Opiniones respetables
En nuestra sociedad abundan venturosa y abrumadoramente las opiniones. Quiz¨¢ prosperan tanto porque, seg¨²n un repetido dogma que es el non plus ultra de la tolerancia para muchos, todas las opiniones son respetables. Concedo sin vacilar que existen muchas cosas respetables a nuestro alrededor: la vida del pr¨®jimo, por ejemplo, o el pan de quien trabaja para gan¨¢rselo, o la cornamenta de ciertos toros. Las opiniones, en cambio, me parecen todo lo que se quiera menos respetables: al ser formuladas, saltan a la palestra de la disputa, la irrisi¨®n, el escepticismo y la controversia. Afrontan el descr¨¦dito y se arriesgan a lo ¨²nico que hay peor que el descr¨¦dito, la ciega credulidad. S¨®lo las m¨¢s fuertes deben sobrevivir, cuando logren ganarse la verificaci¨®n que las legalice. Respetarlas ser¨ªa momificarlas a todas por igual, haciendo indiscernibles las que gozan de buena salud gracias a la raz¨®n y la experiencia de las infectadas por la ?o?er¨ªa seudom¨ªstica o el delirio.Tomemos, por ejemplo, uno de nuestros debates, televisivos de corte popular en el que se afronte alguna cuesti¨®n peliaguda como los platillos volantes, la astrolog¨ªa (sobre este tema hubo uno reciente muy movido, en el que Gustavo Bueno y dos astrof¨ªsicos se enfrentaban a una selecci¨®n de embaucadores particularmente correosa que contaba con la simpat¨ªa beocia de la audiencia), la curaci¨®n m¨¢gica de las enfermedades o la inmortalidad del alma. Cualquiera de los participantes puede iniciar su intervenci¨®n diciendo: "Yo opino... ". Pues bien, esa cl¨¢usula aparentemente modesta y restrictiva suele funcionar de hecho como todo lo contrario. Y es que hay dos usos diferentes, opuestos dir¨ªa yo, del opinar. Seg¨²n el primero de ellos, advierto con mi "yo opino" que no estoy seguro de lo que voy a decir, que se trata tan s¨®lo de una conclusi¨®n que he sacado a partir de argumentos no concluyentes y que estoy dispuesto a revisarla si se me brindan pruebas contrarias o razonamientos mejor fundados. En ning¨²n caso dir¨ªa "yo opino" para luego aseverar que dos m¨¢s dos son cuatro o que Par¨ªs es la capital de Francia: lo que precisamente advierto con esa f¨®rmula cautelar es que no estoy tan seguro de lo que aventuro a continuaci¨®n como de esas certezas ejemplares. ?ste es el uso impecable de la opini¨®n.
Pero, en otros casos, decir "yo opino" viene k significar algo muy distinto. Prevengo a quien me escucha de que la aseveraci¨®n que formulo es m¨ªa, que la respaldo con todo mi ser y que, por tanto, no estoy dispuesto a discutirla con cualquier advenedizo ni a modificarla simplemente porque se me ofrezcan argumentos adversos que demuestren su falsedad. Theodor Adorno, en un excelente art¨ªculo titulado Opini¨®n, demencia, sociedad, describe as¨ª esta actitud: "El yo opino no restringe aqu¨ª el juicio hipot¨¦tico, sino que lo subraya. En cuanto alguien proclama como suya una opini¨®n nada certera, no corroborada por experiencia alguna, sin reflexi¨®n sucinta, la otorga, por mucho que quiera restringirla, la autoridad de la confesi¨®n por medio de la relaci¨®n consigo mismo como sujeto". Este modelo de opinante convierte cualquier ataque a su opini¨®n en una ofensa a su propia persona. Para ¨¦l, lo concluyente en refrendo de un dictamen no son las pruebas ni las razones que lo apoyan, sino el hecho de que alguien lo formula rotundamente como propio, identificando su dignidad con la veracidad de lo que sostiene. Como cada cual tiene derecho a su opini¨®n, lo que nadie puede recusar, se entiende que todas las opiniones son del mismo rango y conllevan la misma fuerza resolutiva, lo cual destruye cualquier pretensi¨®n objetiva de verdad. Este es el uso espurio de la opini¨®n.
