Las ilusiones
La imagen de Gil-Albert, quebradiza como los palillos sobre los que salta un p¨¢jaro, puede prestarse a equ¨ªvocos. Un hombre que est¨¢ solo porque ha elegido estarlo, jam¨¢s es un hombre d¨¦bil. Quien como ¨¦l no le teme al silencio, es alguien firme y poderoso, aunque le veamos durante a?os "del sal¨®n en el ¨¢ngulo oscuro".Su romanticismo fue un romanticismo de contemplaci¨®n y' en cierto modo, de mesa camilla. Pero no fue un hombre sombr¨ªo, sino m¨¢s bien afirmativo y luminoso; como a todos los vagamente epic¨²reos, le gustaban los frutos de Homero: la uvas maduras y los cuerpos. Es decir, como titul¨® en un libro de poemas, Las ilusiones: lo que no existe y lo que nos mantiene vivos.
Hace algunos a?os, su amigo el pintor Ram¨®n Gaya, en una memorable sobremesa entre amigos, relat¨® a quienes no la conoc¨ªan la apasionante saga familiar de los Gil-Albert. Pasada la frontera de la medianoche lo que hab¨ªa empezado siendo un relato estrecho y provinciano, era ya un ancho y manso delta dibujado por mil canales.
Se trataba de una historia galdosiana m¨¢s que proustiana, como se ha repetido. El tono Bringas (podr¨ªamos llamarlo tambi¨¦n el tono Balzac), dominaba el conjunto.
?pera y ferreter¨ªa
Abundaban en aquel relato esas historias tan corrientes en la provincia espa?ola en la que los palcos de la ¨®pera (quince d¨ªas al a?o) se mezclan con el negocio ferretero (del a?o entero); historias en las que se enredan autos, mec¨¢nicos y decadencia, y en las que los secretos de alcoba se disputan la verdad con los secretos a voces.
Tambi¨¦n el propio Gil Albert reuni¨® todos esos recuerdos en uno de los m¨¢s ambiciosos libros de memorias de nuestra literatura reciente. Lo titul¨® Cr¨®nica general. Como en los grandes retablos nuestros, tan extraordinarios a veces y admirables, los panes de oro duermen en un estofado de escayola.
Cuando las tornas cambiaron, fueron muchos los que se apropiaron del t¨¦rmino exilio interior, que rapi?aron sin escr¨²pulos, pero si a alguien pudiera aplicarse el apodo de exiliado interior es a ¨¦l. Tampoco hizo alarde de ello. La guerra y la posguerra, despu¨¦s de haberlas perdido, le interesaron muy poco, a salvo en la moralidad de su silencio.
Se dedic¨® a escribir y a meterlo todo en un caj¨®n. Fueron poemas, ensayos, p¨¢ginas biogr¨¢ficas, alguna novela, que de haberse publicado en su momento habr¨ªan sido otra derrota: jam¨¢s el tiempo ha sido ben¨¦volo con los hombres sensibles y discretos.
Las fotograf¨ªas que le hicieron y la imagen que ¨¦l mismo cultivo, nos dan un personaje-; que tiembla como las plumas del marab¨², lo cual es del todo inexacto e injusto, porque fue un hombre cuyo valor rayaba en la temeridad: alguien contaba c¨®mo en la guerra, en el frente de Arag¨®n, mientras los otros milicianos aguantaban los bombardeos rostro en tierra, Gil Albert se dedicaba a estudiar sin pesta?ear, tumbado boca arriba, la trayectoria de las bombas que se les ven¨ªan encima.
Desde que volvi¨® del exilio americano, y hasta que poetas como Gil de Biedma, Brines, Villena, Fernando Ortiz o Abelardo Linares llamaron la atenci¨®n sobre su obra, llev¨® una existencia en la que en cierto modo segu¨ªa levantando la cabeza para mirar el cielo, observando el espect¨¢culo, no menos gravitatorio ni mort¨ªfero, de una vida diaria bastante marginada.
Despu¨¦s de un peque?o hervor de actualidad, su existencia torn¨® al silencio. Poco a poco perdi¨® incluso la memoria de lo propio y lo ajeno, como si las mismas balas de lo cotidiano lo hubieran olvidado.
Entre sus libros, los homenajes a la verdad y a la belleza son frecuentes, en un tono que puede resultar extra?o: parecen p¨¢ginas de un poeta eleg¨ªaco, pero en realidad lo son de alguien que celebra sin desmayo los verdes racimos de la vida, es decir, las viejas ilusiones que mantienen en pie a los hombres m¨¢s puros.
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