El caso del escritor desle¨ªdo (6)
Ya no ve¨ªa ninguna posibilidad de regeneraci¨®n en unas c¨¦lulas que se devoraban a s¨ª mismas con asombrosa voracidad, ya casi no guardaba recuerdo de su imagen tan celosa y tontamente preservada de la indiscreci¨®n y la groser¨ªa audiovisual, pero decidi¨® concederse una ¨²ltima oportunidad y particip¨® en una mesa redonda con otros colegas en una librer¨ªa repleta de p¨²blico, con motivo de la presentaci¨®n de un libro, y all¨ª, cuando a¨²n no hab¨ªa tomado la palabra, mientras revisaba unos apuntes, sufri¨® repentinamente la primera desaparici¨®n total, aunque no definitiva. "Una especie de eclipse, y dur¨® muy poco" -as¨ª lo defini¨® ¨¦l mismo posteriormente en la consulta del endocrino: Advirti¨® que ya no estaba all¨ª porque alguien le retir¨® la silla vac¨ªa.Cuando reapareci¨®, al cabo de media hora, estaba muy desmejorado, su presencia f¨ªsica era tan precaria y su voz tan d¨¦bil que nadie le hizo el menor caso, ni los contertulios ni el p¨²blico asistente; nadie le pregunt¨® nada ni respet¨® sus intervenciones, porque era muy dif¨ªcil verle. El moderador del coloquio dijo en cierto momento: "Al parecer falta un contertulio, pero no sabemos qui¨¦n pueda ser". Entonces sufri¨® la segunda desaparici¨®n completa.
En vano ¨¦l patale¨® y grit¨® que estaba all¨ª, en vano pidi¨® la palabra con grandes aspavientos y expres¨® opiniones que no merecieron la atenci¨®n de sus colegas ni del auditorio, y as¨ª fue perdiendo energ¨ªas y fuelle, hasta que, presa del des¨¢nimo, se entreg¨® resignado a un silencio elocuente, sereno y gentil.
Volvi¨® a reaparecer al llegar a casa, mientras se serv¨ªa un whisky con agua, pero sab¨ªa que se hab¨ªa iniciado la fat¨ªdica cuenta atr¨¢s. Su ¨²ltima consulta fue con un psiquiatra y en un estado casi catal¨¦ptico. No quiso tumbarse en el div¨¢n por n¨²edo a no levantarse.
-Sufre usted una fuerte depresi¨®n figurativa -dijo el psiquiatra-, una dolencia que aqueja sobre todo a los pintores. T¨¤pies la padece, o mejor dicho, la cultiva muy satisfactoriamente con esa Fundaci¨®n que nos ha costado un huevo a los contribuyentes. Pero esa es otra historia. Bien. Voy a recetarle algo que le va a sorprender: h¨¢gase fotos, muchas fotos. Pero sin sombrero.
Se hizo retratar por fot¨®grafos ambulantes y profesionales, por sus hijas y por ocasionales viandantes, y no qued¨® un solo fotomat¨®n en la ciudad en el que no se hubiera sentado muy quieto mirando aterrado el insomne ojo del destino. En cada una de esas instant¨¢neas cre¨ªa retener unos segundos de vida. Luego, busc¨¢ndose en ellas, apenas pod¨ªa reconocer aquel derrotado espectro de s¨ª mismo. Se busc¨® tambi¨¦n en el ¨¢lbum de fotos de la familia, en las de juventud y de ni?ez, en algunas muy antiguas y amarillentas donde vio a sus padres y abuelos paseando por el parque G¨¹ell y d¨¢ndole la mano a... nada, a una sombra. Le entristeci¨® sobre todo una vieja foto muy querida donde se ve¨ªa a su padre gateando en la playa, mirando a c¨¢mara y ri¨¦ndose, con una pala y un cubo de juguete milagrosamente suspendidos en el aire... El ni?o que fue R. L. S. ya no estaba all¨ª, cabalgando feliz a lomos de su progenitor, espoleando la imaginaci¨®n hacia la gran aventura del futuro, hacia un destino que promet¨ªa la gloria y la fortuna. Desaparecer de las fotos, sin embargo, no le importaba.
