De vejestorios
No hay j¨®venes y viejos, sino j¨®venes y enfermos, seg¨²n el inmarchitable doctor La¨ªn Entralgo. Debe ser memoria acumulada en ochenta y tantos a?os de lucha por la vida en la que, de momento, lleva ganados todos los juegos. Tiene autoridad para expresar el lugar com¨²n que pone a la vejez en su sitio: enfermedad leve cuando cada d¨ªa nos duele algo en lugar distinto y grave con el lamento de haber perdido la juventud. El estado intermedio reside en la tristeza de sentirnos todav¨ªa j¨®venes por dentro y ser los ¨²nicos en saberlo y admitirlo. Aparte del gozoso espect¨¢culo de la gente moza, con secreta envidia y cierta lubricidad -?Ay, c¨®mo comprendemos a Francisco Umbral!- intento descubrir en el espejo qu¨¦ son los otros viejos, atisbos de serena belleza. A veces lo consigo.
En el barrio, muy cerca de mi portal, hay un centro de la llamada tercera edad; se abre cada d¨ªa hacia las diez de la ma?ana y el sol por all¨ª asoma hacia esa hora, franqueando los tejados que rodean la glorieta de Bilbao. La mayor¨ªa llevan la cabeza cubierta: gorras, boinas, pasamonta?as enrollados los d¨ªas. de helada. Apenas se ven sombreros de Fieltro, que es cosa de burgueses insaciables y de tratantes gitanos. Dentro les espera la impaciente partida de mus, de julepe, de brisca; forma de intercambiar algo, si no hay ideas; naipes, fichas de domin¨®. Lucen apariencia vigorosa y aparentan desinter¨¦s, en cuanto no sean las incidencias de la partida, en lo que parecen dar la raz¨®n al viejo prematuro y profesional que fue Azor¨ªn: "Edad en que se pierde la curiosidad", no a ¨¦l, que acab¨® olisqueando los libros si los ojos cansados le descoyuntaban los renglones.
Hay varios tipos de ancianos en Madrid, siempre referidos a quienes salen de sus casas. El que contin¨²a frecuentando el bar o la tasca porque los ahorros la pensi¨®n y el alquile muy bajo permiten resguardar una vida privada, compartida con la esposa o la compa?era contempor¨¢nea. Los de rentas bajas est¨¢n hoy muy preocupados, porque ya no queda tiempo para volver a empezar.
La mujer vieja disfruta de menor raci¨®n de ocio, encadenada por su gusto e inercia a la inmutable ¨®rbita del hogar, la compra, la cocina, las visitas cada vez m¨¢s protocolarias y espaciadas de los nietos. Entre las clases populares -es tradici¨®n, que no desdoro- el comadreo va esparcido entre las telenovelas, las rebajas y el comentario de lo mal que anda todo. Las residuales generaciones que atr¨¢s dejaron el septenio contradicen a Azor¨ªn, y es de ver con qu¨¦ avideces intentan colarse en la preferente fila de la atenci¨®n las damas primero, del murmullo y la murmuraci¨®n con irreprimible dogmatismo, expresado en alta voz y en cualquier parte.
Proclamo, como usuario, las muchas ventajas que comporta ser viejo en nuestros d¨ªas: entramos gratis en los museos, disfrutamos de importantes descuentos en los transportes p¨²blicos y en los teatros nacionales; somos beneficiarios de la Seguridad Social por el mero hecho de haber cumplido los 65 a?os. Claro que todo esto tiene un precio, y para ser un carcamal actualizado resulta indispensable admitir que nadie nos ceda el paso ni la palabra y resignarnos a la devaluaci¨®n de la experiencia que ya para poco sirve, ni aplicaci¨®n tiene. Escuch¨¦ en alguna parte que el empirismo es como el palillo de dientes: nadie quiere utilizarlo despu¨¦s. A cambio de tanto privilegio, los vejestorios hemos de dimitir de aquel tonto recurso al respeto por las canas y conformarnos con las definiciones y sin¨®nimos que han adjetivado a la vejez: achaques, incapacidades e impotencias.
Buscamos consuelo en que la juventud es algo pasado de. moda, que fatalmente acabar¨¢ pasando de moda. Lo m¨¢s dificultoso reside en distinguir entre el m¨²ltiple reba?o que nos hereda un hueco en el tiempo: maduros, j¨®venes, adolescentes, ni?os... Estos son los peores, pues la amplitud y densidad de sus conocimientos est¨¢ muy alejado, no tiene que ver con lo que aprendimos e in¨²tilmente recordamos en la larga vida. Aquel binomio del viejo y el ni?o, con el mar al fondo, del abuelo y sus batallitas carecen de significado para el chaval de 10 o 12 a?os que nos mira sin respeto y con l¨¢stima al comprobar lo poco, lo nada, que sabemos acerca de los megabytes, los floppys y los hard-disks.
Todo para terminar de la misma manera, porque la sorpresa, la may¨²scula sorpresa, s¨®lo se la debi¨® llevar el primer hombre que muri¨®, seg¨²n el dibujante Wolinsky. Nos diferencia de los desventurados conductores que de madrugada se salen de la carretera en que esperamos, con miedo y paciencia, el mismo instante, recluidos en esta vejez que, lo dijo don Carlos Augusto Sainte-Beuve, es el m¨¢s acreditado procedimiento de no morirse. Al menos, lejos est¨¢ el temor a las viruelas.
Eugenio Su¨¢rez es escritor.
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