La invasi¨®n permanente
Los presidentes norteamericanos suelen padecer un tic profesional: cuando las encuestas indican que su popularidad est¨¢ disminuyendo, la soluci¨®n es invadir. E invadir lo que est¨¦ m¨¢s a mano. Ya se llame Honduras (en 1903) o Nicaragua (entre 1855 y 1976 la invadieron cinco veces) o Rep¨²blica Dominicana (en 1965) o Granada (en 1983) 0 Panam¨¢ (en 1989). Y eso sin contar objetivos m¨¢s lejanos: Corea, L¨ªbano, Vietnam, el Golfo, Somalia, etc¨¦tera. A la revoluci¨®n permanente de los viejos marxistas, estos capitalistas salvajes han respondido desde el siglo pasado con la invasi¨®n permanente.
Ahora, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ha autorizado, un poco a rega?adientes, al Gobierno de Clinton a invadir Hait¨ª. No ser¨ªa, por cierto, la primera vez. En 1915, con el pretexto de que el Gobierno haitiano "no hab¨ªa cumplido algunos compromisos", los tristemente c¨¦lebres marines invadieron el pa¨ªs y se quedaron casi 20 a?os. Se fueron en 1934, y tras los mandatos de Lescot, Estime y Magliore, tres presidentes puntualmente derrocados por el Ej¨¦rcito haitiano, los Estados Unidos impusieron y sostuvieron a FranQois Duvalier (Papa Doc), que se mantuvo en el poder desde 1957 hasta su muerte en 1971; su hijo, Baby Doc, hered¨® la presidencia hasta que otro golpe militar lo derrib¨® en 1985. Bajo el Gobierno de ambos Duvalier, la represi¨®n fue feroz. Se calcula que s¨®lo bajo el Gobierno del Baby fueron asesinadas m¨¢s de 40.000 personas. O sea, que los Estados Unidos conocen, de buena fuente c¨®mo se violan (con su tradicional y contundente apoyo) los derechos humanos en Hait¨ª.
El actual dictador, el general Raoul C¨¦dras (que dio el golpe contra el sacerdote Jean-Bertrand Aristide, un presidente democr¨¢ticamente electo), es tan s¨®lo el m¨¢s reciente de los tiranuelos haitianos, y no se sabe muy bien por qu¨¦ le cae tan mal a los Estados Unidos, cuando en el pasado hicieron tan buenas migas con los Duvalier. Por si eso fuera poco, no hay que olvidar que C¨¦dras, como todos los aprendices de dictadores de Am¨¦rica Latina, se form¨® en una academia militar norteamericana.
La historia de Hait¨ª es v
erdaderamente dram¨¢tica. La lucha revolucionaria fue iniciada en 1791 por un ex esclavo, el c¨¦lebre Toussaint I'Ouverture, y su independencia fue proclamada el 28 de noviembre de 1803, o sea que Hait¨ª fue el primer Estado independiente de toda Am¨¦rica Latina. Desde esa vanguardia hist¨®rica y pol¨ªtica ha descendido a ser hoy el pa¨ªs m¨¢s pobre de Am¨¦rica Latina y uno de los m¨¢s desvalidos del mundo.De un tiempo a esta parte, conscientes del deterioro de imagen del precio pol¨ªtico que pagan por cada una de sus intervenciones en otros pa¨ªses, los norteamericanos han optado por captar socios para cada una de sus acometidas internacionales. La f¨®rmula ideal es que las Naciones Unidas les encomienden tal o cual escarmiento. As¨ª lo consiguieron en la guerra del Golfo. Tanto insistieron, que al final fueron acompa?ados por algunos aviones franceses e ingleses. Precisamente a los brit¨¢nicos los norteamericanos les derribaron uno que otro aero plano, pero no fue por mala voluntad, sino por distracci¨®n primermundista.
