Navegaci¨®n de altura
Navegar en el embalse de El Atazar, a 1.090 metros sobre el nivel del mar y al pie de la sierra pobre, es lo m¨¢s alto a lo que puede llegar un windsurfer en nuestra regi¨®n. Esto no es Hawai, desde luego, pero como si lo fuera. Olas y palmeras aparte, cuando el viento del, sur sopla con fuerza 5, nada cuesta hacerse la ilusi¨®n de que se est¨¢ planeando en medio del oc¨¦ano Pac¨ªfico. Y ya puestos, los escombros gran¨ªticos de La Cabrera y el pico de la Miel -visibles hacia poniente- pueden hacer las veces del volc¨¢n Kilauea.M¨¢s el agua es dulce; sobre eso no cabe ning¨²n g¨¦nero de fantas¨ªas. Dulce como todas las del Lozoya, r¨ªo que viene saciando la sed de los madrile?os desde tiempos de Mari Casta?a, y a¨²n ahora sigue siendo su principal suministrador de l¨ªquido elemento. S¨®lo El Atazar -pr¨¢cticamente lleno a d¨ªa de hoy- contiene la mitad de los 920 hect¨®metros c¨²bicos que pueden almacenar los quince embalses de la comunidad. ?Y pensar que por culpa de 55 hect¨®metros ha estado a punto de llegar la sangre al trasvase Tajo-Segura!
Adem¨¢s de agua potable, El Atazar atesora raras avis como el somormujo lavanco, el cormoran grande y la garza real; la nutria, as¨ª como diversas especies amenazadas de reptiles y anfibios, han hallado tambi¨¦n cobijo en sus costas, a salvo (misteriosamente) del desaforado apetito playero de los capitalinos, desde la inauguraci¨®n de la presa en 1972 hasta la fecha.
Y luego est¨¢n los windsurfers, que son otros bichos extra?os y esquivos, pues solamente asoman de sus madrigueras cuando se levanta un ventarr¨®n insoportable para el rest¨® de las criaturas, a excepci¨®n de las gaviotas.
Lo que ha librado a El Atazar de la tortilla de patata y del bronceador no ha sido tanto la prohibici¨®n de acampar y ba?arse en sus aguas -nunca, las amonestaciones arredraron a los domingueros- como la escasez de arbolado en sus orillas -todo lo m¨¢s, un ralo -encinar-, fatal para la coronilla, del urbanita. Ello, unido a la m¨ªnima oferta gastron¨®mica de, los t¨¦rminos ribere?os (El Atazar, " El Berrueco, Cervera de Buitrago, Puentes Viejas, Robledillo de la Jara... Patones pilla a trasmano), lo han preservado al gusto de la fauna, de los t¨¦cnicos del Canal de Isabel II y de los devotos del surf a vela, quienes, en aras de Eolo, sacrifican hasta el almuerzo.
El sumo sacerdote de los fan¨¢ticos -como les gusta denominarse a los miembros de la secta velera- se llama Fernando Vega. Recal¨® en Cervera hace ocho a?os, mont¨® su tenderete al final de la carretera y se consagr¨® en cuerpo y alma a la ense?anza del windsurf. Es extreme?o, bajito y bigotudo, todo lo cual lo capacita para adoctrinar a novicios de secano, como los 19 chavales de Montejo que tienen cita para iniciarse el s¨¢bado a las diez de la ma?ana.
La primera jornada se dedica casi por entero a ejecutar toda suerte de equilibrios sobre las tablas, a la, saz¨®n desprovistas de aparejos. S¨®lo a la tarde, cuando la muchachada ya es capaz de mantenerse diez segundos erguida y de no confundir una botavara con un bogavante, se le inculcan las nociones b¨¢sicas del asunto -entre ellas la ce?ida, es decir, la navegaci¨®n en zigzag para progresar en direcci¨®n contraria al viento- y se la deja unas horitas en remojo para que vaya desenvolvi¨¦ndose a su aire. Nunca mejor dicho.
El domingo amanece revuelto. Un c¨¦firo traidor, racheado y con arrebatos de ventolera, arrastra a buena parte de los aprendices hasta casi la cola del embalse. Lo de la ce?ida no funciona en la pr¨¢ctica tan bien como sobre la pizarra. Fernando se sube por las hipot¨¦ticas paredes. Transmutado en guardi¨¢n de la playa, le toca nadar en pos de las tablas que los reci¨¦n iniciados abandonan al razonable grito de ?s¨¢lvese quien pueda! Harto, acalorado, engola la voz cual capit¨¢n Garfio e increpa desde su puente a la mariner¨ªa: "?Ce?id una y cien veces' si es preciso! ?A m¨ª nadie tuvo nunca que ir a rescatarme!". As¨ª se forjan los aut¨¦nticos fan¨¢ticos.
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