La memor¨ªa secreta
No hay continente ni biblioteca ni bosque m¨¢s f¨¦rtil que la memoria de un solo ser humano, no hay tesoro m¨¢s valioso ni m¨¢s fr¨¢gil: la muerte de alguien es siempre una cat¨¢strofe tan irreparable para el conocimiento como el incendio de la biblioteca de Alejandr¨ªa. La memoria humana, la malla de neuronas y de materia cerebral que la sustentan, se parecen en su precariedad al celuloide de las pel¨ªculas antiguas, que puede arder y deshacerse en segundos, y al papel de los peri¨®dicos y de los libros de ahora, que durar¨¢ incluso menos que nuestras propias vidas: las bibliotecas y las hemerotecas son, a la larga, dep¨®sitos formidables de polvo, almacenes de arena en los que no quedar¨¢ ni una huella de las palabras que tanto nos importaron.Algunas veces, al mirar a alguien, al estrechar su mano, pienso en las cosas remotas que esos ojos habr¨¢n visto, en las manos de muertos que habr¨¢n apretado. En noviembre de 1990 yo pude conversar con Dizzy Gillespie, que era un anciano saludable y en¨¦rgico, jovial cuando estaba en p¨²blico, reservado y como extraviado cuando se que daba solo, como si no estuviera seguro de la ciudad ni del continente a los que pertenec¨ªa el camerino del teatro donde iba a tocar. Hab¨ªamos charlado mucho durante el almuerzo, y me hab¨ªa citado antes del concierto para seguir conversando, pero cuan do unas horas m¨¢s tarde empuj¨¦ la puerta del camerino y lo vi sentado de espaldas al espejo, con las piernas muy separadas, absorto, vestido con aquel traje de dignatario nigeriano que se pon¨ªa para actuar, me di cuenta enseguida de que no se acordaba de m¨ª, y probablemente tampoco del nombre de la ciudad donde estaba: me hab¨ªa dicho por la manana que daba al a?o unos trescientos conciertos a lo largo del mundo, y me hab¨ªa preguntado si Granada ten¨ªa mar.
Con una sonrisa educada y amn¨¦sica me estrech¨® la mano y me dio las gracias por el libro que yo le hab¨ªa llevado, sin acordarse de que aquella misma ma?ana me hab¨ªa hecho prometerle que se lo regalar¨ªa. Un poco despu¨¦s, al salir del camerino, me volv¨ª para mirarlo, y me qued¨¦ unos segundos en la puerta sin que ¨¦l lo notara: permanec¨ªa sentado con su gorro cil¨ªndrico y su fald¨®n de ceremonia africana, los grandes mofletes flojos como odres, las manos sobre las rodillas, de un color de cuero muy usado, sentado en un taburete m¨¢s bien ignominioso, en un camerino vac¨ªo y con las paredes manchadas de humedad, uno de esos camerinos que son el escenario usual de las vidas n¨®madas de los actores y los m¨²sicos. Por la ma?ana me hab¨ªa dicho, rubricando su afirmaci¨®n con una grandiosa carcajada, que la se gunda cosa que se perd¨ªa con la edad era la memoria, pero s¨®lo cuando aquella tarde me volv¨ª para mirarlo desde el umbral del camerino me di cuenta de que se encontraba tan extraviado en la geograf¨ªa del mundo como en la de sus recuerdos, y me march¨¦ pensando en todas las cosas que se perder¨ªan cuando ¨¦l faltase, las im¨¢genes de su infancia hum¨ªilada y segregada en Carolina del Norte, la expresi¨®n de la cara de Charlie Parker cuando lo despertaba a las tres o a las cuatro de la madrugada para tocarle en el rellano de su apartamento, con gran esc¨¢ndalo de los vecinos, una improvisaci¨®n que acababa de inventar, el modo en que Duke Ellington sosten¨ªa un cigarrillo, la risa joven de Ella Fitzgerald, los h¨²medos ojos alcoh¨®licos de Billie Holiday...
La voz que hablaba conmigo hab¨ªa sido escuchada muchos a?os atr¨¢s por esas personas: los ojos que me miraban los hab¨ªan mirado antes a ellos. Entre los vivos y los muertos se dilataba una fraternidad de la memoria que acog¨ªa igual de generosamente a los unos y a los otros.
A esas personas que han vivido tantas cosas memorables las observa y las escucha uno queriendo aprender un secreto de la experiencia o del tiempo que sin' embargo nos parece que ellas guardan siempre para s¨ª. En un restaurante, el otro d¨ªa, yo estaba sentado cerca de Manuel Azc¨¢rate, y lo escuchaba referirse al libro de memorias que acaba de publicar, Derrotas y esperanzas, que es una lecci¨®n de claridad y melancol¨ªa sobre los infortunios ,de la historia de este siglo, particularmente de la historia espa?ola, la m¨¢s, triste de todas las historias seg¨²n Jaime Gil de Biedma. Yo miraba a ese hombre, que aunque hable de s¨ª mismo habla en voz baja y como en segundo t¨¦rmino y mueve mientras tanto las manos rozando mucho las cosas que tiene cerca, con incertidumbre o nerviosismo, e imaginaba la posibilidad ilusoria de ver lo que ¨¦l ha visto, de sentir lo que sinti¨®, no s¨®lo de enterarme de lo que cuenta o de entender las cosas que explica: c¨®mo era una noche de fr¨ªo y miedo durante la batalla de Teruel, cu¨¢les eran las tonalidades de la luz cuando uno llegaba por primera vez al Mosc¨² de los a?os cincuenta, en qu¨¦ medida sobrevive en uno mismo la sensaci¨®n exaltadora de haber sido muy joven en el Madrid de la Rep¨²blica.
Hubiera querido preguntarle c¨®mo era el metal exacto de la voz de don Juan Negr¨ªn y qu¨¦ rastros de fatiga o desolaci¨®n hab¨ªa en su cara en los minutos finales de la derrota, cuando lo invit¨® a ¨¦l, que ten¨ªa poco m¨¢s de veinte a?os, a subir al avi¨®n que los llevar¨ªa al exilio. Pero no podemos saber esas cosas, aunque nos las cuente con los detalles m¨¢s precisos quien las ha vivido, y tal vez por eso inventamos o leemos novelas, para concedernos la ilusi¨®n de habitar con plenitud en otras conciencias ajenas a la nuestra. De nada se aprende m¨¢s que de los recuerdos de otros, pero la verdadera memoria es un secreto inviolable.
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