Un adi¨®s a Onetti
Suena el tel¨¦fono y me dicen que Onetti se ha muerto. Percibo las cosas como desenfocadas, la luz excesiva de una tarde veraniega de mayo que ¨¦l ya no puede ver: alguna vez, de pie tras este mismo balc¨®n por el que miro mientras me dan detalles de la muerte de Onetti, me he acordado del doctor D¨ªaz Grey, solo y pensativo junto al balc¨®n de su consultorio, ligeramente inclinado, rozando con la frente el cristal mientras se desabrocha la bata de m¨¦dico, la t¨²nica, seg¨²n dicen, en el R¨ªo de la Plata. Lo m¨¢s raro del mundo exterior debe de ser su neutralidad ante la muerte de alguien, la indiferencia que uno encuentra en su coraz¨®n cuando todav¨ªa es incapaz de entender ese hecho imposible y com¨²n, el m¨¢s imposible y el m¨¢s com¨²n de todos, morirse.Hace unas semanas, en Montevideo, comprobaba con alegr¨ªa, casi con orgullo personal, la presencia esquiva y a la vez contundente de Onetti y de su literatura, tan lejos, al otro lado del mar que ¨¦l cruz¨® hace 19 a?os para no volver. En un acto oficial el presidente de la Rep¨²blica y el ministro de Cultura de Uruguay nombraban a Onetti con admiraci¨®n y respeto. En una calle de Montevideo, en un puesto de libros viejos, encontr¨¦ un volumen antiguo con letras de tangos y una edici¨®n hecha en 1967 de Los adioses: un libro delgado, impreso en papel muy malo, con una cubierta que casi se desprend¨ªa, con la firma compartida de un hombre y de una mujer repiti¨¦ndose en la primera p¨¢gina y en la ¨²ltima, y tambi¨¦n en algunas de las intermedias, como si hubieran querido sellar su posesi¨®n del libro y su mutua lectura, el tesoro indestructible y precario que hab¨ªan adquirido. Compr¨¦ el libro por una ternura imaginaria hacia ellos, que lo perdieron o tuvieron que malvenderlo, por lealtad a Onetti, para que Los adioses no se quedara en aquella intemperie de libros usados y malbaratados, de libros rotos y perdidos.
Lo rele¨ªa en el hotel, a la luz limpia de la tarde de Montevideo, y pensaba que cuando volviera a Madrid le pedir¨ªa a Onetti que me dedicara ese ejemplar, y que cuando ¨¦l lo viera y lo tocara tal vez tendr¨ªa una sensaci¨®n de sutil irrealidad y prodigio como la que tiene el Viajero en el Tiempo de Wells al tocar los p¨¦talos de una rosa tra¨ªda del futuro lejano. Hojeaba tambi¨¦n el otro libro, el de las letras de tangos, impreso en un papel tan de estraza como el de la novela de Onetti, con la cubierta igual de gastada, y el azar de haberlos encontrado juntos me. suger¨ªa una correspondencia ¨ªntima entre los dos: m¨¢s de una vez cont¨® Onetti la emoci¨®n y el dolor que le provocaban los tangos, sobre todo al final, en la vejez y el destierro, en la certidumbre insoportable de la lejan¨ªa y de la gradual imposibilidad de volver.
Libros gastados
Y me acordaba, echado en la cama, de los libros sobre la mesa de noche de Onetti, en su casa de Madrid, los libros tan gastados, usados y le¨ªdos como los que yo hab¨ªa comprado pensando en ¨¦l al otro extremo del mundo. Novelas policiales en ediciones baratas, un cenicero con colillas, medicinas, una mesa auxiliar, al lado de la cama, hacia la que ¨¦l alargaba la mano para tomar un cigarrillo con las puntas de los dedos o para volcar un poco de agua y de whisky en un vaso. Fumaba, beb¨ªa whisky aguado a sorbos cortos, le¨ªa volcado en una postura imposible, hablaba con pasi¨®n y con furia, con una maestr¨ªa absoluta en el entusiasmo y en el desprecio. Al general Franco lo segu¨ªa llamando El enano sangriento, con una rabia admirable que. los a?os no hab¨ªan mitigado. Hablaba de Nabokov, de Borges, de Faulkner, con un entusiasmo que nadie parece sentir ya por nada, y menos los literatos por los libros. Su mirada, tan cerca, ten¨ªa una intensidad insoportable: parec¨ªa que miraba desde el otro lado de las cosas, desde una soledad y una clarividencia en las que estaba acompa?ado no s¨®lo por la vejez y el exilio, sino tambi¨¦n por la muerte.
Dolly, su mujer, contaba algo sobre los tiempos en que se hab¨ªan conocido y ¨¦l la interrumpi¨® mir¨¢ndome con sus ojos dilatados y h¨²medos como si a trav¨¦s, de m¨ª viera toda la extensi¨®n de la lejan¨ªa y de los a?os:
-Rub¨¦n dijo, "s¨®lo hay dos cosas, arrepentimiento y olvido".
No he conocido a nadie, en estos tiempos miserables, que se le aproximara en su incorruptible amor a la literatura, en su radicalismo moral. Pero su integridad no lo convert¨ªa en un predicador, del mismo modo que ni su cautiverio ni su destierro lo convirtieron en un m¨¢rtir: a nadie le pas¨® factura por sus sufrimientos en la c¨¢rcel durante el s¨®rdido r¨¦gimen militar que infam¨® a su pa¨ªs. Estaba tan dotado para la iron¨ªa como para el desprecio: ahora yo prefiero atestiguar su generosidad. Una vez, por tel¨¦fono, estuvo bromeando sobre un art¨ªculo m¨ªo en el que yo hablaba de ¨¦l y de Borges:
-Te van a matar estos gallegos, siempre citando a escritores sudacas.
Irrealidad
Ahora, cuando me cuentan que se ha muerto, no cobro conciencia todav¨ªa de lo que significa eso, esa canallada. habitual e inaceptable, la muerte de alguien. M¨¢s que dolor, lo que siento es irrealidad, irrealidad y gratitud. Me acuerdo de Montevideo, donde reviv¨ª de pronto los primeros cap¨ªtulos de Dejemos hablar al viento. Me acuerdo del doctor D¨ªaz Grey, quit¨¢ndose la bata de m¨¦dico junto a un balc¨®n, como si se rindiera, como se ha rendido Onetti a los 84 a?os de la obstinaci¨®n de vivir. Pero me quiero acordar sobre todo de una despedida, hace a?os, cuando al decirle yo adi¨®s Onetti retuvo mi mano y la apret¨® muy fuerte en la suya, que ten¨ªa en la palma una temperatura de fiebre, y me dijo en voz baja: "Es lindo sentirse amigo".
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