El punto de vista del asesino
?Por qu¨¦ esa seudopel¨ªcula de los Picapiedra funciona y hay gente que va a verla? En buena parte porque el nombre de Steven Spielberg aparece en sus t¨ªtulos de cr¨¦dito. Es seguro que el cineasta no ha puesto en ella ni un gramo de su imaginaci¨®n y es probable que ni un d¨®lar de su cuenta corriente. No importa, basta con que su nombre est¨¦ en ella para que se manifieste su poder alquimista: all¨ª donde pone su huella sale oro, por barro que sea la materia del ama?o. Se dice, y si es un infundio no lo parece, que su nombre preside pel¨ªculas no producidas por ¨¦l, pues los due?os del engendro se lo alquilan a cambio de un peaje; y, una vez instalado en los t¨ªtulos de la simulaci¨®n, esta se convierte en un ca?o de papel verde.Cuando llegaron a Espa?a los sosos picapiedras, la televisi¨®n repuso una de las primeras obras de Spielberg: Duel, que se tradujo por un obvio El diablo sobre ruedas. Esta singular pel¨ªcula fue realizada con la elementalidad y rapidez de rodaje de un telefilme. Estaba destinada a la programaci¨®n -donde todo cabe, porque todo all¨ª se iguala y lo p¨¦simo sabe a bueno y lo bueno a p¨¦simo- de la peque?a pantalla. Pero la gran pantalla la secuestr¨® y le di¨® el lugar que merece. Son raros los telefilmes que escapan del cerco televisual y entran en la leyenda, y este es uno de ellos. Hoy, dos d¨¦cadas despu¨¦s, sigue sin tener desperdicio e incluso visto en televisi¨®n es visible.
La historia del plymouth rojo de Dennis Weawer -conocido como sheriff urbano de la serie McCloud, pero que est¨¢ instalado en la inmortalidad tras su creaci¨®n del portero idiota del motel de Sed de mal, de Orson Welles- y del cami¨®n cisterna que lo persigue en un terrible duelo itinerante, ideado por el guionista Richard Matheson, es hoy cine con aroma fundacional, pues hay en ¨¦l una imagen-gozne del cine actual. Se trata de aquella -aparentemente s¨®lo funcional, pero sobre la que reposa subterr¨¢neamente la inteligibilidad de la aventura- en que Spielberg nos hace mirar a Weawer, en su parada en un bar de carretera, mientras habla por tel¨¦fono con su mujer.
Adivinamos de pronto que su matrimonio es un sordo infierno que inexplicablemente crea en el estruendoso infierno que se le avecina una intensa verosimilitud. La pat¨¦tica figura del perseguido Weawer es vista a trav¨¦s del ojo de cristal del tambor de una lavadora autom¨¢tica que hay frente a la cabina telef¨®nica desde donde habla. Este ojo de la lavadora tiene la misma forma y dimensi¨®n -parece incluso una r¨¦plica- de los ojos-faros del siniestro cami¨®n que le persigue. Y en medio minuto de desv¨ªo argumental -lo que Hitchcock llamaba un MacGuffin- Spielberg nos obliga, a hacer nuestro, del espectador, el pundo de vista del asesino y, de paso, a preguntamos si es real ese cami¨®n homicida, si no ser¨¢ la aventura exterior de Weawer un reflejo de su desventura interior?
En sentido mec¨¢nico nada inventa Spielberg: la capacidad del cine para hacer a los hombres comunes sujetos e incluso protagonistas interiores del mal, del horror, de la violencia y el crimen, viene de antiguo, casi de los or¨ªgenes. Pero pocas veces este asunto mayor se ha conseguido con la facilidad con que lo logr¨® Spielberg a los veinte y pocos a?os: inundar una imagen de manera tan f¨¢cil -y al mismo tiempo tan transparente que es invisible- con ese rasgo de gravedad y hondura. Hay que ver una y otra vez y Duel para apercibirse de la funci¨®n y el sentido de esa aparentemente inocua escena. El antiguo y socorrido plano subjetivo del asesino sobre la v¨ªctima, se convierte aqu¨ª en el plano subjetivo de una m¨¢quina de hogar -un fetiche de la civilizaci¨®n considerada como fuente soterrada de violencia y locura- y esto, en las ant¨ªpodas de los espectaculillos picapedreros, es un asunto mayor del cine considerado como taladro de los mecanismos interiores del mal, lo que es una de las muchas aportaciones de este arte al conocimiento de este tiempo.
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