Cine de perra chica
Hab¨ªan llegado a Sevilla al clarear el d¨ªa, tras el ¨¦pico viaje en autom¨®vil, hace m¨¢s de sesenta a?os. Casi 600 kil¨®metros, 15 horas de trayecto, siete pinchazos y el agua del radiador hirviendo en una revuelta de Despe?aperros. Tono y Mibor se acodaron sobre el pretil del Puente de Triana, que quiere y no puede retener entre sus ojos al Guadalquivir. Comenzaba el nuevo sol a cabrillear sobre la corriente. Uno de los escritores le dijo al otro, tras un largo silencio admirado: "Y pensar que a este r¨ªo le he visto nacer".Yo tambi¨¦n, all¨¢ en Cazorla, despe?¨¢ndose infantil, impetuoso, maderero. Bueno; ese recuerdo de los humoristas, que el pr¨®digo desinter¨¦s tiene al borde del olvido, me lo refresc¨® el otro d¨ªa el poeta Rafael de Penagos. De forma incoherente lleg¨® a la memoria entre las mezquinas conmemoraciones del invento que alumbraron los hermanos Lumi¨¨re, que ya a nadie importan un pito. "Pues el cine me vio nacer a m¨ª", reflexion¨¦ tontamente.
El cine mudo fue tel¨®n de fondo de mi ni?ez, las sesiones, al aire libre que, mientras el tiempo aguantaba, ten¨ªan lugar en el paseo del Prado, flanqueando el edificio del Banco de Espa?a. Viv¨ªa muy cerca mi familia y la persona mayor que nos pastoreaba pod¨ªa elegir cualquiera de las tres opciones: en las sillas de tijera, de frente a la pantalla; al otro lado, tambi¨¦n sentados, pero con los letreros al rev¨¦s, y de gorra, en pie y espantados por los celadores del negocio. La primera alternativa, de rango principesco, costaba 10 c¨¦ntimos, y la segunda, un 50% m¨¢s barata.
A escoger entre tres g¨¦neros: las pel¨ªculas de risa, que enlazaban a Max Linder con Charlot, Harold Lloyd y el Gordo y el Flaco; las de Tom Mix, albergando envidiables haza?as de cowboys contra los siux, y las de chinos o de miedo. El cine, como adjetivo calificativo de nuestra cultura, ha perdurado porque comenz¨® por el principio y en los comienzos estuvo la admiraci¨®n y la inocencia, la sed inagotable de aprender y ser prendido. Aquellas pel¨ªculas mudas necesitaban la colaboraci¨®n espec¨ªfica e intransferible del espectador. Los letreros eran la concesi¨®n al nivel m¨¢s bajo, un fil¨®n para remontar las peripecias subordinadas.
En las fronteras ciudadanas, apenas media docena docena de locales cubiertos: el Monumental, San Miguel, la Flor, el Real Cinema, el Goya cuando era premio a la supuesta buena conducta y aplicaci¨®n, Los chicos, por las pel¨ªculas del Oeste y la honda lanzada sentimental de las peripecias de Chiquilin -as¨ª llam¨¢bamos a Jackie Coogan- con Chaplin. Y la ristra de folletines ib¨¦ricos: Currito de la Cruz, El ni?o de las monjas, las risue?as baturradas con una casi debutante Imperio Argentina y un veterano Miguel Ligero; la fascinaci¨®n de Douglas Fairbanks y Mary Pickford, los Barrymore, las m¨¢gicas superproducciones; Quo vadis?, Los Diez Mandamientos y sucesivas de romanos o de ¨¦poca.
La primera pel¨ªcula sonora, o casi, que vi en Madrid, recibida con expectaci¨®n y un sorpresivo "?Oooooh!", creo que se titulaba Sombras blancas. Con el sonido declin¨® el candor y ocuparon un lugar pasivo los espectadores, a quienes se daba todo hecho. Fue amortizado un puesto, mejor dicho, dos: el explicador, que intentaba ilustrar el argumento, sin garant¨ªas de que se ci?era al gui¨®n, y el pianista, encargado de mantener a raya al p¨²blico, mientras se cambiaban los rollos.
Un siglo de cine, que tan poco se parece a sus or¨ªgenes como un land¨® al Ferrari. Monumento superviviente de glorias, a veces pasaportadas a la inmortalidad, como una Venus de Prax¨ªteles, una adolescente de Rafael o la familia goyesca y cretina de Carlos IV.
Aquellas fastuosas bas¨ªlicas, domicilios del s¨¦ptimo arte, se descuartizan en una cariocinesis superviviente, que sacrific¨® al acomodador. A todos nos ha visto nacer el cine y la mayor¨ªa asistimos al parto de la Televisi¨®n y al destete y vigor de este reto?o que puede dar un vuelco al mito y ser el hijo descuidado de Saturno que acabe devorando al padre.
En la memoria de los viejos tienen un tierno regazo aquellos cines de cinco c¨¦ntimos, una perra chica de programa doble.
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