Era el gato negro
?Habremos aprendido al menos la primera lecci¨®n? Los actos de un Gobierno autoritario no implican el consentimiento del s¨²bdito; le favorezcan o perjudiquen, siempre le ser¨¢n ajenos y a ¨¦l le tocar¨¢ tan s¨®lo padecerlos. No ocurre as¨ª con el Gobierno democr¨¢tico, cuyos actos suponen al ciudadano como su copart¨ªcipe y su corresponsable. Ah¨ª radica el fundamento, pero tambi¨¦n eI l¨ªmite, del poder del Estado llamado democr¨¢tico: que se ejerce en nombre de todos.De modo que, si este Estado a trav¨¦s de alguno de sus funcionarios comete un crimen, simb¨®licamente todos los cometemos con ¨¦l y aquella sangre nos mancha a todos. Han sido nuestros impuestos los que han deparado la intendencia para el crimen, ha sido nuestra impl¨ªcita adhesi¨®n la que se invoca para llevarlo a cabo. Un crimen as¨ª es el mayor de los abusos de poder, el que se permite incluso contra toda forma legal nada menos que quitar la vida a unos conciudadanos. Si lo aceptamos sin rechistar, extendemos al an¨®nimo verdugo la autorizaci¨®n para que act¨²e a su antojo. De consentirlo, admitimos que cualquiera de nosotros pueda ser su siguiente v¨ªctima indefensa. El Estado entero queda a merced de los hampones y su poder ejecutivo no pasa de ser un siniestro Poder ejecutor.
Pero ese abuso de poder es, al mismo tiempo, un abuso de la confianza depositada en nuestros gobernantes. Es verdad que le confiamos al Estado la tarea de protegernos del delincuente o del, terrorista, pero -por desigual que sea la lucha y amplia la inseguridad en que ello nos deje- no a; cualquier precio. Nosotros no le hemos pedido al Estado que se convierta en una banda de forajidos ni que nos degrade "as¨ª a c¨®mplices del asesinato. Le entregamos la funci¨®n de la justicia p¨²blica, no la de la venganza privada. Y si fueran muchos los que respaldaran aquel crimen, ello no probar¨ªa sino que estamos en una democracia con pocos dem¨®cratas; m¨¢s crudamente a¨²n, en una sociedad en la que muchos proyectan sobre el Estado sus propios instintos bestiales. El Gobierno que se amparase en aquella inmadurez prepol¨ªtica, o en estos instintos ser¨ªa tal vez popular, pero en modo alguno democr¨¢tico.
Al atentar contra cada uno de los asesinados, pues, se atentaba adem¨¢s contra nuestro propio, sistema de vida civil y sus valores. Aquellas muertes habr¨¢n llenado de horror (y afanes de revancha) a las familias de los ca¨ªdos; a todos nos han cubierto de ignominia. Quien las orden¨® tal vez cre¨ªa obrar en nuestro beneficio, pero nunca nos hizo m¨¢s da?o. Los muertos en su mayor¨ªa no dejaron por eso de ser presuntos criminales, pero el Estado se convirti¨® en un criminal seguro. Mientras la causa de los terroristas no gana un ¨¢pice de legitimidad, pues carece por principio de ella, el Estado le ha traspasado con su m¨²ltiple crimen jirones de la suya. Es impensable que ETA cuente en sus filas con dem¨®cratas, pero ahora ya se sabe que el Estado alberga en sus covachas a cualificados asesinos.
Porque ha de quedar claro que ¨¦ste no es un penoso crimen de la democracia, sino contra la democracia. Es un crimen nacido de la l¨®gica desalmada del poder y del principio t¨¦cnico que erige en supremo (el de la eficacia), contrarios en todo a la l¨®gica del poder democr¨¢tico y al principio moral que le sustenta. No hay poder pol¨ªtico, que no se extral¨ªmite pero no hay derecho que valga si no arraiga en la ¨¦tica, o sea, en las leyes ¨²ltimas de nuestra libertad. Para decirlo en f¨®rmula m¨¢s, solvente: obedecer al derecho (al, menos cuando es producto de la. voluntad de la mayor¨ªa), antes que un deber legal, es una obligaci¨®n ¨¦tica. Cuando falla la fe en el derecho o decae la fuerza coactiva de la ley, s¨®lo aquella conciencia moral puede resistirse a caer en el atropello.
