Una ruina de fiesta
Domecq / Mu?oz, Joselito, PonceCinco toros de Juan Pedro Domecq (uno devuelto por inv¨¢lido), impresentables y escandalosamente inv¨¢lidos, excepto 4?. 3?, sobrero de Mart¨ªn Arranz, terciado, total. Emilio Mu?oz: estocada corta (ovaci¨®n y salida al tercio); metisaca infamante en un costado (silencio). Joselito: aviso antes de matar, pinchazo y estocada corta perdiendo la muleta (ovaci¨®n y salida al tercio); estocada (silencio). Enrique Ponce: media y descabello (silencio); bajonazo descarado y descabello (oreja).
Plaza de Valencia, 18 de marzo. loa corrida de feria. Lleno.
Una ruina: en eso han convertido los taurinos la fiesta del arte y el valor. Ruina de fiesta, esperpento, bochorno p¨²blico, seg¨²n se ha estado viendo en Valencia, ayer y todos los d¨ªas. Un desprecio a la historia de este espect¨¢culo secular y a quienes lo ennoblecieron con su valor y su sacrificio; una burla al arte de torear; un mangoneo delictivo, una estafa intolerable, un atropello a la raz¨®n, una zafiedad manifiesta. Y, adem¨¢s, un solemne aburrimiento.
Ruina de fiesta, en la que se habr¨ªa tenido que corromper hasta el lucero del alba. Y as¨ª pudieron salir impunemente seis animalitos impresentables, sin tipo ni cara y quiz¨¢ hasta sin la edad debida, amodorrados e inv¨¢lidos. O acaso no estaban inv¨¢lidos, pues no se les apercib¨ªa ninguna anomal¨ªa locomotora. Irrump¨ªan en el ruedo veloces y retadores, y, a los pocos minutos de permanecer en ¨¦l, hocicaban, o doblaban, y rodaban por la arena.
No hab¨ªa motivo alguno para que se cayeran los seis toros; para que trastabillaran derivando por el redondel, inciertos y crepusculares; para que no se les encendiera la sangre brava y pararan inm¨®viles, dir¨ªase que hipnotizados, en cuanto se les pon¨ªa delante un torero; para que la simple contemplaci¨®n de un capote o una muleta les hiciera perder el sentido. No hab¨ªa motivo, salvo que los hubiesen drogado.
Es imposible que un toro, todos los toros -especialmente aquellos que exigen las figuras en la plaza de Valencia- claudiquen y se metamorfoseen en animales c¨¢rnicos sin resuello ni temperamento. Es imposible, a no ser que les hagan algo, que les suministren f¨¢rmacos, que los manipulen o los mutilen.
Uno lo devolvi¨® al corral ?scar Bustos, que estaba puesto de presidente (a cualquier cosa llaman presidente) y debi¨® devolverlos todos, excepto uno, que hizo cuarto. Le correspondi¨® a Emilio Mu?oz, un diestro llegado sustituto que iba de relleno en el cartel. Ya es casualidad. El mundillo taurino se caracteriza por las casualidades. Siempre, en cualquier caso y circunstancia, el toro de mayor fuste de la corrida le corresponde al torero de menos influencia, naturalmente por casualidad. Eso dicen los taurinos, y ciertos presidentes de su cuerda.
El toro cuarto result¨® manso, no se ca¨ªa y Emilio Mu?oz lo traste¨® sin comprometerse, luego lo fulmin¨® de un metisaca infamante. Al anterior de su lote estuvo levant¨¢ndole dolor de cabeza con un aluvi¨®n de pases sin sentido, la mayor¨ªa de ellos al aire, ya qu¨¦ el animalito s¨¦ desplomaba continuamente.
Compareci¨® luego Joselito con otra cabra, y se puso profesoral. No en el, arte, sino en las ¨ªnfulas. El parto de los montes: as¨ª eran las tandas que instrumentaba Joselito. Recorri¨® el ruedo entero, demoraba los cites, hac¨ªa adem¨¢n de ir a reinventar el toreo, y cuando finalmente se decid¨ªa a torear, le sal¨ªa un churro. Necesit¨® su tiempo para explayar la tarea magistral: 11 minutos. Al su segundo toro -que hizo quinto-, inv¨¢lido total, Joselito no pudo darle ni dos pases. O a lo mejor tres.
No haya de creerse, sin embargo, que el p¨²blico le reconvino nada; antes al contrario, le dedicaba unas ovaciones estruendosas, porque el p¨²blico valenciano gusta ser complaciente y triunfalista hasta el paroxismo. El p¨²blico valenciano aplaude todo lo que ve y hasta lo que no ve. El Levante feliz, que llaman.
Es obvio que cuando toreaba Enrique Ponce, diestro de la tierra, acrecentaba sus delirios. Como Ponce tampoco pudo dar ni un pase al tercero, que agonizaba, le aclam¨® un descabello. Y al percibir que brindaba la muerte del sexto, debi¨® sentirse en la gloria. Y ya no par¨® de vitorear y aplaudir. Ponce toreaba a la velocidad del rayo con la derecha, instrument¨® una serie destemplada con la izquierda, pero daba lo mismo. Hubo oreja y apoteosis. Y los taurinos se pusieron content¨ªsimos: a fin de cuentas el triunfalismo desbocado estaba tapando, una vez m¨¢s, la desverg¨¹enza, la corrupci¨®n y la zafiedad con que han llevado la bell¨ªsima fiesta del arte y el valor a la ruina.
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