Carlota Fainberg
Abengoa era un yacimiento de sexismos verbales, un arcaico dep¨®sito sedimentarlo del idioma espa?ol (y de las ideolog¨ªas de dominaci¨®n impl¨ªcitas en ¨¦l) con el que yo me hab¨ªa topado en el aeropuerto de Pittsburg, aislado no se sab¨ªa para cu¨¢nto tiempo por la snow storm m¨¢s tremenda del siglo, seg¨²n repet¨ªan con victorioso entusiasmo los weather men (y women) de la televisi¨®n. ?Cu¨¢ntos a?os hab¨ªan pasado desde la ¨²ltima vez que yo o¨ª hablar de, comillas, una t¨ªa de caerse de espaldas, sic? ?Dir¨ªa tambi¨¦n Abengoa que estaba como un cami¨®n o como un tren? Dijo que ten¨ªa una melena rubia, un traje de chaqueta oscuro ancho en los hombros y muy ce?ido a la cintura y a las caderas, unos tacones que la hac¨ªan a¨²n m¨¢s alta, "aunque sin la menor necesidad", unos ojos rasgados y pintados que se fijaron enseguida en ¨¦l al mismo tiempo que sus labios le sonre¨ªan sin reserva ninguna, la t¨ªpica sonrisa de la mujer porte?a, me anunci¨®, como quien le anticipa las maravillas de un pa¨ªs al viajero que se dispone a visitarlo por primera vez.-Pero no la vi m¨¢s que unos segundos -prosigui¨®, right to the point, ajeno a toda incertidumbre, a todo sobresalto te¨®rico-. Porque vino un apag¨®n y yo no ten¨ªa mechero ni cerillas, justo un poco antes me hab¨ªa quitado del tabaco, el cuatro de abril, ahora ha hecho cuatro a?os.
Dio unos pasos en la oscuridad y r¨¢pidamente se sinti¨® perdido: su acendrado miedo al rid¨ªculo -otro rasgo arqueol¨®gico de espa?olidad- le imped¨ªa pedir auxilio, llamar a la mujer para que le ayudara a orientarse. Pens¨® en el hueco de las escaleras y en el del ascensor, en los quince pisos de profundidad que podr¨ªan abrirse ante ¨¦l si daba un mal paso. Entonces volvi¨® la luz y se encontr¨® paralizado y absurdo enmedio del pasillo, y ya no vio ni rastro de la mujer que lo hab¨ªa mirado tan prometedoramente hac¨ªa unos segundos.
-Claudio ?t¨² est¨¢s casado? -dijo de pronto.
-Lo estuve -creo que no pude evitar un gesto de desagrado o de melancol¨ªa al responderle.
-Pues entonces comprender¨¢s lo que voy a decirte: los hombres, Claudio, no tenemos enmienda. Yo no s¨¦ ¨¦stos de aqu¨ª, pero lo que es a nosotros, los latinos, los espa?oles, no hay quien nos corrija. Un minuto antes yo estaba sinti¨¦ndome solo en la habitaci¨®n del hotel y pensando en las ganas que ten¨ªa de que llegara Mari Luz. ?Te hab¨ªa dicho que mi mujer se llama Mari Luz? Pues eso: Buenos Aires, el tango, la segunda luna de miel y tal. Bueno, pues vi a la rubia en la puerta de aquella habitaci¨®n y me olvid¨¦ completamente de Mari Luz, peor todav¨ªa, Claudio, para que no digas que te oculto nada, me puse a calcular las horas que me quedaban para intentar beneficiarme a la rubia antes de que Mari Luz llegara a Buenos Aires en el vuelo del d¨ªa siguiente.
No hab¨ªa remedio: aquel hombre, Abengoa, era incapaz de callarse nada, no por simpat¨ªa hacia m¨ª, ni por necesidad de confiarse a alguien, sino por la pura urgencia espa?ola de hablar con quien sea, o de pegar la hebra, como dice siempre mi colega C. W. Wayne, de Lincoln, Nebraska, que es un enamorado de Delibes, hasta tal punto que en invierno lleva boina, y no gorro de nieve, y est¨¢ teniendo problemas en el departamento, radicalmente non smoking, por su afici¨®n a fumar picadura.
-Las cosas como son, Claudio, yo me conozco: no tengo remedio, si se me cruza una mujer que me gusta no paro hasta tirarle los tejos, y nunca me doy por vencido antes de presentar batalla, como si dij¨¦ramos, que es lo que les pasa a la mayor¨ªa de los hombres, que se rinden sin luchar, sobre todo ahora, que hay tantos como amariconados, con esos pendientes y esas coletas que se dejan...
Hac¨ªa un rato que era noche cerrada y ya no soplaba el viento. La nieve ca¨ªa muy tupida, suave, vertical, y a la luz de los grandes reflectores se distingu¨ªan algunos aviones inm¨®viles en las pistas de aterrizaje. Ten¨ªa hambre, y le ofrec¨ª a Abengoa uno de los whole wheat sandwiches que me hab¨ªa preparado en casa antes del viaje. Comi¨® con agradecimiento y voracidad, y yo creo que la euforia del lunch le animaba a continuar m¨¢s en¨¦rgicamente su relato. Si en ese momento hubieran anunciado la salida de su vuelo o del m¨ªo estoy seguro de que se habr¨ªa sentido disappointed. ?Pero no me habr¨ªa ocurrido lo mismo a m¨ª? ?No es el texto, y sobre todo el texto oral, un territorio c¨®mplice?
