Madrid es una gl¨¢ndula.
Intento hacerme una idea de Madrid como si yo mis mo estuviera fuerz a de Madrid, y no me sale; es como querer hacerse una idea del propio cuerpo desde fuera del cuerpo. Si vives en esta ciudad, llega un momento en que la llevas contigo a todas partes, como, una condici¨®n m¨¢s de tu naturaleza. En una autopsia bien hecha, a cualquier habitante de esta ciudad se le encontrar¨ªa por la zona del h¨ªgado una gl¨¢ndula nueva que podr¨ªamos denominar Madrid. La gl¨¢ndula Madrid no mata, como la pr¨®stata, pero libera una sustancia que ayuda a digerir la variedad. tem¨¢tica de los acontecimientos que sufrimos. Conoc¨ª a un campesino que jam¨¢s hab¨ªa salido de su pueblo, pero que ten¨ªa m¨¢s informaci¨®n que yo sobre Madrid: era adicto a la radio. Por las ma?anas, mientras orde?aba a sus cuatro vacas, escuchaba, fascinado, nuestras dificultades. De este modo, se enteraba, por ejemplo, de que un cami¨®n lleno de pollos se hab¨ªa volcado en la M-30, a la altura de Vallecas, por lo que se aconsejaba a los automovilistas tomar v¨ªas alternativas para evitar el atasco. Mientras manipulaba de manera mec¨¢nica los pezones de sus animales, el hombre se imaginaba a s¨ª mismo dentro de un coche, en Madrid, sorteando los primeros peligros de la ma?ana y convirtiendo el hecho de llegar al trabajo en un acto heroico. Andaba medio enamorado de las hermanas Koplowitz -de las dos-, y en sus fantas¨ªas, se ve¨ªa cruz¨¢ndose con ellas por esa cosa que llamaba M-30, y que para ¨¦l lleg¨® a constituir una especie de juego de la oca: la caseta ¨²ltima era la oficina. Me preguntaba por ellas, por las dos hermanas, como si fueran una presencia constante en mi vida y yo, por no decepcionarle, le cont¨¦ que un d¨ªa, en esa M-30 fant¨¢stica, ayud¨¦ a Alicia a cambiar una rueda pinchada de su coche. No iba a decirle la verdad, y la verdad es que yo, cuando me veo en un atasco, intento girarme orde?ando vacas en el interior oscuro de su establo. Poco a poco, advert¨ª que en la cabeza de este hombre Madrid era al mismo tiempo un, pueblo peque?o. y un territorio inabarcable.El otro d¨ªa me llam¨® por tel¨¦fono desde la cabina de la plaza de su pueblo y me pregunt¨® si hab¨ªa visto a Mario Conde despu¨¦s de la querella que se le ha levantado por falsedad y apropiaci¨®n indebida. Tuve que decirle que s¨ª, que hab¨ªa coincidido con ¨¦l, en un bar y. que le vi serenamente preocupado por la posibilidad de acabar en la c¨¢rcel. Pero, ya digo que la prisi¨®n de Carabanchel, en su imaginario, es como la c¨¢rcel del juego de la oca: un sitio donde tienes que aguantar tres vueltas antes de tirar los dados otra vez. No s¨¦ si regalarle un Pal¨¦ para que empiece a comprender la realidad. De todos modos, despu¨¦s de colgar me atac¨® un sentimiento de culpa: el de, no vivir la ciudad y sus acontecimientos con la intensidad que se merecen, as¨ª que cog¨ª el abrigo con intenci¨®n de acercarme a la casa de Conde, para verla por fuera por lo menos, no s¨¦ ni de qu¨¦ color tiene la fachada, pero no la encontr¨¦. Y es que yo no s¨¦ d¨®nde vive Mario Conde, pero no se lo puedo decir a mi campesino porque ser¨ªa tanto como si ¨¦l confesara que ignora d¨®nde vive el cura del pueblo. Qu¨¦ vida.
A pesar de ello, si ma?ana tuvieran, que hacerme una autopsia como Dios manda, estoy seguro de que me encontrar¨ªan cerca del h¨ªgado por ah¨ª la gl¨¢ndula Madrid. Gracias a ella, digiero las informaciones locales con la indiferencia con que mi campesino ordena sus vacas? Es un modo de no jugar al juego de la oca, ni al del Pal¨¦, que es la variedad m¨¢s cruel de los juegos de rol Que se lo pregunten a Conde. Gracias tambi¨¦n a esa gl¨¢ndula, soporto los atascos con la placidez budista del que orde?a.
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