.
La segunda obra es el retrato de Felipe II atribuido hasta hace poco tiempo a S¨¢nchez Coello. Frente a esta obra, que provoca en m¨ª tanto el rechazo como la admiraci¨®n, me he preguntado siempre si la resonancia espacial y la efectividad pict¨®rica del sombrero y del cuerpo negro sobre el fondo terroso, el surgimiento del rostro afirmador entre espuma y medusas, no es m¨¢s importante desde el punto de vista pl¨¢stico que la imagen detestada y a cuanto ella significa. Me he preguntado tambi¨¦n si la necesidad de liberarme del "peso de la historia" mediante la personal referencia a esta imagen no es m¨¢s fuerte que la atracci¨®n persistente por ciertas obras, no necesariamente las mejores, ya para siempre fijadas en el museo personal de las obsesiones.
La tercera pintura es el mal llamado Perro enterrado en la arena, de Goya, obra en la que una desmesurada zona dorada acent¨²a la curva marr¨®n de la tierra y la peque?ez de la m¨ªnima y viva presencia que permanece pasmada y sobrecogida. Desde ni?o me he sentido fascinado por esta imagen extremosa que, por extra?os vericuetos, ha permanecido siempre asociada al recuerdo del patito feo del cuento infantil y a su manifestaci¨®n de asombro al surgir del redil y contemplar la vastedad del mundo. La cabeza del perro, que surge tras la colina, parece haber dejado de observar una desaparecida presencia, fuente de hipn¨®tico terror, probablemente situada fuera de los l¨ªmites del cuadro, oper¨¢ndose de esta forma una metamorfosis que altera su origen. Desde este espacio mental somos ahora contemplados. Permanecemos frente a la curvada zona de un antipaisaje -ni muro, ni roca, ni arenas movedizas- y la comunicaci¨®n establecida entre el prolongado aullido del espectro y nosotros mismos acaba por sustituirnos. Quiz¨¢s, la cabeza de perro asom¨¢ndose, siendo nuestro retrato de soledad, no es otra cosa que el propio Goya contemplando "algo que est¨¢ sucediendo".
"Nada le quedaba de su infancia excepto una serie de cuadros brillantemente iluminados y sin fondo, que en su mayor¨ªa le resultaban ininteligibles", afirma Orwell al referirse a Winston, personaje de su obra 1984. Pues bien, ¨¦stos son mis tres cuadros fuertemente iluminados que provocando misterio, admiraci¨®n y desaz¨®n. En cierto modo son como algo equiparable al trineo de El ciudadano Kane, de Orson Welles, es decir, como un fetiche constituido por tres estampitas que representan un perro, un crucificado y un rey. ?Qu¨¦ mejor prueba de admiraci¨®n y de respeto por un gran museo?
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.