Memorias de metralla en el hospital de sangre
Centenares de heridos se hacinan en la ¨²nica cl¨ªnica de urgencias chechena
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ENVIADO ESPECIALA los heridos de Grozni o de Argun se los llevan con urgencia al policl¨ªnico de Stari Atagu¨ª, m¨¢s de 40 kil¨®metros al sur de la capital. Arriban chorreando desgracia en ladas de parientes o amigos, desvencijados por el fr¨ªo y la humedad. Aqu¨ª no hay ambulancias. Ni nada que se le parezca. El doctor Lechi (halc¨®n, en checheno) Aka¨ªev, 49 a?os, ex coronel del Ej¨¦rcito Rojo y del de Rusia, es el director del hospital, militarizado por las circunstancias. "?ste es un centro de primeros auxilios, aqu¨ª se filtran los casos y despu¨¦s, seg¨²n la gravedad, se ordena su traslado a otros hospitales", explica en una oficina angosta de la planta baja, estrechada a¨²n m¨¢s por una cuarentena de cajas de cart¨®n donadas por M¨¦dicos Sin Fronteras y la Cruz Roja. "Es la ¨²nica ayuda que tenemos por ahora", dice Aka¨ªev. En la puerta del hospital -una mole parda de cuatro pisos que en vez de vidrios en las ventanas acapara cientos de pl¨¢sticos-, los casos m¨¢s graves se vocean. No hay sirenas. Ni alarmas. Un grito y dos camilleros se lanzan al embarrado exterior para recoger al desgraciado.
"La mayor¨ªa de los heridos que nos llegan son civiles. M¨¢s de un 60%", explica el m¨¦dico militar de Stari Atagu¨ª. "Traen heridas causadas por fragmentos de metralla o balas de francotiradores".
En el policl¨ªnico de Atagu¨ª trabajan 22 m¨¦dicos y 35 enfermeros. Hay 200 camas. Su grado de ocupaci¨®n depende de los vaivenes de los frentes y del tino de los artilleros. "Desde el 1 de enero han ingresado alrededor de ochocientos heridos explica el doctor. En el primer piso huele a cloroformo. En el pasillo de la derecha hay un quir¨®fano con dos mesas acolchonadas, una palangana repleta de vendas ensangrentadas y cuatro salas de posoperatorio. En la N¨²mero 1, cuyo r¨®tulo pintarrajeado con bol¨ªgrafo pende de una s¨¢bana verde que sirve de puerta, hay tres heridos. A uno de ellos, Naib, le acaban de extirpar restos de metralla del est¨®mago y del alma. Est¨¢ p¨¢lido. Como la cera misal. Con los ojos bizcos, casi en blanco y la boca seca, entreabierta. Sin fuerza. Murmura dolor en un hilo de voz. Su mujer, en l¨¢grimas, y dos hombretones j¨®venes vestidos de verde miliciano le ronronean ¨¢nimos y mentiras al o¨ªdo. El cirujano Hanizat, con un gorro azul que m¨¢s parece de cocinero que de m¨¦dico, nos confiesa: "Est¨¢ muy mal, tiene muy pocas esperanzas".
A su lado, Adlan, de 36, combatiente de Grozni como Naib, a¨²n se agarra el vientre con una mano como si tuviera miedo a que los puntos y los esparadrapos que le cruzan el cuerpo se fueran a abrir. Lleva cinco d¨ªas de posoperatorio. Tiene color oscuro. Lee a Forsyth en su c¨¦lebre novela Chacal. "Si no hay complicaciones, se pondr¨¢ bien en unos d¨ªas", dice Hanizat.
En la planta baja, el doctor Lechi Aka¨ªev manosea unos restos de metralla, en cuyos extremos hay una especie de guada?as de tres cent¨ªmetros. Es el recuerdo de una bomba de fragmentaci¨®n. Esas que los aviones rusos reparten por aldeas y ciudades, y que algunos enfermos portan al hospital en sus propias carnes. "No est¨¢n hechas para herir, sino para matar. Son bombas prohibidas por las convenciones internacionales y por la ¨¦tica", dice Aka¨ªev. Nunca en su experiencia m¨¦dica con los heridos de Afganist¨¢n vio algo parecido. Los civiles chechenos tampoco.
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