?No es preciso, entonces, que se disipe a no tardar la emponzo?ada atm¨®sfera de la mentira? El envilecimiento colectivo ha llegado al punto en que la palabra de los sicarios -perjuros antes o pejuros ahora- encuentra m¨¢s fervor, pese a todo, que los rotundos ment¨ª! de los gobernantes. Lo p¨²blico, sede supuesta de la publicidad, ya no es en el peor de los casos ni siquiera el lugar del secreto, sino el reino de la mentira. Miente a menudo la oposici¨®n cuando acosa al Gobierno, y miente con frecuencia el Gobierno para defenderse de las insidias de la oposici¨®n. Mienten los partidos sobre el origen y administraci¨®n de sus finanzas y vuelven a mentir ciertos pol¨ªticos y prohombres de negocios ante las comisiones parlamentarias que investigan sus probables delitos. Y, en todos los casos, se sobreentiende o se proclama sin empacho que se trata de mentiras leg¨ªtimas, pronunciadas por los protagonistas en el ejercicio de sus funciones. En una palabr¨¢, que quienes las formulan est¨¢n en su estricto derecho de mentir y, por tanto, que a los diem¨¢s ciudadanos nos toca el deber riguroso de dejarnos enga?ar en lo que m¨¢s nos concierne.Una de las maneras comose adensa esa atm¨®sfera sofocante de mentira es el abuso de la llamada presunci¨®n de inocencia. Nunca se repetir¨¢ bastante que este derecho es un puntal irreemplazable de nuestras libertades. Pero la presunci¨®n de inocencia, all¨ª donde hay suficientes indicios como para incoar el proceso del encausado, por fuerza se aco in pa?a tambi¨¦n de la presunci¨®n de su culpabilidad. As¨ª que invocar aquella primera figura para obstruir o detener la marcha de la justicia o para amedrentar al denunciante con la carga de la prueba (al tiempo que se estorba toda pesquisa de pruebas)...se vuelve contra esa pretendida inocencia y afianza la conjetura acerca de la culpa. ?Qu¨¦ pensar de aquel que, tras exclamar con desd¨¦n "a m¨ª, que me registren", cose con cuidado todos sus bolsillos o ata las manos de quien se dispone a registrarle? M¨¢s a¨²n, empecinarse frente a toda certeza en presumir (por encima de su estricto sentido formal) la inocencia de algunos conduce, a la inversa, a sugerir la culpabilidad de bastantes m¨¢s. Adversarios pol¨ªticos, jueces, investigadores o ciudadanos informados ser¨¢n los que incurran en p¨²blica sospecha de deshonestidad o malevolencia. ?C¨®mo no ver el c¨ªrculo vicioso en que nos adentramos?
El perverso efecto de todo ello es que la verdad oficial no resulta la mentira m¨¢s cre¨ªble que se impone, sino la m¨¢s incre¨ªble de las mentiras. Cada vez que se abre paso alguna verdad judicial, confirma la naturaleza b¨¢sicamente mentirosa de aquella otra consagrada verdad. Pero entretanto, desde la misi¨®n ejemplar que a¨²n -le atribuye al Estado, el ciudadano aprender¨¢ que el enga?o debe regir tanto lo privado como lo p¨²blico. Que no hay discrepancia esencial entre el modo -de conducir su propio negocio particular y la manera como el pol¨ªtico atiende al negocio com¨²n. Que los lemas fac et excusa y si fecisti, nega valen por igual para ambas esferas, con la sola diferencia de que las nocivas conductas subsiguientes saldr¨¢n mejor paradas ante la ley en el caso del. hombre p¨²blico que: en el del individuo privado. La concepci¨®n y el ejercicio inmorales de la pol¨ªtica, en suma, vienen a reforzar los peores prejuicios y pr¨¢cticas de una sociedad de ego¨ªstas.
As¨ª que lo primero de todo es hacer justicia. Lo que en su d¨ªa se adopt¨® por execrable raz¨®n de Estado hoy la raz¨®n pol¨ªtica exige sin duda alumbrar y condenar. Despu¨¦s, una vez confesado el crimen y probado el arrepentimiento, deber¨ªamos ser capaces tambi¨¦n de alg¨²n g¨¦nero de perd¨®n. En esa demanda de justicia no, est¨¢ en juego tan s¨®lo el cr¨¦dito de este Gobierno, sino la dignidad de un Estado, la voluntad colectiva de apuntalar la siempre fr¨¢gil democracia. Y es que en este trance, mucho m¨¢s que c . azar ratones, importa el color del gato que emprende la cacer¨ªa.
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