Un octubre holand¨¦s
Llueve a veces de noche, 0 justo cuando est¨¢ amaneciendo, y a uno lo despierta la antigua felicidad del sonido fuerte de la lluvia, se queda dormido de nuevo, se levanta y sale a la calle y hace un sol tuerte y blanco de octubre, una luz sin inflexiones rubias o de cobre: el aire est¨¢ muy limpio, gracias a la lluvia nocturna que casi nadie advirti¨®, y las hojas anchas de los casta?os tienen ya un reborde -dorado que de lejos se confunde con los rescoldos de la luz solar entre el verde h¨²medo de la vegetaci¨®n.Octubre, este octubre est¨¢ siendo un tiempo excelente para la degustaci¨®n del paisaje, de sus olores hondos y sus lujos visuales. Los fot¨®grafos salen por las -ma?anas en busca de la luz como quien sale a cazar unicornios. Los frutos de la estaci¨®n ostentan colores de una magnificencia her¨¢ldica: casta?as bru?idas, con un r¨¦finamiento en su forma y su tacto como de volutas de madera noble, caquis de pulpa roja y gr¨¢vida con matices amarillos, uvas doradas y tard¨ªas, granadas de corteza lisa y ¨¢spera que, al abrirse por la mitad, revelan un esplendor de cuevas del tesoro, de rojas pedrer¨ªas frutales que conservan la ¨²ltima veladura de una piel tr¨¢nsl¨²cida. Ahora la tierra humedecida y oscura huele mejor . que nunca, y un olor profundo de fertilidad y surcos removidos puede alcanzarlo por sorpresa a uno al cruzar el jard¨ªn mustio de todos los d¨ªas o pasar distra¨ªdamente junto a la verja de un parque.
Justo ahora es el tiempo de visitar en el Muso Thyssen la exposici¨®n sobre el paisajismo holand¨¦s del siglo XVII, porque los cuadros que se muestran en ella parecen corresponderse con la densa y rica materialidad del oto?o y con los esplendores de su luz, con los cambios sutiles en el estado de ¨¢nimo que ya preludian la acomodaci¨®n del invier-. no. Los casta?os, los dorados, los verdes profundos que hemos visto en los senderos m¨¢s despoblados del Retiro volvemos a verlos en un peque?o cuadro de Jacob van Ruisdael que se titula. Vista de Naarden o en el Puente de piedra, de Rembrandt, donde, en, medio de un paisaje nublado y oto?al en el que ya casi e s de noche -nos cuesta -trabajo distinguir la figura de un hombre que ara la tierra con la ayuda de un buey-, irrumpe como un rel¨¢mpago lento la luz del sol al separarse las grandes nubes oscuras que lo tapaban.
Hay cuadros en los que se ve contenido todo el pasado de la pintura: la Anunciaci¨®n, de Fray Ang¨¦lico, que hay en el Prado es un resumen de la pintura g¨®tica, una recapitulaci¨®n de im¨¢genes. y sabidur¨ªas t¨¦cnicas que ya ten¨ªan mucho de anacronismo en el momento en que el pintor las us¨®. Hay otros cuadros, unos pocos, que son pura audacia y adivinaci¨®n del futuro, que parecen pintados a partir de la nada: los apuntes que dibujaba Durero en su cuaderno de viajes y sue?os, las dos vistas de la Villa M¨¦dicis que pint¨® Vel¨¢zquez hacia la mitad del siglo XVII y que en su tama?o tan modesto y en su apariencia de trivialidad. est¨¢n vaticinando no ya la pintura impresionista, sino un modo de mirar en el que inmediatamente nos reconocemos. La temporalidad del paisaje es tan absoluta como la de la historia, pero en el impacto del sol en una umbr¨ªa de Roma, mirado y atesorado en la memoria visual de Vel¨¢zquez, hay un estremecimiento id¨¦ntico al de nuestras pupilas. No vemos los paisajes que ve¨ªa Vel¨¢zquez: es ¨¦l quien adivin¨® lo que ver¨ªamos nosotros y, por eso, es siempre, a cada instante, cada d¨ªa, nuestro contempor¨¢neo, igual que hace 120 a?os fue el contempor¨¢neo y el maestro de Edouard Manet.
En Atlantic CitY, el melanc¨®lico y prematuro testamento que Louis Malle imagin¨® para Burt Lancaster, el viejo g¨¢nster, intoxicado por los embustes de su propia nostalgia, pasea junto al mar al lado de un joven y voluntarioso disc¨ªpulo que carece completamente de memoria y le dice: "Ten¨ªas que haber visto el oc¨¦ano Atl¨¢ntico en aquellos tiempos". Inducidos por Vel¨¢zquez, nos gustar¨ªa saber c¨®mo era la luz del sol entre unos ¨¢rboles en el siglo XVII, y un paisaje invemal de Hendrick Avercamp nos transmite el fr¨ªo exacto de diciembre de 1621, el fr¨ªo y la intemperie, el humo de le?a mojada que asciende hacia la grisura ilimitada y p¨¢lida del cielo, la niebla que humedece la lana de la bufanda apretada en tomo al cuello difumina a lo lejos siluetas de molinos y torres de iglesias.
Mirando estos cuadros de Avercamp, de Ruisdael, de van Goyen, del mismo Rembrandt, a uno se le va el tiempo tan inadvertidamente como en un paseo por un bosque oto?al, se con vierte uno en bot¨¢nico de vegeta ciones holandesas' ' en eruditos en grisuras y oleajes del mar del Norte, en entom¨®logo de figuras humanas diminutas que, sin embargo nunca se pierden en una multiplicacion numeral de insectos, porque cada una de ellas conserva su identidad irreductirble, su m¨ªnima peripecia biogr¨¢fica. En su Historia de la pintura en Italia, que es tan magn¨ªfica como copiada y zurcida de otros,, Stendhal lamenta triste mente que los mejores pintores del renacimiento se vieran obligados a representar s¨®rdidos martirios y leyendas cristianas en vez de los episodios c¨ªvicos, saludables y did¨¢cticos de la antig¨¹edad: mientras en el resto de Europa los pintores trabajaban en palacios reales, los arist¨®cratas cazadores e ineptos y los frailes oscurantistas, los pintores ho landeses del XVII celebraban para sus clientes burgueses el re? no de este mundo, la maravilla inagotable de lo que ten¨ªan de lante de los ojos, el paisaje modificado y ennoblecido por el trabajo de los hombres, por los avatares diarios de -la vida com¨²n. Un campesino sin nombre, que duerme la siesta en una tarde de verano al costado de una choza no es menos memorable que Marte entre los brazos de Venus. Una tarde l¨ªmpida y fr¨ªa, con la tierra oscura por la lluvia reciente y grandes nubes arrastradas por el viento, es un cuadro de Jacob van Risdael y una experiencia inmediata de cada uno de no sotros, un regalo simult¨¢neo de la pintura y de este tiempo de octubre.
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