Todas las edades
Desde muy joven yo trat¨¦ a dos escritores viejos que hab¨ªan nacido el mismo a?o y no se hab¨ªan llevado mucho ni demasiado bien entre s¨ª. Uno, Vicente Aleixandre, era c¨¢lido, entusiasta y curioso, ingenuo y malicioso a la vez, esencialmente bondadoso, pero con capacidad para la indignaci¨®n; un hombre de gran astucia y que por tanto la disimulaba, con un fuerte sentido de la circunstancia y de lo teatral, el abuelo perfecto: divert¨ªa, ense?aba, escuchaba y aconsejaba. Muri¨® hace casi diez a?os.Ahora ha muerto el otro, la vieja escritora mucho m¨¢s vieja, Rosa Chacel. A ella la conoc¨ª no de joven, Sino de ni?o, la primera vez que vino a Madrid tras su exilio debido a la guerra, hace m¨¢s de 30 a?os. No ten¨ªa entonces un aspecto muy distinto del que tuvo hasta anteayer, ni la cabeza m¨¢s clara, ni menor experiencia. Como una vez me dijo, ella ten¨ªa toda la experiencia desde que naci¨®, quiz¨¢ incluso desde un poco antes, seg¨²n se atrevi¨® a contar en su excelente- autobiograf¨ªa, Desde el amanecer.
Rosa Chacel ven¨ªa del Brasil, y de all¨ª sigui¨® viniendo durante muchos a?os, cada vez que aparec¨ªa por la casa de mis padres, uno de los m¨¢s ex¨®ticos personajes de la galer¨ªa de ex¨®ticos que sol¨ªa desfilar por all¨ª, quiz¨¢ atra¨ªdos por la normalidad de un hogar en regla, con marido y mujer y cuatro ni?os correteando por los pasillos. En aquel tiempo era una completa desconocida en su pa¨ªs, de manera que tard¨¦ en poder verla como escritora (carec¨ªa de la dimensi¨®n p¨²blica), y sin embargo, tampoco pod¨ªa verla como a "una se?ora" sin m¨¢s, como si ese concepto hubiera estado siempre re?ido con ella, pese a su f¨ªsico, ya entonces venerable, y su peinado de cuento ingl¨¦s.
Nunca pudo ser una abuela perfecta porque, desmintiendo las apariencias, hab¨ªa en ella algo fuertemente infantil y caprichoso y de desobediente que la acercaba a cualquier edad, incluida la de un ni?o de nueve o diez a?os, no digamos la de un adolescente o un universitario. Como si las tuviera todas. Pose¨ªa una extra?a capacidad para hacerle ver a cualquiera que tambi¨¦n estaba a su altura, que pod¨ªa establecer con ¨¦l una relaci¨®n de compa?erismo, por consiguiente de rivalidad. Nunca pude verla como a una anciana, ni entonces ni siquiera anteayer. No ped¨ªa respeto y no lo ten¨ªa para con nadie, no esperaba buenas palabras y por tanto no las brindaba con facilidad, se pemit¨ªa ignorar el mundo puesto que el mundo la ignoraba a ella.
A veces, en medio de una tertulia, preguntaba sinceramente: "?Pero qui¨¦n es este Kennedy del que habl¨¢is sin parar?" (esto en 1962); o bien afirmaba sin la menor preocupaci¨®n (esto en 1989): "Gorbachov. Ah, no lo conozco. ?Un pol¨ªtico? No me interesa". No hab¨ªa fingimiento en ello, uno notaba que era la pura verdad. Pero a la vez era una de las personas m¨¢s despiertas y penetrantes que yo he conocido, siempre alerta para lo que le interesaba, con sus enormes facultades de observaci¨®n y divagaci¨®n siempre a punto: "?sta es la cosa", sol¨ªa concluir, "¨¦sta es la cosa", tras una exhaustiva disquisici¨®n o m¨¢s bien an¨¢lisis microsc¨®pico de alg¨²n detalle que hab¨ªa puesto en marcha su maquinaria de trituraci¨®n.
La verdad es que era implacable, o, como ella prefer¨ªa decir, "despiadada". Nunca he visto a nadie utilizar los diminutivos del castellano con mayor venenosidad: "Esta mujercita...", "este ni?ito...", "este poetita...". Era para echarse a temblar. Por suerte, y que yo sepa, a m¨ª no me los aplic¨®, aunque cuando empec¨¦ a publicar a los 19 a?os no me libr¨¦ de unas cuantas iron¨ªas que me hicieron re¨ªr: "Imprevisible criatura", "ni?o descomunal", as¨ª me llamaba en sus cartas de los a?os setenta, y me doy por contento de que no fuera m¨¢s all¨¢.
No hace falta decir que alguien tan perspicaz era tambi¨¦n despiadada consigo misma, y s¨®lo en eso disimulaba en p¨²blico: se trataba mejor de lo que se trataba en privado, porque en privado se perdonaba poco y se administraba la misma acidez que guardaba para los dem¨¢s. Eso puede verse muy bien en sus diarios, titulados Alcanc¨ªa. Y aunque era muy sensible al halago, no acababa de cre¨¦rselos del todo nunca, quiz¨¢ por eso no le bastaban. Tal vez su mayor limitaci¨®n era que s¨®lo apreciaba la inteligencia, es decir, no era capaz de apreciar a nadie por las muchas cosas apreciables que puede haber en las personas y que a veces no van acompa?adas de la inteligencia o incluso se repelen con ella. En su ¨²ltima dedicatoria me escribi¨®: "Para Javier, con todo el cari?o de la persona intolerable que soy".
Una vez la enga?¨¦ en una carta. Le dije que me faltaba experiencia "como el morado a la bandera espa?ola, seg¨²n un s¨ªmil corriente entre los j¨®venes" (era 1973). Nunca fue corriente tal s¨ªmil, pero no puedo arrepentirme del enga?o, ya que dio lugar en su respuesta a una estupenda y emocionada disertaci¨®n sobre el morado perdido cuando la joven era ella. Esa carta es un acabado ejemplo de excitaci¨®n biogr¨¢fica e intelectual.
Una de las im¨¢genes que ahora se me aparecen con mayor nitidez pertenece al pasado remoto, cuando yo era ni?o. Una amiga que ven¨ªa del Brasil trajo de su parte un disco con cantos de aves tropicales, un disco de 33, como entonces se los llamaba. Puede suponerse que el disco no fue escuchado, hasta que meses despu¨¦s apareci¨® Rosa Chacel y pregunt¨® al respecto y lo quiso o¨ªr. ?Se imaginan ustedes? Un disco de 33, por sus dos caras, un p¨¢jaro detr¨¢s de otro, con los breves intervalos de una voz brasile?a de documental. Ahora veo a Rosa Chacel con su sonrisa cruzada de melancol¨ªa y sarcasmo, sus entornados ojos de perdonavidas, comentando un canto de ave tras otro, aplic¨¢ndoles el o¨ªdo microsc¨®pico de la distancia y haciendo que resultaran no s¨®lo soportables, sino atractivos y comprensibles, casi humanos. Creo que hasta los cuatro ni?os dejamos de corretear por los pasillos ante aquel ejercicio ex¨®tico de interpretaci¨®n, o quiz¨¢ era de fascinaci¨®n.
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