Pasada la medianoche, poco despu¨¦s de que sus hijas apagaran la televisi¨®n y se acostaran, sinti¨® la imperiosa necesidad de ir a su dormitorio a darles las buenas noches y un beso, como cuando eran muy ni?as, y al cruzar el sal¨®n vio en el espejo un torpe esqueleto andante con osamenta de cristal y envuelto en una tela de ara?a que lo emborronaba. Si eso era todo lo que quedaba de ¨¦l, mejor no moverse del espejo, pens¨®. Pero el espejo era tambi¨¦n la guarida del tiempo, y ese tiempo lo devoraba lo mismo all¨ª que en las covachas luminosas de la TV. Entonces record¨® que, al entrar en los plat¨®s televisivos, siempre le asalt¨® la sucia idea de que en cualquier momento pod¨ªa caer en la banalidad m¨¢s absoluta o en la ignominia. Renunci¨® pues a que ese fantasma entrara en el dormitorio de las ni?as y se convirtiera en una pesadilla para el resto de sus vidas, y volvi¨® sobre sus pasos para encerrarse en su estudio.
Esta misma noche anotaba lo ocurrido en su diario con la estilogr¨¢fica, y seg¨²n iba escribiendo, escuchando el rasgueo familiar y armonioso de la plumilla sobre el papel, observ¨® que las palabras se borraban una tras otra apenas surg¨ªan y no quedaba ni rastro. La tinta azul desaparec¨ªa casi en el instante de haber trazado la palabra, devorada por un virus, chupada por la misma nebulosa blanca de la hoja como si ¨¦sta fuera un secante. Un sudor fr¨ªo recorri¨® lo que quedaba de su espalda. Se precipit¨® sobre sus fichas y sus libretas de notas y blocs de apuntes y descubri¨® que todo cuanto traz¨® su mano se hab¨ªa borrado, y tambi¨¦n el manuscrito de su ¨²ltima novela y tres cap¨ªtulos de la misma que ya hab¨ªa pasado a m¨¢quina y daba por buenos. Desenterr¨® del fondo de un armarlo los dem¨¢s borradores y manuscritos encuadernados: lo mismo, folios en blanco. Sencillamente, todo se hab¨ªa esfumado: ni los t¨ªtulos quedaban, ni una l¨ªnea, ni una palabra, ni una anotaci¨®n al margen, ni una tilde. Entonces le asalt¨® a R. L. S. una sospecha pavorosa y corri¨® hacia los estantes de libros, cogi¨® su ¨²ltima novela reci¨¦n publicada, la abri¨® procurando mantenerse imp¨¢vido y con los ojos cerrados todav¨ªa unos segundos, por cobard¨ªa, por un reflejo autom¨¢tico de rechazo de la evidencia -in¨²til, por otra parte, pues sus p¨¢rpados de humo ya no pod¨ªan protegerle de ninguna imagen de este mundo- y ahog¨® en su garganta un grito de horror: el texto impreso se estaba borrando, de la primera a la ¨²ltima p¨¢gina. Como ro¨ªdas por un ¨¢cido, algunas palabras se arrugaban ante sus ojos antes de desaparecer, otras parec¨ªan fundirse, parpadeaban d¨¦bilmente un instante y se apagaban. Audaces adjetivos, fulgurantes met¨¢foras, ajustados y limpios di¨¢logos cuya emoci¨®n contenida le hab¨ªa costado a?os de trabajo y correcciones sin fin, largas oraciones trenzadas con ritmo y furor y ternura, noches en vela olfateando el aroma desconocido de un vocablo, garras y alas de una prosa que ¨¦l hab¨ªa cre¨ªdo m¨¢s v¨¢lida y duradera que su propia vida, no dejar¨ªan ni rastro. El t¨ªtulo y la dedicatoria a su mujer hab¨ªan desaparecido tambi¨¦n; s¨®lo quedaban en las p¨¢ginas primeras y en las ¨²ltimas algunas referencias que no ten¨ªan que ver con ¨¦l, como el nombre de la Editorial, su raz¨®n social y comercial y el de la industria gr¨¢fica que imprimi¨® el libro, pero ni siquiera el n¨²mero de registro del Dep¨®sito Legal y tampoco la numeraci¨®n de las p¨¢ginas.
