Rito f¨²nebre
Los cr¨ªmenes de ETA tienen mucho de ritual siniestro y su desesperado eco en la conciencia ciudadana tambi¨¦n se hace ritual. No por lo reiterativo del duelo, que por sincero siempre es nuevo, sino en su significado m¨¢s profundo y salut¨ªfero: la renovaci¨®n de la solidaridad social.Cuando la banda criminal asesina a un ciudadano, a un servidor del orden p¨²blico, a un miembro de las Fuerzas Armadas, a un pol¨ªtico, todo el cuerpo social se siente herido y reacciona proclamando su voluntad de vida. Ahora ha ca¨ªdo Gregorio 0(rd¨®?ez, sin otra causa que ser un valeroso portavoz de la comunidad ciudadana que, masivamente, le hab¨ªa designado como su democr¨¢tico representante.
El crimen se dobla as¨ª de lesa cudadan¨ªa. Se ha matado a un hombre, y eso, sin duda., es lo importante. Pero, adem¨¢s, se le ha matado no por lo que significaba ni representaba, sino por lo que era. La expresi¨®n vigorosa de unas ideas democr¨¢ticas democr¨¢ticamente apoyadas por la mayor parte de los donostiarras y que resultaban insufribles para la minor¨ªa de los violentos. Con Ord¨®?ez se ha agredido a la vida, pero tambi¨¦n a la libertad ciudadana y al mandato popular. Y, por ello mismo, los ciudadanos, al condolerse por la muerte, han dado pruebas inequ¨ªvocas de su decisi¨®n de vivir y de vivir libres.
Si el miedo es el arma del terrorismo, la solidaridad ciudadana es su conjuro. Y los vecinos de San Sebasti¨¢n, los ciudadanos vascos, acompa?ados por los espa?oles todos, han recurrido al conjuro y exorcizado el temor. La mayor¨ªa silenciosa se hizo clamorosa e, incluso, se le han unido voces que nunca se hab¨ªan decidido o atrevido a rechazar y aun a condenar el crimen. A fuerza de derramarse, la sangre ha rebosado. Pero, adem¨¢s, he, escandalizado a todos aquellos que, aun discrepando de Ord¨®?ez e incluso discrepando radicalmente, se dan, al fin, cuenta de que la contienda pol¨ªtica tiene infranqueables l¨ªmites. M¨¢s all¨¢ de los cuales, prolongarla por otros medios supone no la guerra, sino la barbarie en la que nadie puede estar seguro.
M¨¢s a¨²n, por unas horas, la muerte de Gregorio Ord¨®?ez ha serenado las tensiones, acallado las pol¨¦micas y mostrado a todos la radicalidad de la cosa p¨²blica. Aquella en que todos estamos embarcados, que los criminales amenazan y que nuestras pasiones y menos a¨²n nuestras instituciones pueden poner en peligro. En unos momentos, por encima de diferencias menore:, renaci¨® la concordia ciudadana, la ¨²nica capaz de mantener vivo al Estado y de dar fuerza a su raz¨®n. Gobernantes y gobernados, mayor¨ªas y minor¨ªas, han hecho frente com¨²n, e incluso, durante unos instantes, las fuerzas pol¨ªticas enfrentadas sustituyeron el denuesto est¨¦ril por su di¨¢logo que el inter¨¦s com¨²n y general exige fecundo.
Todo permite esperar que el rechazo social a la barbaridad, nacido lejos y hondo y aflorado ahora con tanta fuerza, va a continuar aumentando. Ser¨ªa deseable que la concordia pol¨ªtica, con tan triste ocasi¨®n suscitada, no se esfumara con el luto ciudadano, necesariamente pasajero. Porque cuando est¨¢ en juego la vida y, la muerte, la paz o el terror, la libertad o la esclavitud -que no es sino ternor-, es posible ver con meridiana claridad lo que de veras es importante.
Si as¨ª fuera, el valiente Gregorio Ord¨®?ez hubiera prestado, m¨¢s all¨¢ de la muerte, el ¨²ltimo y m¨¢s importante servicio a su pueblo.
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