Contra la risa
Ya va dando un poco de asco, tanta gracia en todas partes, tantos individuos contando chistes, a ser posible con acento andaluz, que es el acento m¨¢s gracioso de todos, seg¨²n puede comprobar cualquiera que conecte la radio o la televisi¨®n oficiales de Andaluc¨ªa, en las que nunca falta un locutor gracioso, una cantante folcl¨®rica que proclame su devoci¨®n rociera y su pasi¨®n por las sevillanas, arte adem¨¢s ennoblecido nada menos que por el ce?udo Carlos Saura. Para estar al d¨ªa hay que contar chascarrillos y llevar la cuenta de las celebridades que van ingresando en la c¨¢rcel, y en todas partes se oye una mezcla de carcajadas bruscas de final de chiste y de rumores sobre estafas, conspiraciones y cr¨ªmenes que a su vez pueden acabar convirti¨¦ndose en materia para otros chistes nuevos, no en vano somos espa?oles, y uno de los rasgos culturales que nos caracterizan es el ingenio, sobre todo si, adem¨¢s de espa?oles, somos andaluces.Arrecia ahora un chantajismo de la gracia que yo imaginaba abolido, una coacci¨®n de la risa que lo devuelve a uno a esos tiempos en que lo remord¨ªa como una culpa la incapacidad de re¨ªrse haciendo coro a los de m¨¢s o de batir palmas con el ritmo debido. En la adolescencia padece uno extremos ocultos de dolor por no ser guapo o no ser ¨¢gil, pero tambi¨¦n por no ser divertido. Los dos primeros infortunios se van mitigando con los a?os, pero el tercero se vuelve m¨¢s grave cada d¨ªa, dado que no hay delito que se perdone menos que el de la apariencia de seriedad o la amenaza de aburrimiento. En la escuela, lo que tienen que hacer los ni?os no es aprender, sino divertirse, y si se les ense?a algo conviene que sea mediante procedimientos l¨²dicos. Los libros, las clases de literatura, las exposiciones, los museos, los programas de televisi¨®n, incluso los sermones dominicales, supongo, han de ser ante todo divertidos, no sea que el alumno se aburra, que el espectador se marche de la sala, que el visitante del museo lo encuentre opresivamente serio, que el espectador deserte hacia otra cadena o el devoto hacia otra religi¨®n.
En las universidades americanas los alumnos califican al final de cada semestre a los profesores. Uno puede saber mucho de Virgilio o de Shakespeare, y explicarlos con entusiasmo y dedicaci¨®n, pero si los alumnos encuentran que se aburren en sus clases, o que uno es demasiado serio, o que cuesta trabajo entenderle, uno corre el peligro de merecer una calificaci¨®n desastrosa. As¨ª que hay profesores que entran en la clase como un showman en un estudio de televisi¨®n, y rebajan cada pocos minutos sus disertaciones con un chiste, igual que hacen los pol¨ªticos en sus discursos.
La vida acaba teniendo una banda sonora de risas preparadas, un aud¨ªmetro que controla la intensidad de las carcajadas y los aplausos y determina segundo a segundo los ¨ªndices de audiencia: ya no hay que ser sublimes sin interrupci¨®n, sino chistosos sin descanso, y perder la popularidad es m¨¢s imperdonable que perder la verg¨¹enza. Hace a?os, en un programa simp¨¢tico de la televisi¨®n al que me llev¨® mi inexperiencia, el presentador aprovech¨® un n¨²mero musical para quitarse la sonrisa como si se quitara temporalmente la dentadura postiza y me reproch¨® la expresi¨®n seria de mi cara:
- Sonr¨ªe, cabr¨®n.
Habr¨ªa que empezar a practicar una disidencia del chiste, una objeci¨®n de conciencia respecto a la unanimidad intolerante de la carcajada. Igual que uno tiene el derecho a callar ante la polic¨ªa tambi¨¦n lo tiene uno a no re¨ªrse obligatoriamente y a no ser gracioso, aun en el caso extremo de que uno sea andaluz. En el contador incesante de chistes hay una cosa fren¨¦tica que desagrada siempre, un patetismo de buf¨®n ansioso que nos devuelve a lo peor del pasado, a las barras de los bares con serr¨ªn mojado en el suelo y calendarios de mujeres desnudas, a las tertulias de hombres solos con aliento a tabaco y co?ac, palillo de dientes y baraja de cartas.
En los chistes, como en las an¨¦cdotas chismosas que a los literatos les gusta tanto contar, la risa siempre es a costa de alguien, y cuanto m¨¢s d¨¦bil es la v¨ªctima y m¨¢s cruel la historia m¨¢s recias son las carcajadas. El otro d¨ªa, en la televisi¨®n p¨²blica, un par de graciosos andaluces vestidos de mujer hac¨ªan chistes de cojos, como en la posguerra. Los chistes de cojos o de negros, de chinos, de maricones, de monjas que quieren ser violadas, etc¨¦tera. Cuando yo estuve en Argentina hace unos meses el libro m¨¢s vendido era una colecci¨®n de chistes de gallegos, es decir, de emigrantes espa?oles, y eran m¨¢s o menos, los mismos chistes que se cuentan aqu¨ª de los sudacas, o en Estados Unidos de los polacos, o en Polonia de los rusos, siempre los mismos chistes de los leperos o de los tontos, los que se contaron del Pr¨ªncipe y luego de Mor¨¢n, porque lo peor de los chistes es que ya est¨¢n todos usados, que nos los sabemos, que dan n¨¢useas de haberlos o¨ªdo veces, desde hace tantos a?os y, encima, fingir que hacen gracia, no vaya a parecer que no tenemos sentido del humor.
Una de las mejores novelas de Vladimir Nabokov, Pnin, es a la vez una defensa de la iron¨ªa y una refutaci¨®n de la risa cruel, de la injusticia de convertir a alguien en personaje de chiste, en una de esas figuras sobre las que todo el mundo se siente autorizado a hacer bromas y a repetir an¨¦cdotas. Al principio de la novela, guiado por la agudeza de la voz narradora, el lector se r¨ªe de Pnin, de su cabeza calva, de su acento rid¨ªculo, de sus ropas absurdas: la risa se detiene en seco cuando descubrimos con remordimiento y ternura la humanidad de Pnin, que es mucho m¨¢s digna y m¨¢s honda que la de quienes se r¨ªen de ¨¦l. Pero es otro h¨¦roe de la ironia y otra v¨ªctima de las carcajadas, don Quijote, quien lo explic¨® mejor que nadie: "Es mucha sandez adem¨¢s la risa que de leve causa procede".
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