Un d¨ªa en la carrera
De San Jer¨®nimo, por supuesto. Fue el lunes, 23 de febrero de 1981 fr¨ªo, desapacible y entonado con la fecha. Durante los cinco a?os precedentes las tripas del pa¨ªs estuvieron ocupadas en digerir un alimento, casi in¨¦dito en su historia, lo que produc¨ªa flatos, ardores, arcadas, convulsiones y alg¨²n eructo irreprimible. Aquel est¨®mago-oficina encargado de asimilar tantas novedades estaba a rebosar. Era el Congreso de los Diputados en funci¨®n extraordinaria, sin una sola ausencia; all¨ª los se?ores senadores, los secretarios y los representantes de las provincias. Y los diplom¨¢ticos e invitados de privilegio. En la planta baja, un Gobierno que ten¨ªa las horas contadas,Yo representaba a mi propio peri¨®dico, el desaparecido semanario S¨¢bado gr¨¢fico. Por graciosa deferencia a mi veteran¨ªa y edad -que no siempre son lo mismo- ocupaba una silla entre los bancos del palco de la prensa. Tiempo en que pol¨ªticos y periodistas pis¨¢bamos aquel recinto que alberg¨® durante m¨¢s de 30 a?os una tertulia de asentidores vestidos de gala; nos ganaba el alegre talante de invadir salones, despachos, pasillos recibiendo confidencias, trasladando rumores en una irrepetida confraternidad. La joven enviada especial del ¨®rgano de opini¨®n en una remota villa extreme?a o valenciana, transcrib¨ªa atenta la opini¨®n de un ministro ¨¢vido de la resonancia ante el o¨ªdo p¨²blico.
El viejo bar, cuya pared era la doble puerta de bronce que da sobre las escalinatas y se abre para que entre el Rey, hab¨ªa cobrado vida nueva con los biso?os pol¨ªticos y los animosos plum¨ªferos de ambos sexos, que desde all¨ª iban juntos a tomar unas copas, despachar la cena en una tasca y, si la ocasi¨®n se presentaba, quemar un porro.
Como tantas otras veces, hab¨ªa llegado en el autom¨®vil, donde, esperaba mi ch¨®fer, Carlos Marinas. En el hemiciclo ya se pasaba lista para el conteo en la sesi¨®n de investidura del previsto jefe de Gobierno. Ech¨¦ el ¨²ltimo vistazo a los esca?os; justo debajo de la tribuna encend¨ªa y soplaba cigarrillos, sin parar, Santiago Carrillo. Enfrente de nosotros, la cabecera del Gabinete y las huestes de la dura oposici¨®n socialista; o, sea, a la derecha de la presidencia de la C¨¢mara.
"Esto da muy poco de s¨ª", me dije, cu¨¢ndo a¨²n se desgranaba la segunda letra del alfabeto. Con afectuoso adem¨¢n dej¨¦ a mis colegas. Lunes, jornada de cierre del semanario, con las ¨²ltimas p¨¢ginas escritas, a falta del irrelevante detalle de los votos que confirmar¨ªan la matem¨¢tica parlamentaria. Ten¨ªa prevista una breve estancia y llegu¨¦ a cuerpo gentil.
Me entretuve en el sal¨®n de los pasos perdidos con un viejo conocido, Aguirre Borrell, entonces director general de Informaci¨®n de Adolfo Su¨¢rez. "?Hola, qu¨¦ tal!" y esas cosas que se dicen cuando nada, hay que decir.
"Me voy a la redacci¨®n; aqu¨ª no ocurre nada..." Supongo que estaba pronunciando estas palabras cuando vimos entrar, a paso de carga, un grupo de gente armada, la mayor¨ªa con el uniforme verdoso de la Guardia Civil. "?Quieto todo el mundo! ?Al suelo, al suelo!". Voces aparentemente contradictorias cuyo tono incitaba a la obediencia inmediata.
Se hizo un espeso silencio en el que se escuchaban los apresurados correteos de los conjurados sobre las alfombras. Cerca, la centralita telef¨®nica y la voz fuerte de un hombre que determinaba: "S¨ª; todo est¨¢ bajo control". Dirigi¨¦ndose a tercera persona: "?Que nadie me moleste! S¨®lo me pondr¨¦ al tel¨¦fono si llama Valencia".
En la inc¨®moda postura ten¨ªa delante de las narices la rolliza pantorrilla de Aguirre, con la pernera del pantal¨®n remangada hasta el menisco. "Parece una merluza hervida" fue el incoherente pensamiento. Le susurr¨¦: "?Qu¨¦ ha querido decir ¨¦se?". Desde la moqueta me lleg¨® la perspicaz informaci¨®n: "Milans del Bosch es el capit¨¢n general de la, regi¨®n". Confieso que poco aclar¨® mi aturdimiento.
Fue n¨ªtido el sonido de auricular al asentarse en su horquilla. Segundos despu¨¦s cruz¨® el sal¨®n una figura cuya foto publicada d¨ªas atr¨¢s hac¨ªa reconocible. "?Co?o, Tejero!", murmur¨¦. Irreflexiva y temerariamente me incorpor¨¦, abord¨¢ndole en mitad del trayecto: "Soy prediodista y le ruego me, permita acompa?arle para ver...". Ni siquiera detuvo el paso: "Lo que hay que ver lo har¨¢ usted desde ah¨ª". El hombre que le escoltaba hizo un expresivo gesto con el arma, imposible de eludir. Fui a sentarme junto a un melanc¨®lico sujeto vestido de marr¨®n que me inform¨® ser un polic¨ªa a quien hab¨ªan confiscado la pistola. Segundos despu¨¦s de la desaparici¨®n de Tejero en el sal¨®n de sesiones escuchamos los disparos de arma corta y la r¨¢faga de metralleta, lo que aprovech¨¦ para colarme en el bar. Los espa?oles que, en ese instante, ten¨ªan la televisi¨®n prendida contemplaron directamente el secuestro de la casi totalidad de la clase pol¨ªtica del pa¨ªs. Nosotros lo vimos en diferido, sospechando una carnicer¨ªa que, por fortuna, no tuvo lugar.
El sargento que custodiaba la. taberna del Cojo quiz¨¢ se preguntaba si era ortodoxo permitirnos tomar whiskys -pagando, claro- mientras se jugaba el destino de la democracia y un mont¨®n de cosas m¨¢s. Ciertamente hubo muchos cambios; un a?o m¨¢s tarde, los diputados del triunfante PSOE se sentaron a la izquierda de la Presidencia. Tambi¨¦n, se clausur¨® el bar, para siempre, aquellas paredes y puerta que tantas indiscrecciones escucharon. S¨ª que se realizaron cambios.
Mi coche hab¨ªa sido expulsado del lugar, con el abrigo dentro. Antonio Tejero estuvo a punto de cambiar el curso de la historia y de procurarme una pulmon¨ªa, con el vientecillo destemplado que escalofriaba a Madrid.
Eugenio Su¨¢rez es escritor.
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