Un poeta haitlano, Rony Lescouflair, asesinado por la polic¨ªa de Duvalier en 1967, es cribi¨® este poema brev¨ªsimo: "Tres veces cant¨® el gallo; / Pedro no traicion¨®: / se hizo diplom¨¢tico". Ahora, gracias a una vasta e insistente maniobra precisamente diplom¨¢tica, los Estados Unidos tambi¨¦n quie ren ser acompa?ados en la invasi¨®n de Hait¨ª. La f¨®rmula es
sencilla. Si algunos pa¨ªses, demasiado pusil¨¢nimes, no quieren enviar tropas, barcos o aviones, bueno, que por lo menos aplaudan. De los gobernantes latino americanos, el ¨²nico que aplau di¨® con entusiasmo fue, como ya es habitual, el presidente Menem. A los dem¨¢s, sean de derechas, de centro o de izquierdas, la mera idea de autorizar una invasi¨®n norteamericana les provoca urticaria. Y hasta es posible que algunos candorosos se pregunten por qu¨¦ el Departamento de Estado no pidi¨® el apoyo del Consejo de Seguridad para invadir a Chile, cuando Pinochet; o a Ar gentina, cuando Videla; o a Uruguay, cuando el Goyo ?lvarez; o a Paraguay, cuando Stroessner, etc¨¦tera. ?Habr¨¢ sido porque se trataba de "dictaduras arnigas", al decir del presidente Reagan? ?Ser¨¢, por ventura, que la de C¨¦dras es una "dictadura enerniga?" ?O tal vez exista un motivo no ex Ra¨²L presado p¨²blicamente, como, por ejemplo, que la proyectada invasi¨®n ponga fin al constante desembarco en las costas norte americanas de miles de haitianos que huyen del terror y la miseria?
Nadie ha olvidado el correctivo aplicado a Panam¨¢ en 1990, cuando la llamada Operaci¨®n Causa Justa: para apresar a un general que les molestaba (hab¨ªa sido agente de la CIA y luego hab¨ªa cambiado varias veces de bando), tuvieron la precauci¨®n de asesinar, por si las moscas, a 2.000 civiles que
nada hab¨ªan tenido que ver con esos cambios de frente, y de paso convertir en escombros a varios barrios de la capital. En su momento escrib¨ª que Panam¨¢ se hab¨ªa convertido en la acci¨®n militar m¨¢s repugnante de este siglo. Habr¨ªa que agregar: la m¨¢s hip¨®crita. En pleno 1994, y con motivo de la prometida invasi¨®n a Hait¨ª, algunos medios admiten que la Operacion Causa Justa dej¨® como saldo m¨¢s de 2.000 v¨ªctimas. Pero en 1990, cuando ocurri¨® la masacre, a la mayor¨ªa de los medios les dio pereza mencionar tantos cad¨¢veres.Es cierto que el dictador Raoul C¨¦dras es impresentable y que su sa?a represiva se inscribe perfectamente en las tradiciones m¨¢s abyectas de la dinast¨ªa Duvalier. Es no menos cierto que el sacerdote Aristide (se reconoce militante de la teolog¨ªa de la liberaci¨®n y, en consecuencia, nunca tuvo ni tendr¨¢ el apoyo del papa Woityla) debe recuperar el cargo de presidente, para el que fue electo en las elecciones m¨¢s limpias de toda la historia pol¨ªtica de Hait¨ª. No obstante, la invasi¨®n no parece, ni por asomo, la soluci¨®n m¨¢s adecuada.
La clave de este desajuste reside probablemente en que el frondoso curr¨ªculo estadounidense no inspira la menor confianza ni a los pa¨ªses del Tercer Mundo en general ni a los de Am¨¦rica Latina en particular. Nadie olvida que tras cada una de sus numerosas intervenciones, y siempre que consideraron oportuno retirarse, dejaron siempre un gobernante t¨ªtere: Somoza en Nicaragua, Balaguer (todav¨ªa hoy incombustible) en Santo Domingo, el Quisling Endara en Panam¨¢, personaje este que, para mayor bochorno, fue investido como presidente en una base militar norteamericana. Despu¨¦s de cada invasi¨®n, el pa¨ªs invadido siempre queda peor, m¨¢s hundido en su pobreza, magullado en su dignidad, herido en su soberan¨ªa, rebosante de rencores.
Tambi¨¦n hay que tener en cuenta una ventaja adicional, por cierto nada despreciable, que proporciona a Estados Unidos el hecho de conseguir socios y/o cofrades subalternos en sus embestidas militares. Cuando arremet¨ªa sin aliados contra alg¨²n pa¨ªs de su traspa-
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