-Me arm¨¦ de valor y llam¨¦ a su puerta, pero no me contest¨® nadie. Entonces pens¨¦ que a lo mejor me hab¨ªa equivocado, porque no se ve¨ªa luz. Rond¨¦ un rato el pasillo, por si acaso la puerta de su habitaci¨®n era otra, pero no vi ni o¨ª nada, y adem¨¢s una criada vieja, una mucama andaba por all¨ª con una aspiradora y mir¨¢ndome raro, as¨ª que llam¨¦ al ascensor para bajar al vest¨ªbulo. Tard¨® una eternidad en subir, y cuando el ascensorista abri¨® y volvi¨® a cerrar la cortina met¨¢lica y le dio a aquellos botones y manubrios tan antiguos la caja se mov¨ªa de una manera muy brusca, como desplom¨¢ndose y par¨¢ndose luego, y todo cruj¨ªa y gru?¨ªa, ya sabes, como esos armatostes antiguos, y yo pensaba, estoy a quince pisos de altura, ver¨¢s como haya un corte de luz o este t¨ªo se equivoque de palanca...
-No se preocupe -dijo el ascensorista-. En sesenta a?os esta maquinaria s¨®lo ha fallado una vez.
Por aprensi¨®n no quiso preguntar cu¨¢ndo, ni con qu¨¦ consecuencias. En el lobby vio con cierta sorpresa que hab¨ªa dos o tres personas junto al mostrador de check in. Recorri¨® el bar, que era inmenso y estaba en penumbra, y ten¨ªa anchas columnas blancas cuyos capiteles se perd¨ªan en las oscuridades del techo y ara?as tremendas que ¨¦l sent¨ªa gravitar sobre su cabeza como si estuvieran a punto de ca¨¦rsele encima. En la barra, un barman con smoking rojo agitaba una coctelera. Del bar se pasaba al comedor por un arco grandioso: hab¨ªa, calcul¨® Abengoa, unas trescientas mesas, y todas ellas ten¨ªan puesto un mantel y un servicio perfectamente ordenado para la cena, pero no se ve¨ªa el menor rastro de camareros ni de comensales.
La soledad entonces lo desalent¨®, y se le vino sobre los hombros el cansancio de las catorce horas de vuelo desde Madrid. Sali¨® a cenar algo, por la ciudad solitaria y a oscuras. Cerca del hotel, casi al principio de la avenida de Mayo, tom¨® una pizza y media frasca de vino en una trattoria. El tinto italiano, ¨¢cido y ligero, lo reanim¨®, y termin¨® la cena con una copita de grappa. La misteriosa mujer rubia, seg¨²n ¨¦l mismo la llam¨®, volv¨ªa a ser el centro de sus prioridades.
La vio otra vez nada m¨¢s salir del ascensor en el piso d¨¦cimo quinto: ella estaba mirando la puerta que se abr¨ªa, y a Abengoa le pareci¨® que la miraba con mucho miedo, aunque la expresi¨®n en la cara de ella cambi¨® instant¨¢neamente cuando los dos se encontraron. Estaba inclinada, una rodilla m¨¢s alta que la otra, una mano tratando de ajustar en el pie izquierdo un zapato negro de tac¨®n. La mucama vieja limpiaba en el otro extremo del pasillo el marco dorado de un cuadro.
-Se me ha torcido -dijo ella- Seg¨²n caminaba casi me ca¨ª.
-?Se ha hecho usted da?o? -Abengoa imitaba al hablarme el tono caballeroso que emple¨® con ella-. Si me lo permite, le ayudo.
-Estaba por ped¨ªrselo.
Comprendi¨® enseguida, me dijo, que la torcedura era un pretexto: ella se incorpor¨® apoy¨¢ndose en ¨¦l, lo tom¨® del brazo mientras caminaban hacia la puerta de su habitaci¨®n, le pas¨® la llave para que abriese ¨¦l. Abengoa cerr¨® por dentro, y antes de que se volviera la mujer ya le abrazaba la espalda, aplastando contra ¨¦l sus caderas, movi¨¦ndose onduladamente, roz¨¢ndolo sin el menor residuo de pudor. Aqu¨ª debo repetir, no sin embarrassment, las mismas palabras que me dijo Abengoa: "Restreg¨¢ndoseme toda".
Es obvio que no me ahorr¨® a continuaci¨®n detalles sobre su performance, que a¨²n pareci¨¦ndole a ¨¦l inusitados segu¨ªan muy estrechamente las secuencias narrativas de las adult movies, al menos en lo que concern¨ªa a la insaciabilidad de la mujer y a lo infatigable de su propia potencia, as¨ª como a determinados topo? del discurso pornogr¨¢fico que inciden en pr¨¢cticas sexuales no connotativas de la reproducci¨®n, y por lo tanto potencialmente transgresoras. En el cl¨ªmax de su relato, Abengoa se olvidaba de todo, hasta de que dicho relato presupon¨ªa un destinatario, es decir, yo. Cuando me dijo que se quedaron dormidos despu¨¦s del amanecer ten¨ªa una sonrisa casi obscena de satisfacci¨®n, que me hizo pensar en la discutida hip¨®tesis de Andrea Billington sobre una posible textual ejaculation.
-Por la ma?ana nos dimos cuenta de que no sab¨ªamos nuestros nombres -dijo Abengoa con orgullo, con vanagloria ¨ªntima-. Se llama Carlota. Carlota Fainberg. Y no voy a verla nunca m¨¢s en mi vida.
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