Mansiones con vistas a chabolas de hojalata
La miseria acosa a los habitantes de los guetos de Puerto Pnincipe, mientras los haitianos ricos sacan tajada del embargo
Desde las laderas altas del elegante barrio de Petion-Ville se distinguen, metiditas en un pu?o, las miles de chabolas hojalateadas de Cit¨¦ Soleil, un gueto que guarda como un rico tesoro a m¨¢s de 200.000 personas a las que la vida les leg¨® miseria y represi¨®n. All¨¢ abajo, atrapado por el olor f¨¦tido de las cloacas, de los cerdos-come-muertos y de la mugre encostrada en el alma, vive el Hait¨ª prohibido, ¨¦se que se cae de las estad¨ªsticas porque la pobreza extrema carece de n¨²mero matem¨¢tico. En las calles embarradas, los baches son pozas de recreo y ba?o, regalos diminutos, donde ni?os revoltosos sin escuela ni que hacer juegan en airada pugna con mujeres despechugadas que lavan ropa, ennegreci¨¦ndola. Los tap-tap (carricoches de transporte), bellamente orleados con banderas estadounidenses y bendecidos por rebuscados t¨ªtulos del santoral van y vienen rebosantes de viajeros. Las iglesias, abarrotadas siempre, de lunes a domingo, riegan con mimo apost¨®lico el don de la paciencia, reparti¨¦ndolo con suaves cantos en cr¨¦ole.Desde la casa de Leonel se oye el eco de la. m¨²sica de Dios. Llega calma, como una nana. Dentro de las cuatro paredes, nueve metros cuadrados techados con medio cent¨ªmetro de hojalata, apenas hay lugar para una mesucha ajada del tama?o de un antebrazo. El resto son colchones inc¨®modos, heridos por la humedad y los siglos. "Yo duermo aqu¨ª", exclama en un grito alegre el ni?o Leonel se?alando al suelo de cemento. Son siete personas. Dos adultos y un tropel de mocosos de todas las edades. El padre, que es t¨ªo, pues el verdadero revent¨® como bracero en la Rep¨²blica Dominicana, tiene nombre de importancia, Jerry Jackson, pero sobrelleva una triste realidad: es un parado cr¨®nico que vaga en pos de una limosna. La madre, que es t¨ªa, pues la de verdad muri¨® de pena, dice Cristina, no debe frisar los treinta, pero se envuelve, pelicrespa y desdentada, en un cascar¨®n de ancianidad.. El hermano de Leonel, Miguel, de 11 a?os, dos m¨¢s, sue?a con unos zapatos. Todos los ni?os de la Ciudad Sol trotan descalzos entre cantos puntiagudos, hierros y animales de mirada extraviada, jug¨¢ndose una enfermedad en cada cabriola.
En Cit¨¦ Soleil no hay cementerio. Losferetros son un lujo que los que se van a la otra vida no pueden exigir a sus familias. A los difuntos, tras velarles en sollozos lo que manda el amor y la buena compostura, se les deja en Tia¨¦, una fosa com¨²n abierta, donde los cuerpos se pudren al sol en medio de una piara de cerdos hambrientos. Esta imagen tremenda es la que ha salvado a los marranos de la extinci¨®n. Nadie en Cit¨¦ Soleil mata a un cerdo para saciar su hambre. Son animales malditos.
En el puerto de madera ro¨ªda, los pescadores cuentan sus peces como si fueran calderilla, pues muchos no superan en tama?o a una moneda vieja de 50 pesetas. Febe, un negro de nariz chata, los ense?a como un trofeo, quej¨¢ndose de que al trasluz parecen transparentes. Y lo son. Cerca de las redes, una mujerona vende distra¨ªdamente arroz. Lo mide con una lata de las de pintura. Una llena cuesta 20 gurdas, algo m¨¢s de 180 pesetas: una fortuna.
En Ciudad Sol no entran las patrullas norteamericanas. "Tienen que venir para desarmar a los FRAPH [miembros del partido de extrema. derecha Frente para el Avance y el Progreso de Hait¨ª]", suplica Miguel.
Otro muchacho se atreve a encargar una maternidad. Muchas de las madres, la mayor¨ªa solteras, tienen los ni?os en casa, artesanalmente, o en la calle, junto a los baches de agua.
Clara Mar¨ªa, una religiosa de la orden de San Vicente de Paul, y que trabaja en uno de los dos hospitales del gueto, admite que hay un grave problema sanitario. Ellas dan de comer a 74 ni?os mayores de seis ?neses, tratando-: de ense?ar a sus madres el arte de mantenerlos con vida. "Muchos nos llegan tan desnutridos que a veces s¨®lo podemos ver c¨®mo se mueren", musita triste.En, lo m¨¢s alto del elegante Petion-Ville, la riqueza se entretiene con la tabla de multiplicar del embargo: dos por dos, cuatro. Los Mebbs, una de las familias m¨¢s acaudaladas de Hait¨ª, son due?os de gran parte de la zona portuaria de Puerto Pr¨ªncipe. Compraron terrenos para almac¨¦n de petr¨®leo durante el mandato de la denostada junta militar. Hoy han alquilado parte de ese puerto a las tropas ocupantes. Tres por tres, nueve; nueve por nueve...
En la peque?a mansi¨®n de George y Sandy Murra se sirve abundante comida de paladar liban¨¦s. Son ricos, pero menos que cualquiera de los billonarios Mebbs. Tienen cuatro criados, dos de ellos con uniformes coronados con pajaritas negras, dos coches y un ni?o de 10 a?os que persigue a los gatos.
En la casa, de B., un extranjero con m¨¢s de cuatro a?os de residencia en Hait¨ª, se clavan mil alfileres de vud¨² con la mirada roja de ira cada vez que un helic¨®ptero norteamericano sobrevuela bajo, sobre sus cabezas. "?Que se vayan!", gritan excitados algunos amigos poco acostumbrados a que el gringo se junte al pobre. "Basta ya de jodernos", exclaman enojados.
"Est¨¢n desatando [los norteamericanos] unas fuerzas muy poderosas [los pobres] que nos van a llevar al caos", dice B. "Esta gente [Ios haitianos negros] han estado, pobrecitos, siempre oprimidos, no se han desarrollado". B. est¨¢ convencido, como otros pudientes, de que las negras haitianas no conocen el amor: "Ellas s¨®lo se aparean".
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