Con el alma a los pies, R. L. S. afront¨® la terrible evidencia: todo lo que hab¨ªa escrito a lo largo de treinta a?os se estaba desleyendo no s¨®lo en la vasta biblioteca de su estudio, sino tambi¨¦n en miles de casas y en las manos -ahora mismo, quiz¨¢- de cientos y cientos de lectores, y en las bibliotecas p¨²blicas, en librer¨ªas y en grandes almacenes y aeropuertos y estaciones ferroviarias, en las pomposas Ferias de Libros y en los humildes tenderetes de saldos, y hasta en alguna fogata debajo de un puente, mientras calienta los huesos de alg¨²n vagabundo. Y lo mismo deb¨ªa ocurrir en sus libros traducidos a otras lenguas, en otros tantos pa¨ªses.
Pero aun en medio de tanto expolio, R. L. S. no se dio por vencido. En su juventud, cuando era pobre y desconocido, hab¨ªa escrito con seud¨®nimo algunas novelas del Oeste, literatura alimenticia, de quiosco. Busc¨® alguna de estas novelitas en los tenderetes de los Encantes y en las librer¨ªas de viejo y dio finalmente con un ejemplar en buen estado, casi nuevo, de El pistolero de Arizona y su sombra, por Ray L. Stevens. Record¨® el t¨ªtulo al ver el dibujo de brillantes colores en la portada. Todas las p¨¢ginas estaban en blanco.
-??sta s¨ª que es buena! -exclam¨® el viejo librero- ?Jam¨¢s vi una cosa igual, se?or!
-Algunos libros estar¨ªan mejor as¨ª -dijo con aire apesadumbrado R. L. S-. ?Tiene usted alg¨²n otro t¨ªtulo del mismo autor?
-?Qu¨¦ autor? ?Qu¨¦ t¨ªtulo? Aqu¨ª no se lee nada... -el librero achic¨® los ojos para ver mejor, luego mir¨® a su cliente esforz¨¢ndose igual-. Se debe a la mala impresi¨®n, seguro. Una chapuza. Adem¨¢s, es una edici¨®n muy antigua; algo le ha pasado a la tinta, despu¨¦s de tanto tiempo.
-Es una reedici¨®n, y bastante reciente.
-Pues es verdad. Qu¨¦ raro. A ver si tengo por ah¨ª otro ejemplar...
-No se moleste -dijo R. L. S- Da lo mismo.
Bueno, no hay por qu¨¦ lamentarse, se dijo al salir de la librer¨ªa, pi¨¦nsalo un poco: a fin de cuentas, a tu personita y a tu querida obra completa encuadernada en piel, acompa?ada de tu foto favorita de perfil y fumando en pipa, no os aguardaba otra cosa que el olvido, dentro de unos a?os o unos siglos, qu¨¦ m¨¢s da. Qu¨¦ importa realmente que ese olvido se anticipe un poco. Esta extra?a dolencia que te aqueja, esta imparable disoluci¨®n f¨ªsica y an¨ªmica, este virus maligno o maldici¨®n audiovisual o lo que diablos sea lo que est¨¢ deshaciendo tu imagen y convirtiendo en polvo tus huesos y la memoria futura de ti, no hace en verdad otra cosa que acelerar el trabajo de las termitas del tiempo y anticipar el destino final que el gran depredador, el olvido, nos reserva a todos.
En la calle, fugitivo de s¨ª mismo, R. L. S. sinti¨® de pronto en el cogote el zarpazo de otra sospecha y apresuradamente sac¨® la cartera y examin¨® sus muchos carnets que le acreditaban: el de conducir, el de la Sociedad General de Autores, el de la A. C. E. C., el de identificaci¨®n fiscal, el de Asistencia Sanitaria, etc¨¦tera. En todos ellos hab¨ªa desaparecido su nombre y apellidos y su n¨²mero de registro. Y en el D. N. I. no s¨®lo se hab¨ªa evaporado su nombre y su n¨²mero, sino tambi¨¦n sus huellas digitales, su fotograf¨ªa, su sexo, su grupo sangu¨ªneo, su fecha de nacimiento y su firma.
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