En el debate televisivo al que antes alud¨ªamos, cualquier pretensi¨®n de acuerdo sobre lo plausible suele quedar descartada de antemano. Quien insiste en que no se tome por aceptable m¨¢s que lo racionalmente justificado sienta de inmediato plaza de intransigente o dogm¨¢tico, vicios de lo m¨¢s detestables. La resurrecci¨®n de los muertos y la funci¨®n clorof¨ªlica de ciertas plantas pasan por ser opiniones igualmente respetables: el que no lo cree as¨ª y protesta est¨¢ ofendiendo a sus interlocutores, conculcando su b¨¢sico derecho humano a sostener con pasi¨®n lo inverificable. La actitud de quien gracias a su fe particular "lo tiene todo claro" se presenta no s¨®lo como perfectamente respetable desde la discreci¨®n cort¨¦s, sino hasta desde el punto de vista cient¨ªfico. En esos programas no hay disparate que no se presente como avalado por "importantes cient¨ªficos". Si es as¨ª, ?por qu¨¦ nunca hab¨ªamos o¨ªdo antes hablar de ello? Nos lo aclaran enseguida: porque lo impide la ciencia "oficial", mafia misteriosa al servicio de los m¨¢s inconfesables intereses. Otros, menos paranoicos, pero m¨¢s descarados, convierten la propia ciencia moderna en aval de la irracionalidad desaforada. Recuerdo un espacio televisivo en que se discut¨ªan los casos de "combusti¨®n espont¨¢nea" que aquejan a determinadas personas por causas impenetrables, aunque probablemente extraterrestres. Un reputado f¨ªsico argumentaba educadamente contra varios farsantes, todos los cuales ten¨ªan muy clara su "respetable" opini¨®n. Cuando se mencion¨® el m¨¦todo cient¨ªfico, uno de los embaucadores -parapsic¨®logo o cosa semejante- pontific¨® muy serio: "Mire usted: la ciencia moderna se basa en dos principios, el de relatividad, que dice que todo es relativo, y el de incertidumbre, que asegura que no podemos estar seguros de nada. As¨ª que tanto vale lo que usted dice como lo que digo yo y ?viva la combusti¨®n espont¨¢nea!".
La filosof¨ªa arrastra una vieja enemistad contra la opini¨®n, entendida en el infecto segundo sentido que hemos descrito. Y no porque sea la filosof¨ªa una ciencia emp¨ªrica ni porque tenga acceso privilegiado a la verdad absoluta, sino porque es su misi¨®n defender el contraste razonable de las opiniones y entre las opiniones, su justificaci¨®n no a partir de lo inefable o lo inverificable, sino por medio de lo p¨²blicamente accesible, de lo inteligible por todos y cada uno. Parece m¨¢s importante que nunca que siga conservando hoy tambi¨¦n ese antagonismo cr¨ªtico, cuando los medios de comunicaci¨®n han multiplicado tanto el n¨²mero de opinantes encallecidos. Por eso, resulta especialmente grave el retroceso del papel de la filosof¨ªa en los estudios de bachillerato, que antes o despu¨¦s puede llevar a su abolici¨®n acad¨¦mica (la otra. no depende de los ministros, si no, ya hubiera tenido lugar). Cuando protest¨¦ por esta marginaci¨®n ante un responsable del plan de estudios, me repuso con toda candidez burocr¨¢tica: "Date cuenta, ense?ar filosof¨ªa es cosa muy complicada. ?Hay opiniones para todos los gustos!". A veces siento cierto des¨¢nimo, que considero plenamente respetable.
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